Lo de España con la Guerra Civil y el franquismo es tristísimo. Lo es porque durante la Transición se hicieron bien muchas cosas, entre las cuales un sistema reparatorio hacia las víctimas, sobre todo en cuestión de pensiones de los militares republicanos y a favor de aquellos que sufrieron prisión durante la dictadura a partir de los supuestos contemplados en la ley de amnistía de 1977. Sin demasiado ruido, tanto los Gobiernos de Adolfo Suárez como los de Felipe González repararon económicamente a las víctimas del bando perdedor de la guerra y del franquismo. Más tarde le llegó el turno a los partidos políticos y a los sindicatos, a los que se les restituyó sus bienes incautados por la dictadura. El historiador Javier Puche-Gil ha recogido todo el conjunto de decretos leyes y leyes que desde 1978 tuvieron como objetivo reconocer y reparar a las víctimas. Y, sin embargo, hace años que escuchamos la monserga según la cual en España no se ha hecho nada, como si las víctimas hubieran sido abandonadas, lo cual no es cierto en absoluto.
En materia de reparación económica se actuó muy pronto, pero lo que llegó demasiado tarde, hasta que se promulgó la Ley de Memoria Histórica en 2007, fue un reconocimiento oficial y solemne de su condición de víctimas, por haber sufrido persecución, violencia y exilio. En paralelo, lo que resultaba chocante cuando nuestra democracia cumplía 40 años es que Franco siguiera enterrado en el Valle de los Caídos, que hubiera monumentos a su figura o calles que llevaran el nombre de los militares franquistas, de la División Azul o de exaltación del 18 de julio. La ley de 2007 señaló bien todas esas tareas, pero no fue capaz de afrontar la cuestión de las fosas. Rescatar alrededor de 20.000 cadáveres, según las cifras más realistas de los expertos, no hubiera sido tan difícil mediante un plan estatal en lugar de dar subvenciones a entidades privadas para que lo hicieran. Ahora la nueva ley de memoria democrática, que prolonga contradictoriamente el periodo de vulneraciones de derechos humanos hasta 1983, encarga por fin al Estado asumir ese cometido.
La derecha acusó a Rodríguez Zapatero de haber roto el consenso de no hacer de la Guerra Civil un arma política. Es cierto que la izquierda, que generacionalmente ya no era la de la Transición, cometió algunos excesos verbales al querer señalar culpables, pero el PP se lo puso fácil al oponerse de forma incomprensible a la ley de 2007. Mariano Rajoy anunció que cuando llegara al Gobierno la derogaría, cosa que después no hizo, sino que la metió en un cajón y dejó de financiar los proyectos memorialísticos. A la derecha le tocaba por razones históricas sacar a Franco del Valle de los Caídos, en cumplimiento de lo que había dictaminado una comisión ideológicamente muy plural de expertos que el PP avaló cuando gobernaba el PSOE. Tuvo que hacerlo finalmente Pedro Sánchez, mientras los populares le ponían mala cara.
Lo mismo ha ocurrido hace unos días con los restos de un militar tan macabro como Queipo de Llano, enterrado en la basílica sevillana de La Macarena. No se entiende que el PP, cuya extrema derecha milita ya en otro partido, Vox, se desmarque y lo critique alegando que “toca ocuparse de los vivos, y no de los muertos”. O la reducción del asunto, según Núñez Feijóo, a una pelea de “nuestros abuelos o bisabuelos”, que ya no nos incumbe. Por desgracia, no es así. Durante la Transición se llevó a cabo una legislación compensatoria de las víctimas, que nadie criticó porque fue una forma de legitimar el proceso democrático. Pero una vez nuestra democracia institucionalmente se consolidó, la derecha no quiso participar en el consenso sobre la memoria histórica de la guerra y el franquismo, mientras la izquierda, sobre todo a la izquierda del PSOE, ha insistido en señalar culpables, queriendo anular la ley de amnistía para así entrar en el terreno de las responsabilidades penales de los crímenes del franquismo. Lo de España con la Guerra Civil y el franquismo es tristísimo. Durante la Transición se hizo todo lo bien que se pudo, pero después la memoria histórica se ha ido envenenando, convirtiéndose en otro instrumento cainita de enfrentamiento político.