Uno de los déficits democráticos más evidentes --y denunciados-- en Cataluña es la falta de neutralidad de las instituciones y de los espacios públicos. Unas y otros están invadidos por propaganda separatista: esteladas, lazos amarillos, pancartas que hablan de “presos políticos” y de “exiliados”, plazas dedicadas al funesto 1 de octubre… Y todo ello mientras desde las administraciones se promueve sistemáticamente la supresión de símbolos comunes, como banderas oficiales o puntos del callejero dedicados a la Constitución o a la Jefatura de Estado. En definitiva, una clara estrategia para romper lazos con nuestros conciudadanos del resto de España.

El caso es que muchas de estas iniciativas, de claro tinte hispanófobo, son manifiestamente ilegales. Recuerdo, por ejemplo, el enfado de muchos de mis vecinos del barrio de Gràcia cuando la Avenida del Príncipe de Asturias fue sustituida por la Avenida de la Riera de Cassoles. Curiosamente, para promover este cambio, los adalides del “derecho a decidir” no estimaron necesario realizar la preceptiva consulta ciudadana que establece la propia normativa municipal barcelonesa.

En este contexto, el Defensor del Pueblo ha venido reprochando de forma insistente a las administraciones catalanes su falta de neutralidad, y ahora el Tribunal Supremo ha sentado jurisprudencia inequívoca sobre este tema al señalar --en relación con un acuerdo adoptado en 2016 por el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife-- que la presencia de banderas y símbolos no oficiales en las fachadas y en el exterior de los edificios públicos es contraria a Derecho.

Apunta el Alto Tribunal que “no resulta compatible con el marco constitucional y legal vigente y, en particular, con el deber de objetividad y neutralidad de las administraciones públicas, la utilización, incluso ocasional, de banderas no oficiales en el exterior de los edificios y espacios públicos, aun cuando las mismas no sustituyan, sino que concurran, con la bandera de España y las demás legal o estatutariamente instituidas”.  

La sentencia también establece que el acuerdo del consistorio municipal de Santa Cruz de Tenerife que justificó la exhibición de la bandera del Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario, aunque haya sido adoptado por la mayoría de los grupos políticos, excede el marco competencial fijado por Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local. El Supremo deja claro --y esto es nuclear-- que una bandera no oficial no puede representar al conjunto del pueblo canario.

Como era de esperar, nada más conocerse esta resolución, el independentismo entró en cólera, lanzando los habituales exabruptos, que no merece la pena reproducir. Todos sabemos que es frecuente que los separatistas arremetan con saña contra el Poder Judicial, por la sencilla razón de que este tuvo la osadía de proteger el orden constitucional cuando ellos decidieron que podían derogarlo, amparándose, para colmo, en un 47% de los sufragios.

Así las cosas --y teniendo en cuenta que hasta el propio Presidente de la Generalitat ha sido condenado por desobediencia--, es obvio que la referida sentencia solo tendrá efectos si entidades o partidos constitucionalistas, o los propios ciudadanos, vamos denunciando, una a una, las infinitas vulneraciones de la neutralidad de las instituciones que se observan, día a día, en Cataluña.

Es exactamente lo mismo que han de hacer los padres que reclaman una enseñanza bilingüe para sus hijos. La Generalitat jamás adoptará medidas para garantizarla, por más que los tribunales hayan reconocido en numerosas ocasiones que el modelo lingüístico legal en la escuela catalana no es el de inmersión lingüística  --para los castellanohablantes-- sino el de conjunción lingüística.

Resulta inaudito que, en una democracia avanzada, las administraciones no rectifiquen de inmediato sus actuaciones cuando estas han sido declaradas ilegales en sentencias firmes.

Al no hacerlo, los ciudadanos --y tal vez algunas asociaciones y fuerzas políticas de oposición-- hemos de seguir peregrinando por los juzgados para que se nos reconozcan y se respeten, caso por caso, nuestros derechos y libertades. Y mientras peregrinamos, tendremos que soportar que muchos nacionalistas --tantas veces con la complicidad de una supuesta izquierda absolutamente desnortada-- nos digan, como poco, que generamos problemas donde no los hay, que buscamos una guerra de banderas, que porque una sola familia lo pida.

La estrategia es clara: agotarnos. ¡Y vaya si funciona! Basta observar el continuo éxodo de catalanes y el silencio de tantos otros.