“La luz de tu belleza de princesa / brilla en la eternidad de este momento; / princesa del horror de ser princesa”. Este es el terceto final del famoso soneto combinatorio de Cirlot, que por cierto, muy oportunamente citaba meses atrás Savater con motivo de no sé qué acto público de la infanta Leonor.

Efectivamente, hasta lo más alto y destacado es también trabajoso, y es un horror, tanto como un honor, el hecho excepcional de ser princesa (salvo en la Rusia zarista, donde príncipes y princesas los había a patadas, a juzgar por las novelas de Tolstoi). Me pareció que estuvieron espléndidas y llenas de naturalidad y de gracia las dos princesas, el otro día, cuando vinieron a dar no sé qué premios, fueron a Figueres para visitar el museo Dalí, donde saludaron con evidente alegría y estrecharon las manos de la gente que se había acercado a las vallas a verlas y vitorearlas, y luego escuchaban las explicaciones de Montse Aguer, la directora de los museos dalinianos, que les explicaba las cosas más relevantes del Teatro de Figueres.

Los niños le gustan a todo el mundo, salvo a los esaboríos y amargados. También es verdad que algunos niños son unos cabroncetes de la piel del demonio, pero en general tienen una ingenua disposición a la alegría y una gracia especial que los hace fascinantes. Por lo menos durante un rato. Las niñas suelen ser, además, más modositas y contenidas, y por eso gustan todavía más. Y si además son princesas, no te digo.

Esa disposición a la alegría se veía en las hijas de los Reyes.  Ahora bien, era la suya una gracia, por decirlo así, de final de infancia y que está a punto de desaparecer, porque las dos hermanas están entrando en la adolescencia, cuando la vida empieza a no ser tan continuamente mágica y en cambio las responsabilidades se hacen más presentes y pesadas. Se entra en la edad de las preocupaciones. Por eso hay tanta gente que tiene mitificada su propia infancia...

Y también en el caso que nos ocupa, empieza a verse el lado sombrío de la privilegiada posición en la vida, y en el mundo: es la rareza continua, “el horror de ser princesa”, que gente un poco elemental o envidiosilla cree que es sólo un chollo o una injusticia clamorosa. Pero ahora no entraremos a debatir eso, cada cual que piense lo que quiera.

Sólo señalaré, desinteresadamente y sin ánimo de convencer a nadie de que mi posición es la acertada y mejor, que, por mi parte, como la mayoría de la gente, estoy a favor de la excepcionalidad, de las casualidades asombrosas, de los billetes de lotería premiados, de los reencuentros que parecían imposibles, de los Pelayos que reventaron la banca de Montecarlo... y de las princesas (salvo precisamente las de Mónaco, que no son de verdad sino una parodia inventada por Paris-Match). Me gusta la literatura.

Viéndola tan joven a Leonor, el otro día, y tan bien acompañada por su hermana, me dio por pensar que serán vanos los esfuerzos difusos por derribar el trono; y, como a su padre, Felipe VI, salvo que ocurriese una catástrofe, le quedan todavía por delante varias décadas de ser rey, ella será reina cuando yo ya esté muy viejo o incluso haya muerto. E incluso --¡qué cosas!--, si llega a ser longeva, será reina durante muchísimos años después de que yo ya no esté aquí.

Bueno, me resigno a eso.

Puedo imaginarla como una reina centenaria --en el futuro será muy habitual llegar a esas edades--, viejecita y arrugada pero pulcra, como ahora la Reina de Inglaterra, en su salón preferido del Palacio Real o de la residencia que más le guste, pidiéndole a su camarero de confianza que le prepare un gin tonic.

Por la ventana luminosa verá los árboles de un parque y el vuelo de vencejos o golondrinas; y al fondo verá pasar al viejo jardinero, un hombre feliz porque se le habrá permitido no jubilarse pese a haber cumplido de sobras la edad legal, y mantener ese empleo agradable, entretenido y segurísimo (con contrato indefinido, quince pagas, y en Navidad una cesta desbordante de turrones, botellas de cava y cosas), yendo y viniendo con su rastrillo y su regadera de oro…

Por supuesto, para entonces a ella ya sólo le quedará de la infancia un recuerdo vago, seguramente habrá olvidado la visita del año 2022 al museo Dalí de Figueras, que al fin y al cabo ha sido intrascendente; y sabrá, como nosotros sabemos ahora, de qué va este negocio de la vida, e, igual que nosotros ahora, a nadie dirá nada sobre el tema.

Si acaso, al camarero le dirá: “Ya, no le eches más, Alonso, que acabaré piripi”. Y esa niña a la que vimos el otro día mirando encantada las cosas de Dalí (y que, como antes su padre, encarna la idea de la continuidad de la España democrática), irá dando pensativos sorbos al gin tonic, pensando en alguno de sus achaques, en el hijo o la hija que la sucederá, y en sus difuntos padres, en cosas borrosas que vivió con ellos, décadas atrás, en los tiempos del pasado entre los que se inserta como un día más el día de hoy.