Dylan, el retorno del Caballero Negro
El músico norteamericano, que regresa a España en junio, edita una caja con fragmentos de las sesiones de estudio y versiones en directo de ‘Time Out Of Mind’, el disco de su resurrección
10 marzo, 2023 18:55“Las canciones son como los sueños: debes luchar por hacerlas realidad”. A finales de los años ochenta, meses antes del cambio de década, después de tres décadas sobre los escenarios, tras pasar en unos años desde las mesas desvencijadas del Café Wha –uno de los templos del Village de los sesenta, lleno de beatniks y ratas– a llenar teatros, vender millones de discos, amasar una fortuna, mandar a la mierda a su público, retirarse, enseñar ante una inmensa multitud de desconocidos sus heridas más íntimas y asombrar al mundo, Bob Dylan sentía que la vieja carretera había llegado a su punto final: estaba exactamente en ninguna parte.
Se había convertido en una efigie. Santificado en vida, era el mármol (sagrado, pero gélido) de una estatua. Abusaba del alcohol y del tabaco. Su vida sentimental derrapaba y, aunque vivía rodeado de oro, con granjas y barcos, su ánimo equivalía al de un ermitaño. Publicaba discos y hacía tours con amigos –Tom Petty & The Heartbreakers, The Traveling Wilburys o Grateful Dead–, aunque se sentía “congelado en el tiempo secular de un museo”. Era tan inmortal como Homero, pero sus hexámetros evocaban la epopeya de unos días difuntos.
Igual que Rimbaud, a medidos de los sesenta alcanzó el fuego sagrado de los dioses, pero, cual némesis del poeta de Charleville, había cometido dos errores imperdonables: no se había muerto ni retirado y su imagen de enfat terrible –que nunca respondió a su verdadera pulsión interior– daba paso la de un predicador bíblico, seducido por el evangelismo cristiano debido a una profunda crisis espiritual. No direction home. Nada conectaba con nada. Continuaba vivo, que era un gran inconveniente para sostener en el tiempo cualquier progresión mítica. “Mis interpretaciones eran rutinarias y la liturgia me aburría”. La brújula estaba rota.
Sus conciertos seguían llenándose gracias a un poderoso espejismo: la gente iba esperando ver a una leyenda que, en su fuero interno, había dejado de serlo. Ya no escuchaban las palabras de sus canciones. Usaban su recuerdo para evocar –a veces con suma dificultad, como evidenció su fugaz aparición en la Sevilla previa a la Expo 92– aquello que una vez (todos) fueron. Dylan se acercaba al medio siglo haciendo de sí mismo, pero era una persona muy distinta. Intentó salir del bucle buscándose un productor que lograse lo que hasta entonces nunca le importó en exceso: la sugerente alquimia de un sonido contemporáneo. Los años de metal y mercurio –condensados en la trilogía que forman Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde– eran tesoros sin dejar de ser arqueología.
Sus expediciones sentimentales al cancionero de su primera adolescencia irritaban y desconcertaban a muchos de sus seguidores. “¿Qué es esta mierda?”, escribe Greil Marcus cuando publica Self-Portrait, tras haber descubierto el alma secreta de América en las grabaciones caseras de The Basement Tapes. Su barco, idos los años de abrir horizontes, perdía el rumbo entre los meandros del río. Todavía cabía la posibilidad de descubrir, rodeado de una profunda selva de espinas, un hermoso paisaje, pero la travesía tendía a ser monótona. El baúl de su talento parecía desfondado. Los tesoros se habían agotado.
Desde esta inmensa zona de sombra registró un disco –Oh, Mercy– junto a Daniel Lanois, artista de las atmósferas sonoras y productor de los Neville Brothers y de U2. Instalado en una quinta de Nueva Orleans, por primera vez alteró su tradicional método de grabación: llegar al estudio sin saludar a nadie y con las canciones esbozadas, enseñarle su esqueleto a los músicos de sesión, tocar para fijarlas lo más rápido posible y conjurar su angustia antes de pasar a otra cosa. La experiencia, aunque el disco contuviera gemas, no acabó de satisfacerlo.
Tras despachar con oficio un vinilo de clara vocación comercial –Under the Red Sky– probó a regresa a sus orígenes e hizo dos discos en el garaje de su casa de Malibú –Good As I Been to You y World Gone Wrong– en acústico, únicamente con su guitarra. ¿Blues rural para inaugurar la década de los noventa? “Es la música de una nueva Edad Oscura”. El laberinto parecía no tener ningún camino de salida. Su Harley no dejaba de dar vueltas a la rotonda. El Minotauro del tiempo le pisaba los pasos. Los augurios de la vejez seguían sus huellas.
