Entraba dentro de mis previsiones escribir esta nueva columna --y a tal fin había tomado numerosas notas-- acerca de algo que me vengo preguntando desde hace muchos días, a la vista de encuestas electorales, de todos los colores, que los medios de comunicación vienen aireando en un momento en que todos los motores empiezan a calentarse y a echar humo en la recta de una campaña realmente importante para todos. Mi pregunta, o mi duda existencial, que he trasladado de forma privada a docenas de amigos y conocidos es la siguiente: ¿qué debe hacer, o cómo deberán proceder, Albert Rivera y Ciudadanos, ante la no descartable hipótesis de que el PSOE gane las elecciones y necesite formar gobierno con ayudas externas, bien sean estables o puntuales? ¿Deben reafirmarse en su rotunda negativa, repetida hasta la saciedad, a un pacto de legislatura con Pedro Sánchez, permitiendo en esa irresponsable dejación la deriva del país --que puede abocar a los socialistas a una nueva coalición con Podemos, separatistas y amigos de la nitroglicerina--, o deben tragarse el “sapo” y facilitar gobierno a fin de evitar un mal mayor?

Valga como respuesta el hecho de que ninguno de los consultados, ninguno, ha querido pronunciarse de forma rotunda a favor de esa posibilidad. El rechazo, ya no tanto al PSOE --porque siempre queda el recuerdo de lo que ese partido fue y representó--, sino a la figura de ese maniquí ególatra de cerebro más pulido que una bola de billar que lo lidera, unido a declaraciones improcedentes por parte de berzotas como Miquel Iceta, llevan a todos a cubrirse la cabeza con las manos y a musitar: “Señor, aparta de mí este cáliz, pero hágase tu voluntad y no la mía”. Sí, ya sé que resulta muy bíblico, pero tremendamente ajustado a cómo lo ven muchas personas ahora mismo. Ahí queda ese asunto. Y ahí lo dejo. Volveré sobre mis pasos en una próxima columna. Prometido.

El cambio de tercio en el contenido de estas líneas viene marcado por las muchas cosas que acontecen en nuestro entorno y que merecen respuestas rápidas, porque la realidad cotidiana, en política, es tan efímera como los castillos de arena en las playas en verano. Intentaré ser sintético. Tres noticias me han llamado la atención. Son dispares. Pero siempre hay un nexo, un mínimo común denominador, que las hermana. Permítanme enumerarlas y comentarlas.

El viernes de la semana pasada dimitió de su cargo en el Secretariado Nacional de la CUP la señora Mireia Boya, alegando haber estado sometida a una insoportable presión psicológica por parte de un miembro del partido que la anuló, maltrató y humilló. Este episodio le ha supuesto a la cupera cargar con una “complicada gestión emocional” que todavía arrastra y que no ha podido superar, reportándole incluso problemas de salud, pese a haberse revestido, a modo de defensa, con “una coraza fabricada a medida”. Todo ese comportamiento agresivo sigue sumiéndola, según cuenta, en un estado de tristeza del que debe salir, porque “las personas y su bienestar son siempre lo prioritario”.

Conteste si es tan amable, señora Boya: ¿sabe o es consciente usted de cuántas decenas, centenares, de miles de personas en Cataluña arrastran a día de hoy irresolubles problemas emocionales y físicos, causados por la ansiedad, tristeza, ruptura de relaciones, quiebras familiares y otros desastres anímicos provocados por su repugnante e infame totalitarismo, que cual rodillo apisonador aplastó derechos, sentimientos, amores, vínculos, identidad y orgullo personal? ¿Lo sabe? Permítame dudarlo. Usted no puede hablar de acoso psicológico, porque usted y los suyos no tuvieron ninguna piedad con los disidentes. No mostraron la más mínima clemencia. Usted y los suyos son acosadores de manual. Se comportaron como paradigma, canon, referente y arquetipo de todo fascista. Lamento que lo esté usted pasando mal, de verdad. Si le cuento lo que sentí yo en mi piel cuando ustedes patearon mis derechos como ciudadano se le caería la cara de vergüenza. Afortunadamente para usted, la vergüenza ni la conoce ni la conocerá jamás. Así que mátese a Prozac. Funciona bastante bien. Y cuando toque usted fondo y entienda lo frágiles, vulnerables, y necesitados de respeto y consideración que somos los seres humanos, vuelva, pida perdón y yo me lo pensaré un buen rato...

