En los largos y crueles años de Stalin, había costumbre de borrar de las fotos a los dirigentes que poco a poco iban desapareciendo en el infierno helado de Kolimá y alrededores o liquidados en las instalaciones de la NKVD. En estos tiempos de las nuevas tecnologías, con el simple recurso al Photoshop, las iniciáticas fotos del equipo dirigente de Podemos reducirían a un solo y único protagonista.
Las batallas internas en los partidos son siempre cainitas. Pero especialmente en la izquierda. Ya lo decía Hegel y completó Marx: la historia se repite, a veces en forma trágica y otras de farsa. Lo que está ocurriendo en Podemos recuerda demasiado a la crisis del PCE hace 40 años entre carrillistas y renovadores. Sin entrar a recordar lo que pasó en prácticamente todos los partidos comunistas europeos. Aquel partido de oposición al franquismo quedó hecho añicos. De hecho, ya no queda prácticamente nada, más allá de una vaga memoria, tal vez de interés para la paleontología, con reminiscencias de bocanada de melancolía.
Ahora todo suena a déjà vu. Culpar al otro tiene un punto de cándida inocencia o de maldad ideológica. Lo mejor de una generación de militantes de izquierda acabó en casa, refugiada en su profesión o en el PSOE. La diferencia es que ni los tiempos son semejantes, ni el PSOE es el mismo. Aquellas gentes estaban lejos de ser admiradoras de la URSS y ser militante del PCE significaba ser laico, liberal, socialista en sentido amplio y antifranquista. ¿Qué pasará con la generación del 15M? Dejación y flaqueza amenazan con ser una forma de salida para muchos. La opción por otros derroteros está muy limitada. Santiago Carrillo devoró a sus hijos cual Saturno. Y lo mismo parece estar atisbándose ahora en la formación morada. Probablemente sobren pasiones y falten ideas.
Falta rigor, sobran emociones y hay exceso de banalización del lenguaje: el término fascista se ha convertido en expresión de uso común para descalificar al contrario. Pero lo peor es que se ha perdido además, a fuerza de aburrimiento, del sentido del humor. En los inicios de la Transición, en aquellos tiempos de alumbramiento del llamado con desprecio Régimen del 78, al que se quiere criminalizar como si se tratase de “juzgar a unos por sus hechos y a otros por sus proclamas” --como apunta Manuel Cruz en su libro Dar(se) cuenta, de inminente publicación--, apareció en una calle de Pamplona una pintada: “Hay que matar al cerdo de Carrillo”. Al día siguiente, alguien le agregó un subtítulo: “Carrillo, cuidado, te quieren matar el cerdo”. Cuesta imaginar que eso pueda ocurrir hoy, en plena confusión y lejos de la dicotomía propia de la dialéctica izquierda-derecha, porque el vocablo clave parece ser extremo, sea del color que sea.
En Italia, donde el Duce Mussolini llegó al poder aupado por la izquierda, se dibuja la formación de un espacio rojo-marrón de naturaleza básicamente identitario. Debe ser cosa de los efluvios del Mediterráneo. Lo cierto es que los espacios políticos se tornan borrosos cuando el discurso de la izquierda es apropiado por la ultraderecha. A estas alturas, francamente, no sé cuál es el perfil ideológico de algunos actores de la escena política: marxistas, libertarios, situacionistas, anticapitalistas a secas, ecosocialistas, trotskistas, independentistas, soberanistas, zurcidores empeñados en recoser no sé qué cosas... Desde un extremo y otro, todo se quiere transversal y de amplio espectro, como algunos antibióticos. Mientras la militancia parece transmutar a algunos en seres políticamente anfibios, capaces de estar en un sitio y otro indistintamente, según convenga.
También en la política, la nostalgia es una receta que moviliza a las generaciones más viejas y más jóvenes. Algunos estudios apuntan a que “los votantes de más edad son bastante simpatizantes de los movimientos nacionalistas”. La afirmación suena especialmente cercana en Cataluña, en donde afloran exmilitantes del PSUC por las esquinas más inesperadas, cual congrios escurriéndose de entre las redes o surfeando por un mar de nostalgia. Zygmun Bauman creía que el auge del nacionalismo es algo así como como un “regreso a la tribu”, a la división entre “nosotros” y “los otros”, los extranjeros. Lo definió como la Retrotopía, la búsqueda de la utopía en el pasado. Así, algún viejo discípulo de Julio Anguita se puede ofertar como adalid de la nueva política después de 30 años disfrutando de la economía de la política, que no de la economía política. Y algún enterrador del mismo partido, resurgir cual ave Fénix como campeón de la libertad, la democracia y el pluralismo. Que, al final, no se traduzca todo en un denodado esfuerzo para justificar un nuevo Leviatán.