En el segundo de sus acústicos, Dylan aparece retratado en un pequeño café de Londres con un sombrero de copa y caminando apoyándose en un bastón. El músico, al contrario que muchos de sus coetáneos, asumía la biología y se ataviaba con la elegante levita de Baudelaire. Había entendido que no habría excepciones: caminaba sin remedio en dirección la hora del crepúsculo. El deceso de Jerry García, el líder de Grateful Dead, diabético de 53 años, tras un infarto en una clínica de dexintoxicación enfrentó al músico norteamericano con una muerte próxima –y ajena– que, rebasado el ecuador de la existencia, se vive como el preludio de la propia. Ya era abuelo. La montaña rusa descendía a toda velocidad.
Dylan tenía 54 años cuando acudió a la Iglesia de San Esteban en Belvedere –en contra de sus costumbres asociales– para despedir a García. Algo le consumía por dentro. Dejó de fumar, salvo algún habano de vez en cuando, y llamó de nuevo a Lanois. En un hotel de Nueva York le leyó las letras de una nueva colección de canciones oscuras, hipnóticas, extremadamente crudas. Brutalmente sinceras. Eran el grito de un hombre perdido: desengañado del amor y, como el King Lear de Shakespeare, asomado al páramo. Un monarca cubierto de harapos.
El músico norteamericano tardo siete años en componer aquel caudal de palabras y música, inspirándose en viejos discos de blues arcaizante o artistas como Charley Patton, Little Walker y Link Wray, el creador de Rumble uno de los guitarristas que sedujeron al Dylan adolescente de los 50. Sonaban como un testamento al que Lanois debía dotar de atmósfera y ponerle el sello de lacre. Comenzaron a grabarlas en el teatro-estudio del productor en Oxnard, donde en 2010 Neil Young crearía el fantasmal Le Noise, con músicos como Bucky Baxter, Robert Britt, Cindy Cashdollar, Tony Garnier, Jim Dickinson, Jim Keltner, Brian Blade o David Kemper. Augie Meyers vino con su mágico órgano Vox. Y Duke Robillard, un dotadísimo guitarrista de blues, se sumó con su Gibson Les Paul quemada por el sol.
Doce músicos tocando juntos en riguroso directo desde el comienzo de la tarde a la madrugada. A continuación se mudaron –Dylan quería huir de Los Ángeles– a los Criteria Studios de Miami. Sentados en círculo, sin separación, dieron forma a Time Out of Mind, un disco que marcó la resurrección de Dylan. La grabación logró tres Grammy, entre ellos al de mejor disco del año. En lugar de ser una raya en el agua, abrió las compuertas a la trilogía posterior –Love & Theft, Modern Times y el chicano Together Through Life–, que situó al músico de Duluth en un crepúsculo fecundo que, a sus ochenta años, aún se prolonga.
Dylan volvió la carretera nada más atenuarse la pandemia –la celebró con Rough & Roody Ways, su trigésimo noveno álbum– y regresa este junio a España (donde ha confirmado doce conciertos, uno en el Liceu) tras publicar el volumen decimoséptimo de su cofres de bootlegs –Fragments–, una caja donde remezcla Time Out of Mind, muestra descartes, enseña variantes alternativas de las canciones y selecciona versiones en directo. La obra documenta el regreso del Caballero Negro. Un Dylan con la muerte pisándole los talones –durante esos años sufrió pericarditis– que canta sobre la devastación del tiempo, tormentosas pasiones y la extinción in fieri que llama a su puerta: No ha oscurecido todavía (pero no tardará).
Es un Dylan atemporal que, tras experimentar en el estudio como nunca antes a lo largo de su carrera, descubre que no hay técnica que pueda sustituir a la naturalidad. El disco está atravesado de una atmósfera hipnótica e irreal, análoga a las películas de David Lynch, aunque la cosecha –cinco discos– no sea tan abundante cuanto fértil. La competencia entre Dylan y Lanois en el estudio no fue tormentosa pero sí difícil, ya que el músico de Minnesota cambiaba y reinventaba sus composiciones en mitad de las tomas, obligando a sus músicos y al productor a adaptarse a esta búsqueda. “Si no lo has cogido ahora, no lo pillarás nunca”.
Así obró el milagro de crear una inesperada obra maestra que comienza con una austera y descarnada versión de The Water is Wide, incluye cenagosas tomas en directo –Cold Irons Bound, Can´t Wait–, explora letanías como Mississippi (que se reservaría para el álbum Love & Theft) o musita el monólogo interior de Highlands. La nueva entrega repite algunos descartes ya publicados en Tell Tale Signs, el volumen 8 de su serie de incunables –quizás hubiera sido más interesante ampliar la constelación de directos–, pero enseña el proceso creativo de Dylan, que ahora ha despojado las canciones de los arreglos y filtros de Lanois.
Fragments es el Time Out Of Mind que hubiera producido Jack Frost, el alias con el que el Premio Nobel de Literatura camufla su condición de productor de sí mismo. El resultado es un disco retro, coronado de aura, moderno y ancestral, que puede considerarse un brillante desnudo, como el Le it Be (Naked) de The Beatles. La dolorosa resurrección de un artista que, tras asumir su mortalidad, enfrenta su destino con mística terrestre. Una oración fantasmal sobre las eternas postrimerías. El viaje de un hombre que está cruzando la niebla de la Estigia.