Las primarias que algunos partidos han celebrado el pasado fin de semana nos han recordado que vivimos tiempos viejos. En vísperas de varias citas electorales, las máquinas de los partidos han iniciado los procesos de selección de sus candidatos y con ellos han aflorado las tensiones y las vergüenzas internas.

En los cuarenta años de democracia nunca se ha abandonado el nombramiento de los primeros candidatos en las principales plazas por decisión del líder de cada partido. Una práctica bastante repetida ha sido la de colocar a los más allegados al núcleo del poder como cuneros, es decir, como candidatos a Cortes extraños a la circunscripción pero patrocinados por el presidente del Gobierno o por la cúspide jerárquica de los partidos nacionales o autonómicos.

¿Cómo justificar esta práctica tan poco democrática? En una reciente entrevista radiofónica, Carlos Alsina le sugirió la extrañeza que le causaba que un ministro vasco afincado en Madrid encabezara la lista del PSOE-A por Cádiz. Marlaska se adelantó a cualquier crítica al hacer público que la primera semana del año la pasa siempre, junto a su pareja y sus tres perros, en una casa de su hermana en Rota. Las razones dadas por Girauta en el Congreso sobre su reconversión de catalán en toledano fueron menos placenteras o, si se prefiere, mucho más vehementes. En el caso de Podemos ha sido errática la bilocación de Julio Rodríguez, tan itinerante y fallida que ha terminado por evaporarse. Ejemplos no faltan en todos los partidos, autonómicos incluidos.

El origen del cunerismo en España se ha relacionar con el desarrollo del sistema canovista de la Restauración (1874-1923), diseñado para favorecer la alternancia en el poder de dos grandes partidos –el Liberal y el Conservador–. Sin embargo, muy pronto surgieron tensiones entre los caciques provinciales y las cúpulas capitalinas. Mientras que los primeros no tuvieron plenamente controlados sus feudos, desde Madrid se hacía el reparto de los escaños por provincia para recompensar favores de diputados de otros distritos electorales. A mayor índice de cuneros menor influencia tenían los políticos del lugar.

La práctica actual del cunerismo es, en cierto modo, un contrapeso al cacicato autonómico, y de éste al provincial. En ese sentido, se ha de entender como un método correctivo que nada tiene que ver con la coacción, el fraude o la manipulación electoral. Decía José Saramago que “esto de las relaciones entre patrón y subordinado es negocio de mucha sutileza, que no se decide ni se explica con media docena de palabras, y es preciso ir a ver y oír dónde está el intríngulis”. La clave de bóveda de este reiterado recurso al nombramiento a dedo de los principales candidatos no es posible encontrarla en la negociación entre las elites políticas, sino en la legitimidad de un modelo basado en la jerarquía, donde aún prevalece el ordeno y mando, tan militar como eclesiástico.

La modernización política y la democracia parlamentaria debería ser incompatible con prácticas cesaristas y con la subordinación de la militancia, sea en partidos de izquierda o derechas. El regeneracionismo democrático ha tropezado una y otra vez con esta imposición de arriba abajo. Las primarias, convertidas en espectáculo, apenas han corregido la cultura política de carácter clientelar basada en el intercambio diádico de favores. No nos ha de extrañar que si un partido político jerarquizado entra por la puerta, la igualdad y la libertad tengan que saltar por la ventana. De ahí que no estaría de más que sus líderes se ahorrasen las aburridas lecciones morales sobre la maldad de sus adversarios, y se atuvieran al programa, a su propuesta de contrato con los ciudadanos, los únicos electores que votando pueden democratizarlos, aunque sea un día al cabo de unos pocos años.