Pensamiento

Perdimos el 27S: el plebiscito permanente

17 octubre, 2015 01:27

Perdimos el 27S. Quienes defendemos la unidad de España y la vigencia de su Constitución perdimos. Y mucho antes del último domingo de septiembre. La derrota no tuvo que ver con los resultados electorales ni con la interpretación que se haga de ellos. La cuestión no fue cuántos síes y noes hubo. La derrota consistió en el mero recuento de los votos de unas elecciones como si se tratara de un referéndum de autodeterminación.

La derrota de los que defendemos la vigencia de la Constitución el 27S consistió en el mero recuento de los votos de unas elecciones como si se tratara de un referéndum de autodeterminación

Los partidos constitucionalistas se sumergieron profundamente en la lógica plebiscitaria. Es cierto que sin asumir esa lógica no se habría producido la increíble participación del 27S, pero no lo es menos que, abierta la puerta una vez, el soberanismo puede convertir a su antojo cada elección en un plebiscito. Ya antes del inicio de campaña el señor Mas se refería a las generales como un “segundo plebiscito”. Justamente lo que se avecina: el plebiscito permanente.

Tal vez, incluso muy probablemente, este ciclo reivindicativo se cierre tras las generales, cuando se alcance un acuerdo entre Gobierno central y Generalitat. Declaraciones más o menos casuales de los señores Amat y Madí sugieren cuáles serían los términos del acuerdo. Sin embargo, si el plebiscito permanente, o sea, vincular una mayoría más o menos cocinada de votos o de escaños, tanto da, en unas elecciones con la amenaza de desbordar el marco estatutario y constitucional queda legitimado como instrumento útil de presión, no cabe duda de que se recurrirá a él en los sucesivos ciclos reivindicativos.

Nadie sabe cuándo ni bajo qué dirigentes llegará el próximo ciclo, pero sí se puede afirmar desde luego que, si se utiliza otra vez el fantasma del plebiscito, de nuevo Cataluña se adentrará en un proceso sobre el que sobrevolará el peligro de que un accidente, imprevisible aunque no inesperado, encone las posiciones hasta hacerlas irreconciliables y no reste otra salida que la sublevación/restablecimiento del orden. No sería en ese momento sorprendente que el liderazgo recayera en quienes más dispuestos estuvieran al martirio (suelen ser quienes están también más dispuestos a convertir al enemigo, antes sólo adversario, en mártir). En particular si alguien tiene la ocurrencia de organizar un Maidán o un Tahir para elevar la presión al máximo.

Si el plebiscito permanente queda legitimado como instrumento útil de presión, no cabe duda de que se recurrirá a él en los sucesivos ciclos reivindicativos

La victoria del plebiscito permanente tiene dos motivos. Por un lado, el votante de Junts pel Sí se ha impermeabilizado a cualquier mensaje procedente de los partidarios de la unidad de España. Por otro lado, estos últimos no fueron concluyentes rechazando cualquier interpretación plebiscitaria de los resultados de las autonómicas. Tampoco el Gobierno central fue tajante en manifestar que ejecutaría cuanto estuviera a su alcance para frenar la rebelión. Si esto no se llevó a cabo es sin duda por la habilidad del soberanismo en hacer pasar por fascista reaccionario a quien defiende un Estado democrático de Derecho y por demócrata al golpista. Habría que haber roto ese círculo vicioso. Quien defiende la Constitución es heredero del general Batet, no de Franco (aunque, claro, antes el Estado debería emprender alguna iniciativa para que se supiera quién fue Batet).

La ruptura de tal círculo era una tarea con dos componentes aparentemente no tan complejos: llamar a las cosas por su nombre y explicar sus consecuencias. Una DUI es un cambio de régimen a través de una acción anticonstitucional ejecutada por detenedores del poder. O sea, un golpe de Estado. Y a los golpes de Estado, en un Estado de Derecho, los demócratas les plantan cara. Es cierto que este discurso habría podido acarrear la imposibilidad del diálogo, pero con la culpa cargaría quien amenazó con el golpe. Al menos, si se quiere expresar más delicadamente, habría que haber tenido valor para aclarar que mediante una DUI la Generalitat se habría declarado en rebeldía y, a continuación y por supuesto, para enumerar cuáles habrían sido las consecuencias y explicitar las reacciones.

Pues efectivamente, con la Generalitat en rebeldía se habría iniciado una pugna entre ésta y el Gobierno central por hacerse con el control efectivo sobre Cataluña que únicamente se resolvería mediante la coerción. Ello no implica necesariamente la violencia física, aunque fácilmente podría haber derivado en una escalada. Mayoría independentista no habría sido igual a independencia, sino a contienda, la cual habría concluido de uno de los siguientes modos, en los que el soberanismo siempre pierde:

1. La Generalitat se impone. En ese caso la Generalitat se convertiría en el único Estado en Cataluña. Se trata de una situación de hecho, no implica en absoluto, al menos inicialmente, un cambio de las fronteras españolas ni ningún reconocimiento por parte de otros Estados, sino una pérdida de control por parte del Gobierno español de una porción de su territorio. No es nada extraordinario en las relaciones internacionales. Al contrario: ya sucede hoy incluso en el seno de la Unión Europea. Así es: hay un Estado miembro, la República de Chipre, que no controla una porción, la más septentrional, de su territorio. Y esta ha sido la postura de la Unión Europea: Protocolo 10 del Acta relativa al ingreso de Chipre a la Unión Europea: “Artículo 1.1. La aplicación del acervo comunitario quedará suspendida en las zonas de la República de Chipre en las que el Gobierno de la República de Chipre no ejerza un control efectivo”.

