Leí a mediados de los setenta la célebre distopía 1984 de George Orwell (1949). La novela me impresionó profundamente, hasta el punto de que nunca la he olvidado ni he necesitado releerla porque recuerdo hasta el último detalle. Además, aunque no tan icónica ni brillante –pasa siempre con las adaptaciones de la literatura al cine—, he visto en dos ocasiones la versión cinematográfica dirigida por Michael Radford, protagonizada por John Hurt y Richard Burton. A pesar de que tanto 1984 como el clásico de Huxley –Un mundo feliz (1932)— presentan innegable paralelismo y común denominador, la de Orwell es la más dura, siniestra y temible de las dos, por estar separadas en el tiempo por una Segunda Guerra Mundial y la consiguiente Guerra Fría entre bloques. El libro de Orwell reduce literalmente a cenizas la concepción de la sociedad que todos hemos visualizado en filmes como Blade Runner, Fahrenheit 451, V de Vendetta, Cuando el Destino nos alcance o La Fuga de Logan.
En lo único en lo que Orwell erró de lleno es en la ubicación temporal de su distopía. Lo de Orwell está ocurriendo ahora. Sí, ahora; no en 1984, sino en 2022, o si adelantamos mínimamente el reloj, en 2030. Y de levantar el pobre hombre la cabeza y salir de su tumba, solo tendría que efectuar, sin tener que modificar en exceso el guion de la novela, una sencilla actualización de la trama, acorde con el signo de nuestra época. Permítanme ponérselo fácil, echándole un poco de ironía y humor.
Déjenme asumir un ratito el papel del protagonista de la obra, Winston Smith. Soy un humilde escribano al servicio del Ministerio del Interior, un juntaletras en el digital Yo sí te creo Gran Hermano, panfleto editado por los departamentos de Abundancia, Amor y Verdad de Eurabia, uno de los tres grandes bloques planetarios –concretamente yo malvivo en Eurabia Sur, en Colaucity, en la desaparecida España— siempre en perpetua alianza de intereses, o en sañuda confrontación bélica cuando la geoestrategia lo requiere, con los otros dos grandes bloques, que son Eurasia Oceánica y USAmérica. Mi trabajo consiste en reescribir, maquillar, retorcer o borrar lo que no conviene de todos los documentos que me llegan cada día por el tubo de transporte neumático de asuntos urgentes del ministerio; ya sea modificar, por orden de Yolanda Díaz, la Cesta Feliz de Carrefive –¡que por fin incluye ocho huevos al mes, una sardina por semana y un bonito estropajo!—, o bien loar los beneficios nutritivos de las lombrices caramelizadas con azúcar y aceite de orujo (de tercera prensada) de Alberto Garzón, que tal y como había adelantado nuestro amado líder ya se distribuyen, porque la economía va viento en popa a toda vela y no corta el mar sino vuela, en bolsa de 75 gramos, porque la de 100 gramos, que muchos creen recordar, nunca existió, que de eso ya me encargué yo.
Toda mi vida discurre felizmente sometida a la sumisión, la obediencia, la renuncia a mis raíces, historia personal y colectiva, lengua materna –antes podía usarla un 25% del tiempo, qué felicidad–, deseos, fidelidad y amor a la matria, creencias y visión del mundo. Y a mil cosas más, como mi convicción en las bondades del plan mundial para reducir la población del planeta a su cuarta parte; a combatir el negacionismo ante la vigésimo quinta ola de la terrible pandemia de Lepra del Mandril de Borneo, que nos extermina como a moscas; y a rebajar cada lustro medio grado la temperatura global, que obliga a cortar la luz siete horas al día. Por suerte mi ánimo está presidido por el retrato del Gran Hermano de la Zona Sur de Eurabia, Pedro Sánchez, cuyas incontables mentiras me encargo de eliminar o convertir en verdades en mi quehacer diario; su rostro cuelga en todas partes, allá donde vaya. Yo incluso lo tengo sobre el cabezal de mi jergón. Y su voz omnipresente y sus consignas emitidas desde los drones que nos sobrevuelan me reconfortan. La que más me gusta es la que dice “No tendrás nada y serás feliz. No olvides que la guerra es paz, la libertad es esclavitud y la ignorancia es la fuerza”.
Cada día, al despertarme, corro a ver si el vecino del chamizo adyacente, un matado más jodido que yo (que conste que yo soy muy afortunado, pues pertenezco al 10% de funcionarios privilegiados) me presta su maquinilla desechable de doble hoja, oxidada y con tétanos. Y luego, ya adecentado, me coloco marcial ante la pantalla. Siempre, a la misma hora, aparece él, mi amado líder, mi caudillo, con su cara de narciso gastaespejos, rodeado de sus ministras marxistas y portavoces. Ayer me pegaron un rapapolvo de cuidado, porque mi huella de carbono está por la nubes, en límites inaceptables –yo me excusé alegando que las alubias caducadas que nos dan me producen aerofagia—, y porque las cámaras de mi distrito me han grabado varias veces mirando de reojo las tetas y culos de las mujeres con las que me cruzo. Siempre olvido que el sexo está prohibido, a no ser que el Ministerio del Amor conceda autorización, y eso que me trago religiosamente la pastilla inhibidora de la libido que el Ministerio de Bienestar Social facilita a la población. También olvido, menudo imbécil estoy hecho, que los lunes toca sentirse binario; los martes, trans-lo-que-sea; los miércoles, poliamoroso fluido; los jueves, abraza árboles; los viernes, genderqueer, y así, día tras día... La verdad es que de no ser por el tatuaje que me hice en el antebrazo siempre me lío y olvido la condición sexual que me toca asumir para ser equidistante, igualitario y respetuoso con el colectivo de las mil letras.
