Septiembre y octubre son los meses en los que el relato separatista cobra especial vigor. Con un margen de pocas semanas se celebra la Diada y se conmemoran el referéndum ilegal del 1 de Octubre, la sentencia del procés (14 de octubre) y la Declaración Unilateral de Independencia, con la consiguiente aplicación del artículo 155 de la Constitución (27 de octubre). Todo ello con el victimismo como hilo conductor, por más que el nacionalismo carezca por completo de legitimidad al haber actuado siempre despreciando el imperio de la ley --¡un valor esencial del republicanismo, por cierto!--, instrumentalizando las instituciones, y sin ni siquiera el respaldo de la mitad de los catalanes.

Así las cosas, en estas fechas es especialmente importante rebatir con contundencia los principales ejes de la propaganda secesionista, que cuenta con un alud de voceros muy bien pagados. Recientemente hemos visto dos iniciativas muy acertadas en este sentido. Por un lado, Impulso Ciudadano y S’ha Acabat organizaron una tertulia on line con diputados de todas las fuerzas constitucionalistas para recordar con detalle lo sucedido en las infaustas jornadas del 6 y 7 de septiembre de 2017 que los independentistas tratan de eclipsar. Por otro, Historiadors de Catalunya ha difundido una serie de vídeos en redes sociales en los que se explica la Guerra de Sucesión con el rigor académico del que huyen los historiadores oficiales.

Ahora, en torno al 1 de octubre, se ha de contrarrestar el discurso separatista relativo a aquel lamentable espectáculo. En primer lugar, hay que incidir en el carácter absolutamente antidemocrático de la convocatoria, que no solo vulneraba de manera flagrante la normativa española, tal como lo estableció, por unanimidad, el Tribunal Constitucional (STC 114/2017, de 17 de octubre), sino también el Código de buenas prácticas sobre referendos de la Comisión de Venecia que exige, por ejemplo, que la organización corra a cargo de un “órgano imparcial” y  que los aspectos clave de la ley que los regula se aprueben con al menos un año de antelación o se incluyan “en la Constitución o en una norma superior a la ley ordinaria”.

En segundo lugar, hay que denunciar que los líderes políticos —y sociales— nacionalistas incurrieron en una gravísima irresponsabilidad al tensionar hasta el extremo a la sociedad catalana, llegando a colocar a sus seguidores en posición de hacer frente a una policía que tenía la orden judicial de requisar las urnas de una votación manifiestamente ilegal. Como apunta Sandrine Morel —la corresponsal de Le Monde, en su excelente libro En el huracán catalán—, “el Govern (…) al animarlos [a sus seguidores] a oponer una ‘resistencia pacífica’, que es otra forma de referirse a la ‘obstrucción a la justicia’, los estaba convirtiendo en carne de cañón”.

En tercer lugar, hay que recordar una y otra vez que, sin ningún rubor, el Gobierno catalán puso a los menores en el foco del 1-O al convertir escuelas e institutos en centros de votación, sabedor de las implicaciones que esto conllevaba. La consejera Clara Ponsatí —tras declarar abiertamente que “en Enseñanza no necesitamos construir estructuras de Estado; las tenemos listas”— asumió el control de los centros educativos entre los días 29 de septiembre y 2 de octubre de 2017, mientras que numerosos directores realizaban una esperpéntica entrega simbólica de las llaves a Puigdemont en el Palau al grito de “Obrirem”. Durante el fin de semana del 1 de octubre los colegios permanecieron abiertos con el pretexto de lo que se denominaron “Festes de tardor”, organizadas por padres afines al procés, en perfecta coordinación con los CDR. Diferentes líderes políticos, como Forcadell, Pisarello o el propio Presidente de la Generalitat los visitaron para dar apoyo a la iniciativa. Tras las votaciones se arengó a los alumnos contra la Policía y contra el Estado en aulas y patios, se impuso la denominada “aturada de país” del 3 de octubre —impidiendo impartir clase a los maestros y profesores que querían hacerlo— y se emitieron desde las escuelas comunicados victimistas por diferentes vías, hasta el punto que más de 600 directores dirigieron una carta, firmando como tales, a la Comisión Europea, pidiéndole que condenase la violencia del 1-O. Por supuesto, no se referían a la que ellos contribuyeron a ejercer sobre los menores al no protegerlos del tremendo conflicto que vivió Cataluña en aquellos días.

Todos estos hechos están sobradamente documentados en el extensísimo informe La instrumentalización nacionalista del sistema educativo en Cataluña: el caso del 1 de octubre, accesible desde la web de la Asamblea por una Escuela Bilingüe.

Con todos estos argumentos, resulta inconcebible que, desde el constitucionalismo, no se dé una respuesta coral y sin fisuras al discurso nacionalista sobre el 1-O. Las verdaderas víctimas no fueron los que se empeñaron en proteger las urnas, prisioneros de un delirio colectivo que persiste. Si acaso fueron víctimas de sus líderes…

Las verdaderas víctimas fuimos los otros: los que contemplamos con estupor cómo se intentaba —pisoteando una y otra vez nuestros derechos y los de nuestros representantes— convertirnos en extranjeros en nuestro propio país; los policías, que se vieron atrapados en una auténtica ratonera --en parte por una deficiente gestión del Gobierno español--; los profesores desafectos al régimen, maniatados por directores muy militantes; los niños, que tuvieron que soportar soflamas políticas sin entender nada…

Sería, por tanto, esperable que los responsables de las instituciones a las que defendimos dejasen de hacer concesiones al nacionalismo --la última, prohibir al Jefe del Estado que venga a Barcelona a la entrega de despachos a los jueces-- y asumiesen sin complejos el relato de la Cataluña que paró un auténtico golpe a la democracia. Sería lo decente y también lo inteligente.