La segunda noticia, más lamentable que la anterior, acontecida un día después, fue la manifestación de los votantes de Vox en Barcelona. Muchos menos de los esperados. Normal. Si ser del PP o de Ciudadanos en Cataluña ya roza el colmo de la osadía, ser de Vox, y airearlo con bandera de España al viento camino del mitin, supone la lapidación en plaza pública o el ser fusilado con honores por los todos los trabucaires descerebrados de esta tierra arrasada por la intolerancia. Yo no soy votante de Vox, y mis simpatías para con ellos se circunscriben, como máximo, en la defensa y unidad de un país moderno y democrático como pocos en el mundo. Pero ver a encapuchados de la CUP, de Arran y de los CDR, emprenderla con ellos --sin importar si son mujeres o ancianos--, patearles, vejarlos y abrirles la crisma a pedradas me produce náuseas. Hay muchos culpables en estos tristes hechos. Desde una vergonzosa e infame Ada Colau, que cerró las puertas de un Sant Jordi ya contratado y caldeó los ánimos con sus declaraciones, hasta un Govern que señala para que otros aprieten y aprieten. Cuando hace unas semanas miles de independentistas se pasearon por Madrid, en protesta por el juicio que se lleva a cabo en el TS, nadie les molestó. Ni silbidos ni abucheos. Respeto total y mucha indiferencia, eso sí. Aquí, al “adversario” le abren brecha y lo mandan al hospital, mientras los tontos útiles de toda la vida --ese socialismo pretendidamente “equidistante”, pero rastrero, servil y desnortado-- circulan bailando a ritmo de Queen en su “autobús del amor” por la ciudad. Créanme, o nos apretamos como sardinas en lata, o aquí no cabe un idiota más.

La tercera noticia, y la que me ha llevado a cambiar el rumbo de estas líneas, es leer varios extractos de las declaraciones de Carles Puigdemont al diario bonaerense Clarín, que publican algunos medios españoles. Está claro que un fantoche como él está dispuesto a pagar lo que haga falta con tal de ser entrevistado; poco importa que se trate de Clarín, de una hoja parroquial de Madagascar o del Polar Bear Herald de Terranova. Eso es lo de menos. Lo de más es el daño que causa su incontinente verborrea en la endeble psique de los indigentes intelectuales que le siguen sandalia en mano. Tomen nota, señores, que la frase se las trae: “Declarar la independencia puede ser ilegal, pero ilegal no es delito, debemos ser muy claros en este punto”. Un iletrado como Puigdemont, nacido, en el mejor de los casos, para mantener el dedo índice en alto ocho horas al día mientras un pastelero hinca en él la masa de un donut, no puede entender silogismos tan simples como que ilegal es todo aquello que es contrario a la ley, y que delito es todo quebrantamiento de la ley, ergo ilegal es delito. Es un simple silogismo. En la Atenas de Pericles le hubieran pateado el culo hasta arrojarle al Helesponto. Añadamos, además, que su verborrea –“la declaración de independencia fue válida, hecha por un Parlamento legítimo, escogido democráticamente, y no ha sido rebatida por ningún Parlamento. Eso ya está hecho. La ‘parlamentarización’ de la independencia ya está hecha”— no hace sino hundir aún más a sus compinches de fechorías. Un tonto con mínima dignidad en Japón ya se habría hecho el harakiri.

¿Saben cuál es la síntesis de las tres noticias comentadas? No me extenderé. Con una frase queda todo resumido y ustedes lo entenderán: en el banquillo del Tribunal Supremo son todos los que están, pero no están todos los que son. Más claro, agua. Feliz semana, amigos.