Hasta la aparición de Vox, España vivía una excepción en Europa, que consistía en que no había ningún partido de extrema derecha con presencia ni parlamentaria ni institucional, mientras que en los principales países de la UE esa fuerza si existía, aunque los grandes partidos se negasen a pactar con ella.
Desde que Vox irrumpió con 12 diputados en el Parlamento andaluz y después obtuvo 24 escaños en el Congreso en las elecciones del 28A, llevamos camino de que en España siga habiendo una excepción, pero la contraria. Causa estupor la facilidad con la que el PP de Pablo Casado y Ciudadanos (Cs) --tras el giro a la derecha de Albert Rivera-- aceptan negociar e incluso llegar a pactos con Vox. Casado, como ya hizo en Andalucía, está dispuesto a sentarse con los representantes del partido de Santiago Abascal para llegar a acuerdos, mientras que Rivera se refugia detrás del PP, como también hizo ya en Sevilla, y no se sienta formalmente con Vox pero acepta sus votos para la investidura y consiente en la Junta andaluza algunas de las exigencias enfermizas del partido ultra.
En este clima de banalización de la extrema derecha, una voz, la de Manuel Valls, se ha alzado para advertir del peligro y de la inconsecuencia de ese tipo de pactos para los partidos democráticos. El aviso de Valls, con amenaza de romper con Cs incluida, parece haber hecho mella en Rivera, que se ha pronunciado con mayor claridad sobre la inconveniencia de pactar con Vox, pero, conocidos los vaivenes del líder de Cs, habrá que esperar al 15 de junio para saber si de verdad ha hecho o no caso a Valls.
Pero donde el ex primer ministro francés ha descolocado a todo el personal ha sido en las negociaciones para el Ayuntamiento de Barcelona. Valls repitió durante la campaña ---cuando tenía que aparentar que aún podía ganar-- que no pactaría ni con el populismo ni con el independentismo, ni con Ada Colau ni con Ernest Maragall. Pero, una vez comprobado el empate a concejales (10) entre Maragall y Colau y su resultado, que lo sitúa como cuarta fuerza política con 6 regidores, ha sorprendido al país del regateo permanente y del egoísmo político perpetuo, al ofrecer su apoyo a Colau para que siga en la alcaldía a cambio de nada.
La no exigencia de contrapartida alguna es lo que más ha descolocado a sus adversarios. Entre un alcalde independentista y una alcaldesa populista que flirtea con el independentismo pero que sabe que entre sus votantes hay mayoría de no independentistas --y ahí está el descenso de votos en los barrios más populares para confirmarlo--, Valls ha elegido lo que considera el mal menor. Y para dar mayor credibilidad a su oferta, esta debía ser incondicional. Ahora, para Colau ha llegado la hora de la verdad, el fin de la ambigüedad: debe decidir si acepta los votos de Valls y forma un equipo de gobierno con el PSC o entrega la alcaldía a Maragall, cuando la mayoría del consistorio no es independentista (solo lo son 16 concejales de 41).
Quienes acusan a Valls de que su rechazo de la extrema derecha no tiene credibilidad por su actuación política en Francia ni conocen la política francesa ni saben de lo que hablan. Valls jamás pactó con el Frente Nacional porque en Francia nadie --ni siquiera la derecha tradicional-- alcanza acuerdos con el partido ultra de la familia Le Pen. Aunque desde los tiempos de Nicolas Sarkozy se ha llegado a equiparar al FN con los socialistas --la política ni-ni, ni unos ni otros--, el pacto republicano --todos contra la extrema derecha-- ha seguido funcionando, cumpliendo la máxima de que es preferible perder elecciones que perder el alma.
Esa opción forma parte de la cultura política francesa, como se demostró en la segunda vuelta de las dos elecciones presidenciales en las que la extrema derecha llegó a la final (2001 y 2017), donde fue barrida por Jacques Chirac y por Emmanuel Macron con el apoyo del resto de las fuerzas políticas. Esa cultura es la que explica la extrañeza de Valls ante la imposibilidad de que ocurra algo parecido en España, por ejemplo cuando proponía una alianza constitucionalista frente a los populismos de cualquier signo sin que nadie le hiciera el menor caso.
Valls, que debe arrepentirse de haber ido a la manifestación de Colón, está dispuesto a romper con Rivera si Ciudadanos llega a pactos con Vox. Y su apuesta en el Ayuntamiento de Barcelona es a medio plazo, por lo que alejarse ahora de Cs si pacta con Vox no sería un problema grave, como lo hubiera sido antes de la campaña electoral para el consistorio, ya que en ese caso se hubiera quedado --al ser una candidatura totalmente nueva-- sin espacios ni debates electorales.
Quienes profetizaban que si no accedía a la alcaldía se retiraría y regresaría a París también se han equivocado. Desde que presentó su candidatura, dijo que significaba también un cambio de vida, una opción personal, y seguramente no es casualidad que haya anunciado que contraerá matrimonio en septiembre para reforzar la idea de que seguirá en Barcelona, por si algunos todavía lo dudaban.