Llegué a la convicción de que un mundo mejor no hay que ir a buscarlo muy lejos, sino que está muy cerca: en la piscina.

Ya lo sabían los niños, que después de superar los terrores de aprender a nadar tanto la disfrutan, ahora, en verano. Y lo saben, desde siempre, los burgueses, que en cuanto empiezan a serlo, para ser conscientes de que han hecho fortuna, lo primero que consiguen es una piscina.

Luego, si acaso, en caso de mayor prosperidad, ya vendrán el yate y el avión privado. Pero ya verán que no es lo mismo, ya verán que esas cosas post-piscina tienen un agridulce sabor de decepción. Como un día me dijo, pedantuela ella, Vicki:

--¿El yate? Bah, ¡con lo esclavo que es!

En cambio, la piscina. Acequia o lago. Reflejo del cielo. Es el primer objeto del deseo de la vida fácil.

Yo, que me he exiliado de la piscina de mi club --los motivos no vienen al caso--, no pienso más que en ella. Supongo que algún día volveré. Estoy casi seguro de que disfrutaré de una segunda oportunidad en esta vida. Nadaré otra vez cada día. Y no voy a tardar mucho.

Para comprender la magia de la piscina no hace falta recordar a nuestros remotos antepasados penosamente anfibios; ni nuestra propia vida intrauterina. Basta con ver otra vez esas imágenes hipnóticas, publicadas el miércoles, en que Anita Álvarez, campeona de natación, ha sufrido un desmayo y flota, desvanecida, floja, blandamente, desasistida de todo, con los largos brazos abiertos, por el fondo de una piscina, como desplazándose hacia las puertas del Hades.

Es una piscina de competición, una piscina olímpica, y ahí abajo, en el fondo del agua, se mece su elegante cuerpo de sirena...

...hasta que, proyectada por un fogonazo de su inteligencia, irrumpe en el cuadro, nadando con determinación, decidida a rescatarla, a salvarla, la vigorosa figura de su entrenadora, Andrea Fuentes. Que ha tenido la atención y la inteligencia (es casi lo mismo) de vigilar lo que pasaba ahí abajo. Que la sujeta, la arrastra a la superficie y, en fin, la salva.

Y todo esto en la banalidad del campeonato mundial. En un mundo lento, y azul, más azul que el cielo en Las lanzas de Velázquez.

Imagen de un mundo sublimado por la piscina. Por no hablar de ese cuerpo femenino de Anita en bañador, reluciente de agua, desmayada como Santa Teresa en el éxtasis de Bernini o como el Cristo en la Pietá de Miguel Ángel, y que vuelve triunfalmente de la muerte, de la piscina. ¡Viva!

En fin, que ha llegado el verano, y será ardiente. Atentos a las insolaciones. Cada cual se buscará su piscina, su íntima, telúrica verdad, su versión de la dicha.