Uno de los síntomas más evidentes de la crisis que atraviesa la democracia occidental es, según Fernando Vallespín, “la creciente falta de respeto de quienes no forman parte de nuestro grupo de referencia”. En Cataluña esa crisis y esas actitudes censoras, respecto al que opina diferente, continuaron durante la transición y siguen aún vigentes en la actualidad: es la versión catalanista del iliberalismo.

Un ejemplo, entre tantos, del arraigo y práctica de dicha intolerancia entre la élite gobernante fue la declaración de la portavoz del Ejecutivo autonómico, Patrícia Plaja Pérez, cuando acusó al presidente de Aragón, Javier Lambán Montañés, de catalanófobo por criticar el comportamiento de los independentistas durante la negociación fallida para la organización de los Juegos Olímpicos de Invierno de 2030. Plaja Pérez fue un poco más precisa y aseguró que Lambán seguía “escupiendo sobre Cataluña cada vez que le ponen un micrófono por delante". Véase la coincidencia de las palabras de la portavoz con la tesis de Carlo M. Cipolla en la segunda parte de su inolvidable Allegro ma non troppo.

La confusión de la parte con el todo sería un mal menor si no mostrase lo arraigada que está la reprobación pública, en busca siempre del jaleo palmero de su propia militancia. Es obvio, o debería serlo, que si Lambán critica al gobierno independentista no está atacando a Cataluña ni a la gran mayoría de los catalanes. Sin embargo, existe un gran problema de comprensión si, al recibir esos comentarios adversos, Plaja Pérez no ve otra cosa que un ataque al conjunto de la ciudadanía catalana fundamentado en el odio.

Es cierto que Cataluña posee un hecho diferencial respecto a otras comunidades de nuestro entorno: su bilingüismo mayoritario, aunque esté repartido desigualmente por el territorio. Por lo demás es, como el resto, una sociedad política y culturalmente plural. Quienes no aceptan y rechazan visceralmente esa indiscutible situación son los que realmente sufren de catalanofobia. Un trastorno que, de ser voluntario y pertinaz, sería preciso calificar jurídicamente y, por tanto, tener un tratamiento penal, además de psicológico o psiquiátrico, como ya recomendara hace décadas don Julio Caro Baroja.

Así pues, la catalanofobia se manifiesta en el Govern y su cohorte parlamentaria y funcionarial con comportamientos intolerantes, decisiones sectarias, incumplimientos legislativos o reiterados señalamientos al diferente. Este conjunto de prácticas fóbicas y antidemocráticas contra la diversidad ideológica y la pluralidad lingüística es, cotidianamente, implementado por el independentismo como parte de su proyecto político, mayoritario según los resultados electorales pero minoritario socialmente.

Es cierto que esta fobia no es exclusiva del separatismo, la comparte también con el nacionalismo españolista. En estos casos, uno por centrífugo y otro por centrípeto, ambos confunden sus partes con el todo y odian a aquellos ciudadanos que no piensan del mismo modo. Como sucede con cualquier nacionalismo que se precie, nuestras dos corrientes fóbicas más próximas coinciden también en su deficiente formación histórica, en su simplismo maniqueo de buenos y malos, y en su obsesión por redimir su común versión metafísica de la nación. Si otras conocidas fobias contra personas de diferente condición u orientación se intentan tratar mediante la educación en casa y en la escuela, también es posible combatir de ese modo estas dinámicas nacionalistas perversas y destructoras de la convivencia y la tolerancia. Aunque, visto quiénes están al frente de la respectiva consejería y el correspondiente ministerio, “¡cuán largo me lo fiais!, siendo tan breve el cobrarse”.