El 'Montaigne' del rock & roll

El 'Montaigne' del rock & roll

Música

El 'Montaigne' del rock & roll

El periodismo de Greil Marcus es una excelente guía para entender el impacto de la música moderna en la cultura contemporánea

9 enero, 2018 00:00

Hay que ser un escritor glorioso o un tipo encantado de conocerse para empezar una crónica periodística así: “¿Qué es esta mierda?”. Greil Marcus (San Francisco, 1945) lo hizo cuando a uno de sus personajes favoritos --Bob Dylan, cuya verdadera personalidad es tan misteriosa como la de Alias, el silente personaje que el músico de Minnesota interpreta en Pat Garret & Billy The Kid, la película de Sam Peckinpah-- se le ocurrió, mayormente por joder a su antiguo representante, que se embolsaba la mitad de sus derechos de autor sin hacer absolutamente nada, sacar un disco de melosos cantos norteamericanos titulado Selfportrait sólo para que el intermediario no viera un dólar. La ocurrencia de Dylan descolocó a la crítica e irritó a sus seguidores, que ya habían tenido que adaptarse a tres reencarnaciones previas. Marcus, uno de los mayores expertos en su obra, recibió el disco con la indignación propia un becario: aquel no era su Dylan. No. Parecía un cantante de saldo. Corrían los setenta y el judío errante aún podía pasear por Nueva York, de donde tuvo que huir más tarde, con un tambor bajo el brazo, igual que cualquier principiante.

Marcus le había dedicado ya excelentes artículos en los que describía su música como una de las manifestaciones claves para entender la cultura norteamericana, genéticamente moderna. Like a Rolling Stone, la summa theologiae dylaniana, lo cambió todo: en sus 59 versos el rock baila con la poesía simbolista, cuenta la vida de las calles y mezcla el espíritu beat con la tradición del mejor blues negro. El enfoque del periodista californiano, titulado en Estudios Americanos y Políticas, y que ejercía como columnista para la revista Rolling Stone, era inusual: no se quedaba en el comentario musical. Trascendía el género de la crítica para tratar el rock como una expresión cultural integral, un arte mayor propio de su tiempo y bastante más poderoso, al no requerir hermenéutica alguna, que otras manifestaciones del espíritu contemporáneo. Marcus hacía todo esto sin sistema, mediante asociaciones creativas. De forma periférica. Podía pasarse páginas enteras hablando del fraseo de un verso de una canción porque en esa dicción estaba condensada toda la emoción del tema.

Crónica cultural de vanguardia

En Mystery Train, su primer libro, usó referencias literarias y cinematográficas para explicar el contexto desde el que surgió la maravillosa música norteamericana. Fue un éxito: nadie hasta entonces había hecho crónica cultural de alto nivel a partir de una música que nació como un divertimento entre adolescentes. En su siguiente ensayo, Lipstick Traces, Marcus volaba también por libre, interpretando el punk como una experiencia intelectual y conectando su rabia, su agresividad y sus desvaríos con el marco de las herejías medievales, persiguiendo eso que Darío Villanueva llama "el polen de las ideas". Escribir crónica cultural de vanguardia exige lecturas, tiempo y talento, pero es un género que dibuja la realidad mental en la que habitamos con una trascendencia equivalente a la mejor novela. Los personajes de Marcus eran artistas --su tercer libro, Dead Elvis, está dedicado al rey del Rock & Roll-- y sus relatos se nos presentan como grandes historias de no ficción. Quien espere encontrar en ellos periodismo de portera y rastros de mitomanía se encontrará con asociaciones imprevisibles y luminosas donde un disco sugiere tantas lecturas como la Divina Comedia.

greil marcus 03

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Si Dylan, a cuyas Basement Tapes dedicó Invisible Republic, un ensayo donde viaja por el subconsciente cultural de los Estados Unidos, es el poeta del rock, Marcus vendría a ser su Montaigne. Pero en vez de en una torre, tiene su biblioteca en Berkeley, donde mantiene su base de operaciones desde los sesenta. Desde este falansterio ha construido una red de puentes que conectan la música, el periodismo y la universidad. Con sus gafas de Le Corbusier y vestido de negro, la imagen de Marcus, que hace algo más de un año pasó por el Macba de Barcelona para inaugurar una exposición sobre el punk, es la de un típico intelectual de la Costa Oeste que escribe sobre The Doors como si fueran los mismísimos poetas malditos, ese mito cultural que explica la famosa muerte de Jim Morrison por sobredosis en París.

