Hoy me he despertado habiendo vivido un día más de lo que lo hizo el emperador Carlos I. Hace poco visité el Monasterio de Yuste, lugar donde pasó sus últimos días, y fue allí dónde me di cuenta de lo cerca que estaba de cumplir los mismos días que quien ha sido uno de los hombres más poderosos de la historia. Es increíble cómo ha cambiado la vida y lo afortunados que somos ahora al poder vivir más años en mejores condiciones de quien en el siglo XVI tenía todo. No es casualidad que los primeros jubilados, los legionarios romanos, se retirasen a los 45 años mientras que hoy tenemos que esperar en España hasta los 66 años y cuatro meses… ¡y en Corea del Sur hasta los 72!

Pero más allá de esta casualidad vital, es impresionante el tremendo desapego que estamos cultivando respecto nuestra historia mientras algunas regiones de España se empeñan en maximizar cuando no en reinventar la suya. El imperio español ha sido el segundo más extenso de la historia, solo por detrás del británico, ocupando 20,5 millones de kilómetros cuadrados (o sea, 41 veces la superficie de la actual España). En su momento de máximo esplendor vivía en él algo más del 12% de la población mundial. Y nuestros gobernantes han decidido que esta etapa de la historia de España no merece la pena ser estudiada en bachillerato. Para los futuros bachilleres la historia comenzará en 1812, es decir, en plena decadencia de España. Penoso.

Ni los 58 años de Carlos I son comparables a los de hoy ni los actos y costumbres de hace siglos se pueden medir con la misma vara. Lo que hoy vemos normal no lo era hace unos años y viceversa. Si hasta 1981 hombres y mujeres no eran iguales legalmente en relación con el mundo financiero, si hasta 2005 no estaba autorizado el matrimonio entre personas del mismo género, ¿cómo nos atrevemos a opinar alegremente sobre lo que ocurrió hace 500 años?

España y Portugal son los responsables de haber unido el mundo. Gracias a la Corona española y a unos aventureros increíbles, Europa descubrió América y gran parte de Asia. Gracias a un portugués y a un español, Magallanes y Elcano, se tuvo la constancia de que la Tierra es redonda. Abrazamos con gran afán la leyenda negra de la conquista de América sin querer saber que esta tuvo su origen en un escritor neerlandés, Theodor de Bry, para fomentar la propaganda antiespañola con la que los países protestantes, como las Provincias Unidas e Inglaterra, querían debilitar al imperio español… para ser ellos las nuevas potencias dominantes. Tácticas de desinformación, auténticas fake news para debilitar al enemigo, nada más.

El legado del imperio español es indiscutible, 500 millones de seres humanos tienen al español como su idioma nativo, siendo la segunda lengua más hablada tras el chino mandarín. Y 1.400 millones de personas se declaran católicos. Lengua y religión son pilares de toda cultura, lo que hace a la cultura española la más extendida del mundo, salvo las originarias de poblaciones hiperpobladas como China e India. Lamentablemente lo políticamente correcto es hablar mal de la lengua, la religión y cultura común, abrazando un indigenismo basado en el desconocimiento cuando no en mera manipulación histórica. Resulta que las costumbres caníbales de ciertas tribus o los sacrificios humanos eran más “civilizados” que expandir el evangelio.

Si Hernán Cortés, Pizarro u Orellana, por citar solo a tres descubridores, fuesen norteamericanos habría películas y series sobre sus hazañas para aburrir. Si fuesen franceses hubiesen tocado la gloria y sus restos estarían expuestos en un panteón de ilustres (panteón que a diferencia de Italia, Francia o Reino Unido no existe en España). Por ser españoles su memoria es mucho menos lucida que si no lo fuesen, aunque lo mismo ha ocurrido con el transcurso de los siglos con otros héroes como Churruca o Blas de Lezo o con los anónimos soldados de la mayoría de las batallas españolas, desde Trafalgar a Cuba o Filipinas, pasando por los propios tercios de Flandes. España no se caracteriza por respetar su memoria y menos por honrar a sus héroes.

Hacernos olvidar la historia, cuando no repudiarla, es, sin duda, una buena herramienta para la manipulación, ya lo decía Orwell con su Ministerio de la Verdad.