La práctica política catalana en el campo independentista ha resultado la continuación del pujolismo, aunque sea con otros medios y una cierta modificación del lenguaje. De hecho, el patriarca Pujol sigue siendo alguien venerado y continuamente homenajeado y acompañado, a pesar de los flagrantes delitos cometidos por él y por su extensa familia personal y política. No cesa el soberanismo de repetir el discurso de que, más allá del hombre y sus debilidades, quedan su legado político y su figura de “estadista”. Incluso el diario Ara lo acaba de reivindicar de manera muy abierta. Todo se les disculpa a los Pujol en nombre de un falso bien superior. Y es que de hecho fue Pujol quien estableció las bases de un planteamiento nacional-populista que ha devenido hegemónico y que relegó cualquier otro posicionamiento político e ideológico, a la vez que creó un imaginario patriótico que ha servido de elemento propulsor de las estrategias radicalizadas que se imponen a partir de 2010. Con él empezó todo. Aunque algunos sectores del separatismo actual, al procurar enviar el delfín Artur Mas a "la papelera de la historia", en enero de 2016, en realidad pretendían recluir en el olvido todo lo que había significado el pujolismo, lo cierto es que no lo han conseguido. Resultó un ejercicio de voluntarismo autojustificador por parte de la CUP y así poder apoyar un gobierno de derechas, pero recubierta la opción de una capa de falsa rebeldía. Pujol continúa contando con notables seguidores que todavía –en voz baja– le exculpan por su elevada contribución patriótica. El conjunto del movimiento nacional-popular independentista, en todas y cada una de sus vertientes, le debe mucho, tanto en la teoría como en la práctica, al pujolismo. Todo lo que se ha producido dentro de esta última década en el mundo nacionalista tiene que ver con lo que Jordi Pujol y los suyos empezaron a diseñar y a configurar en la década de los ochenta. Estaríamos ahora en su fase superior.
El nacionalismo pujolista más que un partido erigió un potente movimiento del que se podía formar parte aunque se establecieran énfasis diversos sobre los ritmos de consecución de la "plenitud nacional", donde era compatible incluso militar en otras propuestas políticas fuera de CiU, pero que compartían con el núcleo duro de Pujol las grandes verdades de país que se iban instituyendo. Esto implicaba la durante muchos años una organización menor como ERC, pero también a los grupos fragmentados del espacio nítidamente independentista e incluso algunos elementos de la burguesía a los que los avatares del antifranquismo les habían llevado a militar en el PSUC. Así se fue construyendo un potente imaginario donde, lógicamente, la defensa de la lengua y de la cultura "propia" conformaban su pilar central a partir del cual se construía una "nueva Cataluña", que para algunos se basaría en el modelo socialdemócrata sueco y para otros en el conservadurismo británico, e incluso en el irredentismo sionista que había llevado, a fuerza de voluntad, a la conformación del estado de Israel. Una alegoría de país que se legitimaba a través del recurso a un historicismo de carácter nítidamente romántico. La adecuación del discurso histórico a las necesidades de la política, mitos incluidos, ha constituido un aspecto fundamental de la construcción del nacional-populismo en la Cataluña de los últimos cuarenta años. La conmemoración del Milenario de Cataluña, la pomposidad del tercer aniversario de la Guerra de Sucesión, el enaltecimiento de fechas míticas –23 de abril, 11 de septiembre–, o la reinvención de lo que significó el franquismo en Cataluña, han sido elementos clave, ahora ya absolutamente asumidos de manera más que distorsionada.
Se fue construyendo un relato en el que se combinaba la subyugación a España, por la fuerza, con un pasado esplendoroso del que había disfrutado el país en los escasos periodos de "libertad", erigiéndose incluso como la primera democracia del continente, haciendo una lectura presentista de una institución de carácter medieval como era la Diputación del General nacida en el siglo XIV, en una concepción de la soberanía política muy diferente y con un sistema electivo que distaba mucho de ser real. De ahí que los presidentes nacionalistas del gobierno de la Generalitat contemporánea –que, de hecho, es una invención ad hoc improvisada por Fernando de los Ríos en las Cortes españolas de los años treinta del siglo pasado– insistan en ser los sucesores legítimos de estos cargos feudales. Quim Torra siempre afirma ser el 131 presidente. En realidad, resulta ser el noveno de una institución "creada e inventada" con el Estatuto de Autonomía de 1932. La conformación de la comunidad cultural hecha por el nacionalismo catalán a partir de la transición política adquiere mucho del supremacismo que contiene la versión romántica alemana de Herder o de Fichte, lo sostiene no sólo una orgullosa "vocación de ser", sino de una victoria y plenitud que tarde o temprano se conseguirá de manera determinista. Se insta a los ciudadanos convertidos en "patriotas" a pasar a la acción, reforzar y también dotar de contenidos el país y de potenciar los elementos de identificación. Y aquí es donde estamos varados. Muy lejos de la construcción de una sociedad moderna fundamentada no en la identidad imaginaria, sino en el concepto de ciudadanía.