Cae por su propio peso: ¿Cómo podría asegurar el Gobierno de España que en el puerto de Tarragona se están gravando las importaciones con el arancel único si no lo controla? Si el Gobierno de España pierde el control sobre Cataluña no puede seguir aplicando los tratados europeos (esto conlleva, entre otras cosas, un corralito). Sorprende, y decepciona, que ni el señor Margallo ante el señor Junqueras ni el señor García-Albiol adujeran este clamoroso precedente, en especial este último cuando los señores Baños y Romeva lo acorralaron en TV3 discutiendo sobre la imposibilidad de expulsar una comunidad autónoma de la Unión.

2. El Gobierno de España mantiene el control sobre Cataluña. En este caso procedería el rescate temporal de algunas competencias de la Generalitat para asegurar el orden y la estabilidad hasta que la situación se normalizara y se pudiera sentar a quienes renuncien al maximalismo alrededor de una mesa, para hablar civilizadamente sobre financiación, competencias e infraestructuras.

3. Un resultado intermedio sería la partición de Cataluña, incluida la de Barcelona, escenario en absoluto implausible vistos los resultados electorales, y considerando que las zonas más leales a España son accesibles por tierra, mar y/o aire desde el resto de la Península.

Sea por incapacidad sea por impermeabilidad, este relato no fue predominante, sino que el discurso plebiscitario se impuso, siendo el efecto en el comportamiento electoral presente y, lo que es peor, futuro, innegable. Los electores leales a España depositaron su sufragio sin saber ni si ni cómo su Gobierno los protegería. Por su parte, una parte de los votantes de Junts pel sí acudió a las urnas convencida de que la independencia puede ser, a la vez, unilateral, exprés y sin coste, requisitos groseramente incompatibles (si es sin coste no puede ser unilateral y exprés y viceversa). Esa parte de votantes tampoco se sonroja cuando asevera que violentará la Constitución española en su aspecto más sustancial, la indivisibilidad de la nación, mientras reclama su vigencia en lo que se refiere a nacionalidad. Otra parte de los votantes de la coalición se acercó a los colegios segura de que la reclamación y, si se precisare, la proclamación de la independencia es la herramienta adecuada para obtener el mejor Estatuto. Las atinadas, y poco repetidas, palabras de Felipe González les dejaron indiferentes: “No conseguirán, rompiendo la legalidad, sentar a una mesa de negociación a nadie que tenga el deber de respetarla y hacerla cumplir. Ningún responsable puede permitir una política de hechos consumados, y menos rompiendo la legalidad, porque invitaría a otros a aventuras en sentido contrario”.

Los señores Romeva y Junqueras siguen prometiendo que, aunque Renzi le haya negado un referendo consulstivo de independencia a Luca Zaia, presidente del Véneto, a Mas le va a aplaudir un golpe de Estado

Finalmente, la gran mayoría de estos electores independentistas sigue creyendo las promesas que les hicieron en nombre de terceros: con su voto determinarían no sólo el futuro del conjunto de los catalanes sino que además su voluntad sería aceptada sin más por el resto de españoles, los franceses, los alemanes o los italianos, como si estos no tuvieran su propia voluntad.

Precisamente no hace ni cuatro meses que el Constitucional italiano, tras recurso del primer ministro Renzi, declaró, en términos muy contundentes, la inconstitucionalidad de ley de la región del Véneto que convocaba un referendo consultivo de independencia. Mientras tanto, los señores Romeva y Junqueras siguen prometiendo que, aunque Renzi le haya negado un referendo a Luca Zaia, presidente Véneto, a Mas le va a aplaudir un golpe de Estado.

Si este ciclo reivindicativo finaliza con una cierta concordia, una generación de catalanes, los dirigentes del futuro, se habrá hecho adulta comprobando que la amenaza del plebiscito permanente es fructífera, convencida de que puede haber independencia sin coste porque el Gobierno de España no comparecerá y el resto de Europa asentirá. Ante esta cerrazón, cabe lícitamente preguntarse si no sería más conveniente, pensando en el largo plazo, que la amenaza del plebiscito permanente se conjurara de inmediato a través de un baño de realidad, cuanto mejor si procediera no sólo del Gobierno de España sino de toda la Unión Europea, para desde ahí, la realidad, alcanzar el acuerdo. Como en Grecia.