Contra la transmisión del virus en los transportes públicos, las autoridades sanitarias recomiendan silencio. De hecho hablar con la mascarilla puesta no es tan apetecible --la tela es como una mordaza--, y además se incita a los pasajeros a suspender las conversaciones, o por lo menos reducirlas en la medida de lo posible. Efectivamente, al hablar, sobre todo en voz bien alta, como gusta a las poblaciones sureñas, se tiende a expulsar con más fuerza los temibles “aerosoles”, con su funesta carga vírica.

Si siempre ha sido fastidioso el compañero de autobús, de metro o de AVE, que para entretener el viaje habla con su pareja en voz muy alta, o despacha innecesarias conversaciones telefónicas con sus colegas, con sus empleados o con los miembros de su familia… ahora, con el temor al virus flotando por todas partes, la agresión de la voz ajena gritando “Maribel, ¿ha hecho ya las llamadas que le dije?”, o bien “Sí, cariño, mira, de primero hemos comido paella, que estaba así-así, y luego nada, de segundo un bistec… ¿De postre? Pues yo he tomado flan, y Chema tarta al whisky… No, no, descuida, nos estamos portando muy bien, hemos bebido agua, solo agua”, y cosas parecidas… esa agresión cerebral, decíamos, despierta los instintos asesinos del respetable.

¡Cuánta carga vírica en esas tonterías pronunciadas a voz en grito! No hay sintagma más odioso que éste cuando lo pronuncia un desconocido que se sienta en la butaca de al lado:

--“Y entonces, yo le dijeeeee”…

Por casualidad, estamos saliendo de ese mundo ruidoso y gritón. Se reduce el tráfico, y crece el silencio en las ciudades (París, Londres,  Roma, etc.), como consecuencia lateral y bienvenida del virus. El que pasee por la noche por el desierto de las calles siente que vive en una ciudad fantasma o lírica.

En Barcelona, la concejala Janet Sanz --¡bendita sea!-- procura cerrar al tráfico rodado, en beneficio de los peatones, de los ciclistas silenciosos y de los demás transeúntes silenciosos, docenas o cientos de calles: esto, que tanto solivianta al RACC (entidad que tiende a pronunciarse como si fuera una ONG benéfica, aunque sus intereses objetivos están en los beneficios económicos del aumento de la circulación de coches, del ruido y de la contaminación), acaso no reduzca la proporción de agentes tóxicos en la atmósfera de nuestras calles (pues el tráfico desviado de unas transitará por otras), pero desde luego amortiguará el estridor en algunas.

En realidad para las nuevas generaciones la posesión de un automóvil ya no es una opción: demasiados impuestos, gastos, molestias y mala conciencia ecológica… Para recuperar a esa clientela perdida las grandes empresas automovilísticas preparan para el año entrante la irrupción de modelos más autónomos de coches eléctricos. Eléctricos y silenciosos. Esto también redundará en una mejora de la salud ciudadana (dejando para más adelante el incómodo problema de cómo generar tanta electricidad sin recurrir a la energía nuclear) y del silencio.

Un reciente estudio de la OMS calcula la estrecha relación entre el ruido y numerosas enfermedades, entre ellas las cardiovasculares y metabólicas, los partos prematuros, los procesos neurodegenerativos, la obesidad, la depresión, la tendencia al suicidio...

El ruido produce la atávica reacción cerebral a la presencia de un peligro, ancestralmente asociada al ruido: es la secreción de Cortisol, que ayuda a salir corriendo para escapar del peligro, o encararlo con más energía, quemando en ese proceso el exceso de esa hormona. Ahora bien, en la vida moderna el ruido, ya no asociado en realidad a la presencia de un peligro de muerte sino solo al susto, provoca la misma secreción hormonal pero no su eliminación subsiguiente del circuito sanguíneo, ya que en realidad no hay que salir huyendo ni afrontar una agresión física. Así los niveles de Cortisol aumentan en el organismo, provocando, según la OMS, efectos secundarios indeseados, como el debilitamiento del sistema inmunológico, el aumento de la frecuencia cardíaca y la presión arterial, el aumento de glucosa, y otros que son respuestas al ruido y explican la relación de éste con el aumento de enfermedades cardiovasculares y respiratorias.

Sobre este tema es recomendable escuchar las explicaciones de Julio Díaz, jefe de Epidemiología de la Escuela Nacional de Salud, en la Red.

El ruido de la ciudad provoca un número enorme de muertes. Por consiguiente, bienvenido sea el nuevo silencio. Como decía el lapidario lema de Siniestro Total estampado en tantas camisetas: “EN BENEFICIO DE TODOS, CÁLLESE, SEÑORA”. Único beneficio colateral del virus: el ruido del mundo se atenúa y con él su impacto en la salud de la comunidad. Si además nos podemos ahorrar al bocazas que grita “Mariví, ¿ha hecho las llamadas que le encargué?”, y al pelma del “Vamos por Zaragoza, llegaremos a las diez. Sí, tal como te dije hace un rato”…, pues miel sobre hojuelas. Y si además llegamos, vivos, sin contagiarnos y sanos, con rosados pulmones, a la distribución de la vacuna… pues todo eso que tenemos ganado, ¿no?