Las desgracias nunca vienen solas y en Cataluña se nos acumulan. Desafortunadamente, la tormenta no es climatológica, pluviométrica, sino sociopolítica y de liderazgo.
Por un lado, seguimos arrastrando las consecuencias económicas del procés que, como ayer explicaba Raúl Pozo en Crónica Global, ha dejado a nuestra comunidad en la cola de las grandes autonomías españolas. Crecemos en PIB, sí, pero por debajo de la media y en la senda hacia la irrelevancia.
Por otro, a corto plazo, los efectos de la sequía amenazan con ser devastadores para la agricultura, el turismo y la calidad de vida de todos. Las soluciones estructurales que ahora se ponen encima de la mesa llegan tarde porque ninguna de ellas se puede improvisar.
Lo de traer agua con barcos es mejor que nada, pero es carísimo y no arregla el problema. Pagamos ahora el resultado de más de una década de inacción por parte de los sucesivos Gobiernos de la Generalitat en esta materia. Ni se ha construido una desaladora más, ni se ha avanzado en la interconexión de las cuencas hidrográficas. Seguimos instalados en la cultura del no. No a los trasvases, no a las nucleares, y tendremos déficit de agua y de energía.
Finalmente, el reconocimiento del desastre educativo es ya ineludible tras la última evaluación PISA. Es verdad que Cataluña no es un caso único, en general los problemas se reproducen en toda Europa, pero como ha denunciado el profesor Andreu Navarra el modelo catalán está secuestrado por el “búnker pedagogista”, que repite los mantras cibersolucionistas, el discurso de las competencias y los proyectos vacíos, en lugar de garantizar el aprendizaje de contenidos concretos, humanistas y científicos. Además, los resultados de la educación en Cataluña son segregadores y clasistas ("PISA, el carreró sense sortida català", El País, 12/12/2023).
Sin abandonar la educación, el dogmatismo se ejemplifica desde hace décadas con la inmersión, que es objeto estos días de estudio por parte de un grupo de eurodiputados, pero que ya ha recibido a falta de mejores argumentos todo tipo de descalificaciones porque pertenecen a grupos políticos de derechas. Pedir un poco más de castellano es sinónimo de ir en contra del catalán, y con ese discurso se levanta un muro de estupidez que, por otro lado, muy pocos medios locales tienen la valentía de denunciar.
En circunstancias normales habría un adelanto electoral en Cataluña, a solo un año de las autonómicas. Lo inaudito es gobernar con solo 33 diputados de los 135 que tiene el Parlament. No había pasado nunca. Pero curiosamente nadie exige elecciones. Ni las quiere quien ocupa el poder, ERC, ni tampoco las reclaman los dos partidos mayoritarios en la oposición, PSC y Junts.
Salir en medio de la tormenta, para Pere Aragonès no es una opción ni una necesidad. Por su parte, los socialistas no tienen prisa ninguna, mejor no incomodar a los republicanos y esperar, piensa Salvador Illa, a que escampe el desconcierto que entre una parte de sus votantes ha generado la amnistía.
Y en Junts también prefieren aguardar a recoger los frutos de su posición chantajista en la política española, sobre todo al afecto del regreso de Carles Puigdemont, mientras sus exsocios en el Govern se comen solitos el marrón de la sequía, el fracaso educativo, etcétera. Mientras tanto, los catalanes seguiremos esperando a que alguien nos quiera gobernar.