Haití es uno de los países más desdichados del mundo. Fue exprimido a fondo por la Francia colonizadora, invadido y dominado por los Estados Unidos, que luego ampararon a la estirpe de los Duvalier, déspotas sin escrúpulos, verdaderos ogros pero, según Washington, bastiones contra el comunismo. Es un país social, políticamente y administrativamente desarticulado, hasta el punto que no se sabe a ciencia cierta si el número de víctimas del terremoto de 2010 fue 100.000 o 300.000. La misma diferencia de estas cifras es elocuente. 

En julio de 2021, el presidente Jovenel Moïse fue asesinado por un grupo de mercenarios colombianos, sin que hasta la fecha se sepa quién los contrató. Su sucesor, Ariel Henry, se fue de la isla después de ser también él objeto, el 1 de enero de 2022, de un atentado a la puerta de la catedral de la ciudad de Gonaives donde una ceremonia religiosa conmemoraba el aniversario de la independencia de Haití. El país está a la espera de la implementación del Consejo Presidencial de Transición que debe elegir un primer ministro y preparar el camino para la celebración de elecciones presidenciales. Cuando esta institución esté en marcha, Henry abandonará el poder, según él mismo anunció. Con los precedentes citados, a ver quién es el guapo que quiere ser presidente. De momento, el miserable y desabastecido país está en manos de las bandas armadas criminales, en enfrentamientos cotidianos con las fuerzas de la policía.

Según leemos en un informe de la CNN, la crisis de hambre no tiene precedentes. Los campos de cultivo están abandonados porque los agricultores están aterrorizados ante las pandillas, que saquean las cosechas y matan a quien oponga resistencia. Los suministros que llegan del extranjero no tienen oportunidad de llegar a los mercados o a los centros de distribución, porque son interceptados y robados. El mes pasado, una terminal de contenedores de alimentos importados fue atacada y saqueada. “Un contenedor de Unicef que transportaba artículos esenciales para la supervivencia de los recién nacidos y sus madres, incluidos desfibriladores y otros suministros clave, así como equipos de agua, también fue asaltado”. En la capital aparecen por todos los rincones los cadáveres de ciudadanos asesinados. Como en la Ucrania del “Holodomor”, reducida a la inanición por Stalin, se dan casos de canibalismo.

En fin, si hay un caso ejemplar de Estado fallido, ése es Haití. Pues bien, en este contexto de caos pavoroso, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, se ha ofrecido a imponer allí la ley y el orden, como ya ha hecho en su propio país, con resultados espectaculares, aunque, eso sí, a costa de la pulcritud democrática, de violentar los derechos humanos de los delincuentes y de algunos inocentes que han sido confundidos con aquellos y comparten su desdicha… y de disgustar a los observadores de Human Rights Watch y de otras organizaciones internacionales.

Sí: ése es el precio real que han tenido que pagar los ciudadanos salvadoreños para tener por fin derecho a pisar la calle sin temor a ser extorsionados o asesinados por algún grupito de jóvenes profusamente tatuados y armados. Es repugnante, ciertamente, el tratamiento que se tributa en El Salvador a los pandilleros –hombres surgidos de la miseria, que en la mayoría de los casos probablemente no tuvieron nunca otra opción para sobrevivir que integrarse en la delincuencia-, hacinados y humillados en megacárceles… pero el Estado se ha salvado, la ciudadanía está encantada con Bukele y a partir de la sólida institución del Estado se puede dinamizar una sociedad funcional, operativa, e imponer una democracia verdadera, no sólo nominal.

¿De qué sirven, en efecto –por ejemplo a México, otro Estado fallido, de hecho un narcoestado- la legalidad de los partidos políticos, la celebración de periódicas elecciones, los discursos, los debates, las formas canónicas de la democracia formal… si los periodistas son asesinados, los cuerpos de seguridad corrompidos, la vida del ciudadano no vale nada y el Estado está en poder de las mafias? ¿Qué libertades públicas son esas, y para qué rayos sirven?

La oferta de Bukele –exportar a Haití su sistema, de éxito probado, para acabar con las bandas criminales— es de muy improbable implementación; pues, en primer lugar, para ponerse a la tarea el presidente salvadoreño pone las condiciones de que la ONU y el Gobierno haitiano lo avalen, y además paguen los gastos que costará su plan de salvación. 

Pero no sería de extrañar que, allá donde se halle refugiado, tomando sedantes para superar el trauma del atentado al que sobrevivió, Ariel Henry paladease la fantasía de telefonear a Bukele y decirle: “¡Hagámoslo, Nayib!”