En estos últimos días Manuel Valls ha alzados dos veces la voz. Algunos dirán que de forma intempestiva y oportunista, pero desde luego ha revelado un estado de vigilia para aprovechar la ocasión cuando se presenta; lo cual no es oportunismo, sino oportunidad. Y está relacionado con el carácter de un hombre político. Político, en el sentido noble del término. En las dos ocasiones, las torpezas ajenas han servido para que Valls redefiniese qué es “normal” y qué “inaceptable”, plantease cuestiones de principios y confirmase que está en posesión de un atributo muy valioso: la seriedad. No es uno de esos rufianes que fundan repúblicas de diez segundos y se quejan de que les espía James Bond en patinete. Más que una idea de orden, Valls representa una idea cartesiana de la seriedad.

La primera de esas dos voces la dio al oponerse a cualquier apaño o componenda con Vox en Andalucía y sugerir un gran acuerdo entre las fuerzas demócratas --Ciudadanos, PP y PSOE-- para proteger el Estado de los que él llama “nacionapopulismos”. O sea de Vox, Podemos y los nacionalistas. Precisamente uno de los ejes de su campaña para la alcaldía es identificar a Colau con el Tete Maragall como dos caras de la misma moneda falsa. No le harán caso, desde luego, pero la gente siente que está en lo cierto.

La segunda voz la dio el pasado domingo en la cena del premio Nadal, cuando un nacionalista al que le dieron el premio Pla (“¡Si el pobre Pla levantase la cabeza!”, dijo Valls) se puso a elogiar a los golpistas presos, entre el alborozo de algunos comensales y la indiferencia y cortés pasividad de otros. Valls no es pasivo ni sumiso --de casta le viene al galgo: su padre, el famoso pintor Xavier Valls, también tenía por costumbre decir lo que pensaba sin pedir permiso--, y dijo en voz lo bastante alta para hacerse oír que aquello era una vergüenza, apostrofó a Artur Mas, que se sentaba en la misma mesa --“Mas, tú tienes la culpa. ¿Y qué pasa? ¿Nadie va a decir nada?-- y reprochó a la delegada del gobierno su pachorra efectivamente humillada.

Si el agraciado con el Pla (¡pobre Pla!) tiene la descortesía de emitir mensajes discutibles que pueden molestar a los invitados, éstos también tienen el derecho, y hasta el deber cívico, de discrepar. Es cuestión de democracia. Tiene pues razón Valls, estuvo muy oportuno: lo raro, lo enfermizo en la sociedad catalana desde que Pujol se hizo con el poder, ha sido el silencio, esa mansedumbre de vírgenes aquiescentes que bajan la cabeza y soportan las afrentas del poder y de sus lémures, y así se llega a un estado de cosas en que nos parece “normal” que un tonto nos adoctrine la cena. Precisamente pronunciamientos como el de Valls en la cena del Nadal contribuyen a redefinir lo que es “normal” y lo que es “raro”, “escandaloso” o “inapropiado”. Nos invitan a dejar de resignarnos ante lo que en realidad es inaceptable. Una prueba del acierto de Valls es que ayer los órganos de agitprop del régimen no hablaban de otra cosa, y al mismo tiempo se lamentaban de ser incapaces de ningunearle, se dolían de hacerle gratis la propaganda de su aborrecimiento. Saben que llamándole “fracasado”, y “loser” contribuyen a hacer posible su éxito.