Antonio Cabrales es un catedrático en la universidad Carlos III y un economista prestigioso, según dicen. El PP lo había propuesto para ocupar una plaza en el consejo del Banco de España, pero luego le ha presionado para que renuncie –como así ha hecho—, al descubrirse que en su día firmó, con Mas-Collell y otros académicos en la órbita del nacionalismo catalán, una carta de apoyo a la prófuga Clara Ponsatí, dirigida al rector de la universidad escocesa de Saint Andrews.

Es un caso de error interesante. El señor Cabrales había sido colega de Ponsatí y de Mas-Collell (este asimismo abajofirmante de la carta) y ya suponemos que no es un lazi como ellos dos, pero debió de pensar que la amistad o el colegueo pasa por delante de la lealtad al Estado, y que firmar esa carta no tendría consecuencias. Pero ahora ha constatado que sí las tiene, sí tiene consecuencias. No diré que la responsabilidad comience en los sueños, pero desde luego la firma no es un garabato insignificante, sino que compromete. Me complace pensar que el señor Cabrales puede vivir perfectamente feliz lejos del Banco de España, y que ha aprendido, de forma incómoda, una útil lección: scripta manent.

No me atrevería a darle un consejo que no me ha solicitado, pero se lo doy a los lectores: a no ser que se trate de una cuestión de vida o muerte, no firmen nunca ningún manifiesto, que es por definición un documento pugnaz, afirmativo, divisivo, confrontativo, no suele servir para gran cosa y te amontona en un rebaño de abajofirmantes que a lo mejor no todos te caen bien. Yo hace años ya que tomé la decisión de no firmar nada que no haya redactado yo mismo. Salvo excepciones como el contrato de alquiler de mi piso, etcétera, pero créanme que en esos casos lo hago a regañadientes, también preferiría haber redactado yo el documento. Imponiendo mis propias cláusulas y condiciones, no las que otro tenga a bien imponer. Y aún diré más: incluso los textos que yo mismo, en determinado estado de ánimo, he escrito, gustosamente me hubiera abstenido de firmarlos, una vez instalado en otro estado de ánimo.

Un caso contrario, diametralmente opuesto a esta determinación mía de no ser nunca abajofirmante, es el del eminente antropólogo y buen escritor Julio Caro Baroja. Según es leyenda, él lo firmaba todo. Cuando se acercaba el referéndum sobre el ingreso de España en la OTAN, una plataforma de partidarios del NO envió a su casa de Vera a uno de sus miembros, amigo personal de don Julio Caro, para pedirle la firma para el manifiesto. Y él firmó, cómo iba a negarle la firma a un amigo. Pero al día siguiente llegó otro amigo, con un manifiesto a favor del SÍ, y también este lo firmó.

¡Estaba a favor y en contra de la OTAN! ¡Qué hombre tan sabio! Sabía que todas las decisiones tienen sus luces y sus sombras. Apostó al rojo y al negro: así por lo menos acertaba al 50%, y de paso complacía a dos amigos. ¿Hay algo más bonito que eso?, debió de pensar.

Claro que al trascender la noticia algunos no se lo tomaron a bien. Se sintieron engañados. Se lo reprocharon. Se quedaron disgustados, pensando que no les había tomado en serio. Su amistad se resintió, durante algún tiempo.

¿Qué le vamos a hacer? Hay gente tan sectaria que no le basta que firmes su manifiesto, además exigen que no firmes el manifiesto contrario. Gente que no entiende de matices hay mucha. Por eso, insisto: absteneos de firmar manifiestos, negaos a ser abajofirmantes, que solo trae prejuicios.