Esta semana me sorprendía leer que se habían exhumado de la Basílica de la Macarena los restos de Gonzalo Queipo de Llano, donde permanecían desde su fallecimiento en la década de los 50. El asombro no era por la exhumación en sí misma, sino por cuanto el traslado de los restos del teniente general, uno de los más cruentos represores del régimen en sus primeros años, se haya demorado cerca de medio siglo desde la muerte de Franco. Y transcurridos estos 50 años, aún sigue siendo motivo de controversia lo que hubiera resultado de lo más natural en los primeros tiempos de la democracia, especialmente con un partido de derechas en el Gobierno.

Con la llegada del Partido Popular al poder en 1996, el primer Gobierno conservador tras los años de transición de la UCD y los 14 de Gobierno socialista, lo razonable hubiera sido que José María Aznar y los suyos contribuyeran a cerrar heridas de la Guerra Civil. De los conservadores se esperaba que, entendiendo su responsabilidad histórica, exhumaran los restos de Franco del Valle de los Caídos, desenterraran a los derrotados de sus fosas anónimas, trasladaran los papeles de Salamanca a Cataluña u otras acciones similares, de enorme simbolismo y efecto reparador.

Nada distinto, en el fondo, de lo que sí supo hacer la izquierda de Felipe González, que liberalizó la economía y nos integró en la OTAN, entre otras políticas más propias del conservadurismo. En determinados momentos singulares en la historia de un país, la izquierda debe hacer de derechas y la derecha de izquierdas. Es la manera de favorecer el reencuentro sin que nadie vea en el Gobierno de turno ni revanchismo ni populismo.

Sin embargo, nuestra derecha, en dichas situaciones históricas, no puede evitar ejercer aún más de derechas. Es lo que nuevamente ha sucedido con la exhumación de Queipo de Llano. Las declaraciones de Alberto Núñez Feijóo (“La política debe dejar a los muertos en paz”) son difíciles de creer. Medio siglo después de la muerte de Franco, seguimos sin entender aquello más básico de la condición humana: desde la necesidad de enterrar de manera digna a los ancestros a no rendir homenaje público a responsables de una represión descarnada, por victoriosa que resultara. Tras ello no percibo mala fe, simplemente que los conservadores se sustentan en la simpleza y comodidad de pensar que el tiempo, por sí solo, lo arregla todo. Nada más lejos de la realidad.

Miremos al momento que vivimos. Se decía que la revolución tecnológica y la apertura económica homogeneizarían social y políticamente el mundo, disipando viejos conflictos. Pues no. La condición humana, la geografía y la historia se empeñan en situarse por encima de cualquier revolución tecnológica o globalización económica.  Y lo consiguen.