La alcaldesa está enrabietada, quién la desenrabietará... El Tribunal Supremo ha desmontado uno de sus proyectos estrella, por no decir El Proyecto por excelencia de Ada Colau acabar con Agbar. La sentencia sobre la empresa público privada que suministra el agua en el Área Metropolitana de Barcelona la dejó catatónica e irritada y desmonta su relato. Estaba tan convencida de la victoria que renunció incluso a recurrir una sentencia del TSJC que iba contra los actos propios de la administración que preside, el AMB. Su estado de sorpresa se ha traducido en unas declaraciones extemporáneas que tal parece la búsqueda de una querella que le permita instalarse en el papel de víctima de la perversidad de las empresas y, más concretamente, de Agbar, personificada por su presidente, Àngel Simón, encarnación de todos los males posibles del capitalismo contemporáneo para la alcaldesa. Y eso que, curiosamente, quienes recurrieron contra la sociedad mixta fueron otras tres empresas: Acciona, FCC y Aguas de Valencia.

Cuando la ideología prevalece sobre la gestión, podemos equivocar el camino. En tiempos tan cambiantes como los presentes, la búsqueda del bienestar común requiere una actitud de diálogo y complicidad entre todos los agentes sociales, políticos y económicos. Pero la empatía no es la principal virtud de Ada Colau y su equipo de palmeros. Al menos con los que no son exactamente de su cuerda, sobre todo con el mundo empresarial. Aunque, más allá del populismo imperante, ideología, lo que se dice ideología, no sabemos con precisión cual es la de la primera edil barcelonesa. Tal vez sea esa deficiencia, la falta de cultura política o exceso de activismo juvenil lo que le impide entender que el sectarismo ideológico puede poner en peligro servicios que funcionan y cuentan con la aquiescencia de los ciudadanos, gestionados por empresas que disponen de historia --150 años en el caso de Agbar-- y saber hacer. Tal vez convenga recordarla que el modelo de colaboración público-privado es un invento de los comunistas italianos, singularmente a partir de Bolonia, una ciudad gobernada por el PCI desde 1945.

La política de criminalizar a empresas y empresarios pone en riesgo la estabilidad de miles de trabajadores y puede vulnerar los derechos de millones de ciudadanos. Lo que mejor define una sociedad moderna es el nivel de sus servicios públicos, su calidad y equidad son un indicador básico del desarrollo democrático. Santiago Muñoz Machado, director de la RAE y especialista en derecho administrativo que ha representado a Agbar ante el TS, sostiene que “lo importante en el ciclo del agua es la eficiencia en la gestión con independencia del modelo”. El criterio de que el agua es de todos, es tan antiguo como el mundo. “No podemos olvidar --añade-- que la eficiencia de las sociedades privadas, sobre todo cuando ya están testadas, genera ahorro y menor gasto público”. Pero en el debate del agua, el populismo introduce una confusión deliberada, escondiendo tras la idea de una remunicipalización unos criterios más ideológicos que operativos. El agua no nace en el grifo, como la electricidad no lo hace en el enchufe. Exige procesos previos de alto coste y tecnología, conocimiento y experiencia para captarla, potabilizarla, transportarla y depurarla para retornarla al medio natural.

Cabe preguntarse, en torno a este debate, cual es la razón fundamental por la que se pone precisamente el acento en el agua. En sociedades de alto nivel de desarrollo como la nuestra, quizá podría decirse lo mismo de la telefonía o la electricidad, tal que si fuesen derechos básicos universales y gratuitos como la enseñanza o la sanidad. Quizá el agua, con cada ayuntamiento como regulador, sea el eslabón más débil de la cadena de servicios públicos. En todos estos años, Agbar ha estado prácticamente sola desde que saltó en 2012 aquella malhadada privatización de ATLL, pilotada en tiempos de Artur Mas por los consejeros Andreu Mas-Colell y Lluís Recoder, para aliviar el vació de tesorería de la Generalitat, al margen de cualquier exigencia o necesidad técnica. Ahora, sólo la firmeza y determinación de esta compañía en defensa de la legalidad, la gobernanza y la estabilidad jurídica ha permitido que se resuelva el contencioso, gane la transparencia y se garantice la calidad del servicio a los ciudadanos. Pero si no prevaleciese una tendencia a ponerse de perfil, a laissez faire, laissez passer quizá otro gallo nos cantara en muchas cosas. Lo contrario del coraje mostrado por la compañía de aguas es la cobardía: puro ejercicio de sinónimos y antónimos. La sociedad civil catalana es como el catalanismo: cada cual lo interpreta a su modo y manera, a su conveniencia, sin que nadie sepa a ciencia cierta qué es, dónde está, ni para qué sirve.

La reacción de la primera edil, criticando airadamente al Poder Judicial e insinuando la posibilidad de cambiar las leyes, es decir, la Constitución, es tan desafortunada como antigua. Se apoya en un ambiente de cierta debilidad general frente a las administraciones, tanto da que sea la Generalitat como la local. Ya en junio de 2015, recién ganadas las elecciones municipales, la alcaldesa en ciernes aseguraba que “desobedeceremos las leyes que nos parezcan injustas”. La censuraron distintos juristas, alguno tan poco sospechoso de estar en sus antípodas como el catedrático de Sevilla, Javier Pérez Royo: “Las leyes son de obligado cumplimiento con independencia de la valoración que se pueda hacer de ellas”. Alguien dijo entonces qué ocurriría si cualquier ciudadano se negase a cumplir lo previsto en las normas de la Carta Municipal por considerarlas injustas. En definitiva, un disparate que viene de lejos y que se resume hoy en día es esa idea tan presente de la “desobediencia civil”.