Los orígenes

Marcus descubrió el tema de su oficio en 1964, cuando The Beatles aparecieron en el show de Ed Sullivan. El rock & roll parecía entonces una fórmula pasajera: música sin pretensiones y bailable. Lo intelectual entonces era el revival folk: un arte tradicional con raíces firmes. Tras aquella actuación parte de su generación --la que no pitó a Dylan cuando se tornó eléctrico-- se reconvirtió con devoción a los discos de 45 revoluciones. Poco después Marcus descubrió a Pauline Kael, una escritora cinematográfica del New Yorker que, como confesó ella misma, no escribía de cine, sino de la vida a través del cine. Para ella no existía separación entre el arte y la existencia. El estilo de Kael fascinó a Marcus: en sus artículos había humor, erudición, entusiasmo y lo que los argentinos llaman buena onda. El tercer episodio que cambió su perspectiva sobre su entorno fueron las protestas juveniles de Berkeley. Los estudiantes, sencillamente, habían decidido que no querían ser ciudadanos anónimos de una América hecha, sino construir --a su manera-- otro país distinto.

Marcus sintetizó estas influencias y empezó a escribir de música en las revistas universitarias. Reunió algunas de estas crónicas en Rock & Roll Will Stand. Se pasaba el día conectado a la radio y acudiendo a conciertos. De ahí saltó al Rolling Stone, entonces una de las biblias de la contracultura, por mediación de Jann Wenner, uno de sus fundadores. En la revista no había reglas definidas. Nadie sabía cómo hacer periodismo. Libertad absoluta. El paraíso de cualquier escritor de periódicos. Dejó la revista cuando este espíritu se esfumó y se puso durante años a desentrañar las imágenes de Norteamérica presentes en la música rock, un trip apasionante que lo condujo hacia la Guerra Civil hasta llegar al siglo XIX. Para entonces, sin querer, Marcus había inventado un nuevo género que vinculaba la crítica musical con la historia y descubría a sus lectores un pretérito que ignoraban.

Su legado

Su perspectiva cambió el oficio: el punk, otro de sus temas, podía perfectamente ser --y de hecho fue-- la reencarnación del dadaísmo del Cabaret Voltaire, cuyas verdaderas raíces proceden de la Edad Media, algo que no se ve a simple vista si --antes-- no se ha leído a Batjin. El periodismo de Marcus abría el presente en canal: sugería un sinfín de lecturas heterodoxas y explicaba el espíritu salvaje que palpitaba detrás de la música de unos tipos que no sabían bien lo que hacían. Sencillamente lo hacían. Al cronista le descubrió el espíritu de la vieja América en las grabaciones improvisadas que Dylan hizo en la Big Pink de Woodstock. En términos técnicos podríamos decir que Marcus es un formalista norteamericano: construye sus relatos a partir de las sensaciones subjetivas que le provoca una canción. La biografía de los artistas importa, pero no es el núcleo básico de su análisis. Todo parte de la expresión musical, el Santo Grial de su obra. Su método consiste en incorporar a sus lectores a su propio viaje, no trazar ninguna ruta definida y atravesar el campo a través de las carreteras secundarias.

Sus mapas son el mejor ejemplo de periodismo cultural de vanguardia que existe. Un periodismo que nunca da respuestas: hace preguntas. “Yo no pienso, simplemente conecto con nociones. No creas a ningún artista, sólo escucha lo que cuenta”, dijo una vez. Para Marcus lo trascendente de una canción no son las intenciones de su autor, sino explicar de qué trata, por qué es como es --y no de otra manera-- y qué sienten los músicos que crean música. La tensión existente entre la creación individual y la respuesta colectiva que ésta suscita. El remolino que provoca, igual que un agujero negro, el rock & roll. Un arte prosaico, perdurable y eterno.