El fallecimiento de Josep Piqué nos ha impactado. En las pocas horas transcurridas, han sido incesantes las muestras de tristeza por una desaparición que, pese a lo evidente de su progresivo debilitamiento físico, nos negábamos a aceptar. Si la muerte es ese misterio tan difícil de asumir, aún más cuando alcanza a una persona de su intensidad humana y su singular reconocimiento ciudadano.

Tuve la enorme suerte de conocerle a mediados de los 80, cuando coincidimos por primera vez en el Círculo de Economía. Hoy, son muchos los detalles que voy recordando y que, uno tras otro, confirman lo atractivo de su rica personalidad. En unas pocas líneas resulta imposible evocar su figura, pero sí señalar el porqué de ese pesar generalizado que ha acompañado su fallecimiento.

Así, su propia personalidad. Josep Piqué era una persona especialmente amable y cercana, dialogante, que escuchaba y atendía al distinto, y del que emanaba una gran inteligencia de manera natural. Ello le hacía muy querido entre quienes le conocían personalmente, pero, también, despertaba una sensación de aprecio entre aquellos que sabían de él por la radio o la televisión.

Con él también se nos va una manera de entender la política. Su respeto al oponente lo manifestaba educadamente y se sustentaba en sus razonadas convicciones, sin necesidad de recurrir a efectos estridentes para defender su posicionamiento, su acuerdo o desacuerdo. Asumir una responsabilidad pública representaba, para él, atender a todas las voces, por distintas que fueran de las suyas. En cierto sentido, sintetizaba lo mejor de la política tradicional, la que se sustenta en el respeto institucional y en el buen hacer parlamentario. Y, curiosamente, tras ese hombre tan respetuoso con la tradición, se encontraba un reformista innato.

Josep Piqué estuvo siempre atento a las innovaciones; fue la primera persona a la que vi con un sorprendente artilugio que resultaba ser un teléfono móvil o escribiendo con una tablet en un restaurante. Una actitud cerca de la tecnología que también reproducía con los movimientos sociales, la dinámica política, las corrientes culturales o el marco económico. En su época como responsable político, por la que más le recordamos, apostó como nadie por la modernización del país: la plena integración en la Europa del euro, la apertura al mundo, la innovación en las políticas públicas o la redimensión e innovación de nuestras empresas. Para él, todo avance colectivo debe sustentarse en el respeto a las formas y procederes institucionales.

De él recordaremos lo que hizo y, también, lo que hubiera podido hacer. Durante años representó el aire más renovador de los conservadores españoles. Lo demostró en sus años en el Gobierno y al frente de los populares catalanes: defensor de un capitalismo alejado de la radicalidad liberal, comprometido con una visión plural de España y siempre abierto a sentarse y enraonar con quien pensaba de otra manera. Los resultados electorales avalaron su apuesta por la cordura. Pero los suyos no le dejaron.

Con Josep Piqué se nos va su mundo. Un mundo al que añoramos. Su legado debe servirnos para recuperarlo.