Templanza. El juez García-Castellón dictó su penúltimo auto sobre la implicación terrorista de Puigdemont el mismo día en que la ley de amnistía llegaba al Congreso para estrellarse contra la torpe errabunda de Junts. Y mientras la ley dormía el sueño de los justos, el magistrado dictaba su último auto; esta vez, el instructor busca en Suiza al diputado Ruben Wagensberg, un austracista a fuer de soberanista, hombre de linaje científico, sobrino de Jorge Wagensberg, judío askenazí de origen polaco y poco partidario de las ventas taurinas.
Los cuadros descontentos de Junts no hablan en público, pero en privado cantan La traviata. Están hartísimos de aguantar al líder carismático rodando de país en país; el hombre de flequillo gatuno, dotado de una agilidad digna del Macaco de Berbería, que estos días hemos visto saltando zaguanes y tejados en La Línea de la Concepción, tras escaparse del Peñón.
El catalanismo a secas despierta lejos del procés. La gente se cansa de tanto trajín, especialmente si los de Jordi Turull y Laura Borràs acaban perjudicando a centenares de ciudadanos que colaboraron con los indepes y que estaban –y siguen estando– a punto de beneficiarse de la gracia. Toda la actividad política gira en torno de la amnistía. García-Castellón se muestra rápido de reflejos en el momento de adecuar sus dictados a la evolución legislativa de los nuevos pactos, como hizo en su penúltimo auto con las enmiendas de Junts. Ahora, el Gobierno toca los hilos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para impedir que los tribunales prejuzguen al expresident o que la ley, una vez tramitada, se encalle en las salas de justicia de la UE, especialmente en el Tribunal de Luxemburgo, el único dotado de facultades jurisdiccionales, que puede emitir condenas vinculantes.
Sobre el circo de la justicia sobrevuelan los autos, las peticiones de extradición, las detenciones, la aplicación de la amnistía o lo que sea. Es la guerra procesal sin cuartel donde todo transita con la rapidez del macaco gibraltareño, saltando de terraza en terraza. Y, de repente, todo se detiene cuando un juez eterniza una instrucción –Castellón lleva casi seis años con el sumario Tsunami– y la “retoma a conveniencia, en función de la coyuntura política”, como dicen los socialistas.
El Gobierno incorpora dos cambios a la ley de amnistía: una modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que permita diferenciar entre los desórdenes agravados y el terrorismo; y una segunda consistente en limitar el tiempo de los sumarios sometidos a instrucción. Pero, inopinadamente, palo de la junta de fiscales del Supremo, que dice que señala que Puigdemont debe ser investigado por delito de terrorismo. La magistratura es ya el primer poder, por delante del legislativo y del mal llamado cuarto poder, los medios.
¿Nos libraremos algún día de una vez de las exigencias de Junts? Soñemos en el utilitarismo de Jeremy Bentham cuando, dirigiéndose a los españoles, proclamó “libraos de ultramar”, porque no existían los Dorados de Lope de Aguirre en cuya persecución la Corona se fue dejando pelos en la gatera y plumas de pavo real en los caminos. Bentham temía por la Constitución liberal de Cádiz y con razón. A nosotros nos toca ahora librarnos de Puigdemont y anhelar una buena autonomía, que es lo que mejor funciona, pese a lo que diga el reformismo en repliegue de ERC, mezclando el referéndum con la identidad quebecois. La confusión entre nabos y coles es la clásica aliteración nacionalista, origen de tantas lamentaciones.
La amnistía para todos ha sido más fugaz que Zorra, el título de la canción que resignifica la palabra bien acogida por Eurovisión, en un clamor de hilaridad y deseo de romper las amarras de la salmodia puritana. Y sí, el feminismo ofrece a la sociedad el esplín de la felicidad; desacompleja, libera al machito de su pertinaz donjuanismo y destierra al adanismo del solo sí es sí. Es un combate preciso que adopta la belleza del teorema matemático y evita las confusiones.
Después de apretar sin mesura, la derecha soberanista catalana se queda sin premio. A Puigdemont se le acaba Waterloo, pero le queda la Osborne House, la isla del otro Gibraltar británico, donde el mar se amansa contra los altos farallones.