Entonces –años 90– yo colaboraba con El País y Alex Martínez Roig, que dirigía el dominical, me envió a Bilbao a entrevistar a Ardanza para que hablase del flamante centro de arte Guggenheim, que fue una novedad voluminosa, aparatosa y resplandeciente que tenía tal éxito publicitario que hasta atraía a turistas a la ciudad, de la que aún no se había retirado el característico sirimiri, hoy perdida seña de identidad de la urbe.
Ante tan logrado lavado de imagen –de la ría y del Bilbao donde campaban los asesinos–, cada autonomía pujó por imitarlo (en las instituciones corría el dinero a raudales), todos los presidentes y alcaldes querían un gugen y así surgieron como hongos por toda España unos adefesios muy considerables, firmados por vacas sagradas de la arquitectura internacional. Colosales catafalcos que supusieron un despilfarro fabuloso de fondos públicos y que hoy languidecen (véase el réquiem que les tributó Llàtzer Moix en Arquitectura milagrosa, Anagrama 2010).
El caso es que, para ir a Vitoria, donde está Ajuria Enea, la sede del lendakari, tuve que acreditarme en un edificio oficial de Bilbao, sede de diversos organismos autonómicos, y el papeleo llevó algún rato. Luego, buscando la salida me perdí por los pasillos. Una puerta se abrió a lo lejos, se asomó un funcionario, me preguntó: “¿Es usted el de El País?”, y me invitó a entrar en su despacho. Una vez cerró la puerta a nuestras espaldas me explicó, muy nervioso, casi temblando de rabia y de excitación, en voz baja, casi en susurros, que él era un lector de “mi” diario, aunque a escondidas, naturalmente, y estaba afiliado al PSE, y que todos aquellos hijos de p… que le rodeaban eran nacionalistas y que si pudieran leerle el pensamiento se le caería el pelo, etcétera.
Vamos, que el hombre se desfogó. Me dejó impresionado. Ya con mi acreditación fui a Vitoria, y en Vitoria a Ajuria Enea. Era un palacete en un verde jardín, de fachada fantasiosa e interior pulquérrimo, con carpintería maciza y salones lustrosos, oscuros, quizá porque fuera estaba lloviendo. Me desagradaba profundamente aquel ambiente convencional y riquísimo, pues mi gusto es otro y el fasto me parecía delatar una vida espiritual ordinaria y convencional. En efecto, Ardanza me pareció un burgués orondo, de libro. Cosa que yo detestaba. Pero es que entonces era viejo, soy mucho más joven ahora.
Como era mi deber, le pregunté por el gugen y me respondió: “Mire, cuando vinieron los americanos con este proyecto no me convencieron, la verdad, porque yo, el arte de hoy, no lo entiendo, qué le vamos a hacer, no me gusta. Yo lo respeto, ¿eh? Pero a mí dame un zuloaga, a mí dame un arteta, dame un iturrino, y vale, ahí sí, me gustan… pero estas cosas modernas… la verdad”.
“Ahora bien –continuó Ardanza–, entonces me dijeron que en el hall se podrían hacer reuniones de empresas, cenas de corporaciones, desfiles de moda, encuentros profesionales… Y yo me dije: hombre, esto ya es otra cosa, esto ya me gusta, esto puede dar un rendimiento económico, un servicio al tejido empresarial…”.
En los años siguientes eché algunas risas con los amigos imitando la voz satisfecha de Ardanza y su filisteísmo de manual, pero entonces era más viejo, soy mucho más joven ahora, y entiendo que aquel tipo bien alimentado, bien trajeado, limpio como un bebé, en su entorno neuróticamente pulcro y reluciente, en realidad no tenía necesidad alguna de sentir interés y tener conocimiento del arte contemporáneo; en realidad, de todos los políticos que yo recuerde sólo estaba al día, despierto en este sentido, el presidente francés Pompidou. No tenía Ardanza otra obligación que ocuparse de las finanzas de su gente, a la que por cierto el arte le importaba bastante menos que sus piscinas, y regañar de vez en cuando a los asesinos vascos, que los había a espuertas, con miles de cómplices. Como el sirimiri, una peculiaridad local.
Menciono las piscinas porque un factor decisivo para que los directivos neoyorquinos del Museo Guggenheim se decidieran a instalar su sucursal en Bilbao fue un vuelo en helicóptero que hicieron sobre el País Vasco. Desde allí arriba vieron la profusión de rectángulos azules de las piscinas de los chalets, de los pueblos, de las urbanizaciones. Piscinas, piscinas y más piscinas. Y ante esa visión de azules comprendieron que allí había dinero y por consiguiente el museo era viable. Aquellos vascos pagarían, y todos contentos.
Ardanza como político subscribió el benéfico “pacto de Ajuria Enea” que aislaba políticamente a Herri Batasuna, o sea ETA, y que luego desmontaría su sucesor Ibarretxe con su malhadado “Plan”. Bien, aunque como persona Ardanza no podía interesarme menos. Seguro que tenía mujer e hijos y los quería mucho. Seguro que el ejercicio del poder no le había alejado de su círculo de amigos de siempre, con los que comía periódicamente en un txoco cocochas de merluza al pil-pil y otros ricos guisos. Un buen tipo, un padre de familia ejemplar, un valor sólido, un pilar de la sociedad. No podía importarme menos. Pero, como he dicho, entonces yo era más viejo.
Qué tiempos. Un aspecto interesante y acaso un poco olvidado del éxito del Guggenheim es que para el día de la inauguración ETA, cuyo caudillo Josu Ternera hoy zascandilea por París y toma martinis en la terraza de su bistró preferido, organizó un atentado (bomba en una jardinera) con el objetivo de matar al rey Juan Carlos, que asistiría a la ceremonia. El comando fue interceptado y el atentado fracasó, pero uno de los etarras le pegó un balazo a un agente de la ertzaina al pie mismo de Puppy, el perro hecho a base de flores, de tamaño colosal, obra de Jef Koons para la puerta del museo. El pobre chico quedó malherido y sufrió una agonía prolongada. A través de la pantalla de televisión oímos sus jadeos y vimos sus estertores, escena pavorosa de la que el recuerdo más sensible, creo, es el que le tributó un poema de Iñaki Ezkerra: “… Siente que se le fuga la vida por una metáfora/ de la eternidad, por un truco arquitectónico/ que acerca el cielo al techo del museo/ y es repentino atajo hacia el trasmundo./ Una grave ilusión óptica/ más fatal que su bala quemándole en el pecho…”.
Desde entonces asocio el Guggenheim a su bautizo en sangre. Más que de Ardanza mismo, de quien me he acordado con frecuencia, por el motivo que ahora explicaré, es de aquel funcionario socialista que me abordó en un pasillo kafkiano. Años después, en la Barcelona del procés, impartí una conferencia en un centro del ayuntamiento y para cobrarla tuve que presentar documentación exhaustiva y hacer papeleo en la Virreina. Qué sorpresa cuando un funcionario que había oído mi nombre me llevó a un despacho y allí, a resguardo de oídos indiscretos, me dijo que era subscriptor de El País, que me leía, y que votaba socialista, pero en La Virreina tenía que ocultarlo porque si se llegase a saber…
Claro que, a diferencia de los vascos, los nacionalistas catalanes no matan, pero aquella situación idéntica me dio qué pensar. En fin, recuerdos, polvo del tiempo, nada.