Llevamos muchos días de vírgenes despechadas y cristos sumergidos en la devoción mariana. El caso es que, como todos recordarán, en Semana Santa, Toni Soler montó una buena en su programa, Està passant (TV3), con el gag sexualizado de la Virgen del Rocío que lleva “más de 200 años sin pegar un p...” y va “más c...que el palo de churrero”. Y para añadir el desaguisado, la voz de la Virgen, a cargo de la monologuista Judit Martín, habló y cantó con un deje andaluz catastrófico.
Saltó Moreno Bonilla, paladín del regionalismo impostado y le siguieron Javier Lambán, convencido de que el humorista irá ahora a por la Pilarica, y Teresa Rodríguez, acusando a Soler de “andaluzofobia”. Por su parte, los obispos de Huelva y de La Seu d’Urgell lo consideran una mofa contra la imagen sagrada; y para culminar los reproches, apareció un artículo de Jorge Fernández Díaz, el ex ministro catecumenal e imputado en el vértice de la Kitchen, que utiliza estampitas de santos como tarjeta de presentación, para reprocharle a Soler su ataque al nacionalcatolicismo.
Para sentirse señalado en un país heteróclito por definición, Soler responde a las críticas sin perder tiempo, (636.000 espectadores y un 28% de cuota de pantalla) con un nuevo Polonia: saca otra vez a la Blanca Paloma, junto a la Moreneta y el Dalai Lama. En los medios, el análisis del gag se convierte en legión; todos salen al paso del parodiador hiriente que ha descubierto una mina en la variante sacramental de procesiones, hermandades, arciprestes y turiferarios. Religión y sentido de pueblo. Todo muy repetitivo y manido si recordamos a Els Joglars o al mismo Soler, en su Polònia de hace tres años, rescatando al niño de los brazos de la Virgen de Montserrat que lo entrega para protegerlo de los acosos sufridos por los muchachos del coro por parte de monjes pertrechados tras el lobi rosa de la basílica benedictina.
Toni Soler le ha comido la tostada al populismo bonillista, pero a costa de raspar la liturgia de un pueblo marcado a fuego por el símbolo. El Sur, tierra de moriscos y sefardíes, de arcabuceros y lanceros, de tartésicos y atlantes, de griegos y romanos, de médicos, pensadores y músicos, adora su pasado. Y lleva colgado un letrerito casi invisible en el que dice: “pasar sin molestar”. Su grandeza está en la sonrisa de un vulgo inteligente, y soliviantar este constructo es una forma tontorrona de molestar al vecino.
España es un país laico y aconfesional con perdón del Cristo de Mena, difundido en Canal Sur hasta la saciedad, celebrado y trasportado en prevengan por los caballeros legionarios, la misma semana en que se perpetró el supuesto proemio anticlerical de Toni Soler. No hay sacrilegio ni insulto en el gag de Està passant; pero hay inconsciencia y desarraigo por todo lo que no sea Lluquet el Rabadà, a Betlem me’n vull anar, durante el advento o El Deu dels vençuts, en viernes santo; ¡Ah! la risa y lágrima serán vernáculas o no serán.
Parodiar un encuentro con la divinidad, por teatral que este sea, puede ser insultante para el respetable. Al final, las imágenes y pasos de Semana Santa son una respuesta popular y herética a la pregunta dirigida a Dios por el gran sufí, Ibn Arabí: “Moras en mi corazón ¿Pero dónde te escondes?”
Soler es el Tartufo, el papel del gran comediógrafo francés enfrentado a la versión española de la Compañía del Santo Sacramento. Su comedia fluye a la sombra del Versalles catalán, un poder cananeo que aguijonea al de enfrente para no perder la costumbre. Se da de bruces con el presidente andaluz, Moreno Bonilla, un singular Orgón de la obra molieresca, que se siente saqueado y cuya queja no hace sino que amplificar el protagonismo conquistado por parte del humorista. Más ancho que pancho, Soler es el bufón de una corte que subvierte y ofende bajo el manto protector del Govern de Aragonés. Procura no pisar callos en el Pati del Tarongers, nuestro ingrávido Bois de Boulogne, y lanza andanadas al diferente, a cambio de una considerable contrapartida dineraria.