Desde la polis de la Grecia clásica, la calle –el ágora en aquel tiempo, el foro romano después, la plaza más adelante– ha tenido en Europa una función política, de participación en cierto modo en la gobernación de la ciudad y del país entero.
La calle se apagó en lo político durante los siglos de los poderes teocráticos y autocráticos de la Iglesia y la Monarquía, entonces la ocuparon las procesiones religiosas y los fastos reales. Resurgió políticamente con extraordinaria fuerza en la Revolución Francesa por la campanada de la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789, que significó el fin del antiguo régimen.
En el siglo XIX la calle fue ganando protagonismo, con aceleraciones (1830, 1848, 1862, 1870) y retrocesos por las reacciones de las aún poderosas monarquías preparlamentarias, hasta que en el siglo XX en distintos momentos y países determinó la evolución social, baste recordar la toma del Palacio de Invierno en San Petersburgo (octubre de 1917), inicio de la revolución bolchevique, la marcha sobre Roma más aparatosa que real de las escuadras fascistas (octubre de 1922) y el violento paso por las calles de las camisas pardas en la Alemania de los años treinta.
Las dictaduras europeas del siglo XX tomaron la calle para sus demostraciones de fuerza y de adhesión al régimen iniciando la suplantación de los Parlamentos, que fueron cerrados o folclorizados, como las Cortes españolas por los procuradores del franquismo de uniforme.
Pero la calle también ha sido el “espacio político” en el que se manifestaron las resistencias a las dictaduras, era el único espacio donde podían oponerse “políticamente”, aunque con grave riesgo de los participantes. En España hay memoria viva de las calles resistentes, memorias que recuerdan presencias valerosas y ausencias significativas, entre las cuales las de “exigentes demócratas”, que durante la larga transición se apropiaron del relato de la resistencia en la calle y lo transmitieron a sus herederos ideológicos y políticos. En Cataluña muchos de ellos han recalado en la vieja ERC o en la nueva CDC y de esta han pasado a sus sucesivas hijuelas, Democràcia i Llibertat, Demòcrates de Catalunya, PDECat y JuntsxCat.
Después de 1945, en las reconstituidas democracias europeas –con las excepciones de España, Portugal, Grecia (recaída en la dictadura) y los Estados satélites de la URSS–, la calle se resituó como espacio de encuentro militante de los ciudadanos y de exposición de las reivindicaciones sociales al amparo de las libertades de manifestación y de expresión, reconocidas en todas las constituciones democráticas.
No ha sido fácil encontrar una “función” a la calle en la arquitectura política de las sociedades democráticas, constitucionales, abiertas y culturalmente diversas que fuera compatible con los poderes institucionales de la democracia y, al mismo tiempo, fuera el espacio donde ejercer libertades y reivindicar derechos, a veces no comprendidos o desatendidos por esos poderes.
El equilibrio entre la calle y los poderes públicos será siempre delicado, mantenerlo es una responsabilidad colectiva, en particular, de los partidos políticos a los que la mayoría de las constituciones asignan una función no solo social, sino existencial de la democracia –sin partidos no la hay–. Nuestra Constitución en el artículo 6 señala que (los partidos políticos) “expresan el pluralismo político, concurren a la formación y a la manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”.
Por todos estos precedentes y razones resulta sumamente negativa la utilización conjunta y sectaria de la calle por el PP y Vox que por su impotencia parlamentaria llevan a este espacio su oposición a una eventual amnistía, así como su rechazo de las interlocuciones del PSOE y la plataforma Sumar con partidos nacionalistas periféricos, partidos que son tan legítimos como el PP o Vox hasta tanto no se demuestre lo contrario de todos ellos.
Con la desventaja para el PP que los de Vox y sus afines son muy duchos en el uso incendiario de la calle.
A la calle baja fácilmente mucha gente, llamada con frecuencia por intereses que no son los suyos; de la calle cuesta mucho retirarla. Al comportarse como partidos extraparlamentarios, el PP y Vox ignoran esa experiencia y traicionan el espíritu de la Constitución y la letra del artículo 6.
Los dirigentes institucionales del independentismo también han abusado de la calle. La que fue su “calle”, comandada entonces y ahora por la ANC y Òmnium, les pasa factura, de momento con la abstención y la pancarta botiflers.
Todos los que han dicho “la calle es mía” –algo que estuvo en los orígenes fundacionales del PP y de Vox que procede del mismo tronco– y actúan como si lo fuera, se autoexcluyen de la democracia parlamentaria.