Pero lo cierto es que tengo un problema. Un problema que me obliga a llevar una doble vida. No lo contaré en detalle para no comprometer a otros. Ocurre que de jovencito me caí de bruces en la marmita del LSD, y tragué ácido lisérgico por un tubo, y, claro, lo vi y lo comprendí todo. Debido a eso, y a mi trabajo manipulando la información, sé que todo es mentira, un montaje, una patraña a escala cósmica. Soy por tanto un disidente intelectual que vive pendiente a todas horas de no ser detectado por la Policía del Pensamiento. Pero pese a las precauciones que tomo me embarga el temor de forma permanente. Días atrás, en los tugurios de estraperlo de Colaucity, cambié las albóndigas en salsa –¡qué cosa más repugnante!—, media botella de aceite de orujo colado tras solo dos frituras sin humear, y las compresas ultra finas (que yo no uso) de mi lote mensual por un CD de Frank Zappa descojonándose a mandíbula batiente de Boy George y su Do You Really Want to Hurt Me y la parroquia gay; una casete prohibida de El Fary cantando Torito Bravo; una primera edición en DVD de Gilda no censurada, donde se ve a Glenn Ford propinarle un bofetón glorioso a Rita Hayworth; y un VHS, con nieve y mucha interferencia, pero que se deja ver, de John Wayne zurrando la badana a la chula de Maureen O'Hara. Si me pillan con todo eso estoy perdido. Supondrá mi sentencia de muerte.
De todos modos aún hay algo peor. Mi mayor crimen es haberme enamorado de una tal Julia. Otra disidente. Fue casual, lo juro. La conocí y me confesó que buscaba a Jack's..., bueno, no exactamente a Jack's , pero sí a un hombre hecho y derecho, a un tío de los de antes, con cinturón ceñido y los machos bien atados, sin depilar, y sin vocecita de adamado lánguido. Y ella era tan bonita, tan encantadora, tan noble, tan buena, y tan sexi, que le aseguré que si me aceptaba le cedería siempre el paso, le abriría la puerta, y le pondría el abrigo tras cenar en el Beggars Pizza del barrio; y lo mejor de todo –eso la acabó de convencer—: que subiría yo siempre la bombona de butano hasta el sexto piso, cargaría con el peso, me encargaría de la limpieza, la plancha y el fregoteo diario, y que la acosaría cual ciervo en época de berrea por toda la casa, como si no hubiera un mañana. Los dos nos juramos engendrar y tener descendencia, chico o chica, no importa, pero comme il faut –pijamita azul para él y rosita para ella–, y educarlos “a la antigua”, en absoluto secreto.
Pero ¡ay!... Lo que yo más temía, sucedió. Apenas habíamos convivido unas semanas cuando algún vecino informó de nuestros delitos y nos separaron. No creo que la vuelva a ver. La añoro. Yo llevo dos meses en un campo de reeducación para traidores y disidentes controlado por las despiadadas Jemeres Rojas del Ministerio del Amor. No me permiten dormir. El altavoz de la celda no para de emitir toda la noche consignas... “El violador eres tú, tururú”, “Madre protectora, padre machista”, “Solo sí es sí”, “Yo sí te creo, hermana”, “La familia y las creencias religiosas son un constructo psicológico fascista a erradicar”, “El antifascismo woke es la única democracia”, “No tienes ninguna patria, solo una matria” y “La diversidad de género es más bella que la arruga”. Harto me tienen, harto, pero yo resisto.
Aunque la verdad es que no sé si podré soportar este bombardeo. Me han dicho que Julia, ante la amenaza de ser introducida en la aterradora habitación 101, me acusó de ser un sátiro, de maltratarla y humillarla. Ahora sí que la he jodido bien jodida. Irene Montero en persona me habló ayer a través de la pantalla de la celda, y me dijo que de no abjurar de todas mis miserias, masculinidad y fascismo, seré sometido en la habitación 101 al seminario intensivo (24/7) denominado “Construyendo al hombre blandengue”, que me convertirá en el hombrecillo alelado y pusilánime que el Nuevo Orden Mundial, feminista, ginarquista y misándrico propugna. Y que de no ser eso suficiente siempre quedará la solución final, la más temible, que pasa por la emasculación por prescripción del Departamento de Salud de Eurabia Sur.
Lo siento, de verdad, lo siento... Me vi hablando y escribiendo el resto de mi vida con verbo eufónico, musical, atiplado, en falsete, a lo Farinelli. Y me derrumbé por completo. Lo confesé todo, denuncié a diestro y siniestro, juré lealtad eterna y abracé la nueva fe mundial. Ahora me llamo Loretta, soy lesbiana y espero una hije. Bendita sea la sardina semanal y las albóndigas de Soylent Green.