El universo bizarro de David Lynch / DANIEL ROSELL

El universo bizarro de David Lynch / DANIEL ROSELL

Cine & Teatro

El universo bizarro de David Lynch

El fascinante mundo creado por el cineasta norteamericano, poblado por criaturas atrapadas dentro de sus propias pesadillas, muestra el reverso oscuro de la realidad

14 noviembre, 2020 00:10

“Es muy bonito por parte de mi hermano decir que yo nací con carisma, pero no era más que un chaval normal. Tenía buenos amigos, no estaba pendiente de si era o no era popular y nunca pensé que era diferente”, cuenta David Lynch en Espacio para soñar (Reservoir, 2018), su última autobiografía, escrita a cuatro manos con la periodista y crítica Kristine McKenna. Lynch (Montana, 1946), cuya obra cinematográfica se define precisamente por no ser normal ni estándar, siempre ha rebajado los epítetos superlativos y las etiquetas que le clasificaban como el perro verde del mundo del cine. Quizás por eso la crítica y sus acólitos hayan acordado que merece un adjetivo sibgular: lo lynchiano. Decir que algo es lynchiano ha llegado a convertirse en un lugar común. El problema comienza cuando intenta definirse este concepto sin aludir al propio Lynch. 

En David Lynch. El hombre de otro lugar (Alpha Decay, 2019), Dennis Lim lo intenta de este modo: “Si kafkiano sugiere una atmósfera de absurdo amenazante y borgiano, un jardín de senderos que se bifurcan; si capriano connota un optimismo complaciente y felliniano designa algo fantástico y carnavalesco, lynchiano significa…bueno, ahí está lo complicado y lo interesante, en saber qué significa”.  La trayectoria de David Lynch ha sido reconocida recientemente por el Festival de Sitges, que le entregó su Premio Honorífico de su edición este mismo año cuando se cumple el 40 aniversario de El hombre elefante. Ataviado con una camisa negra, gafas de sol y su imperturbable y frondoso tupé blanco, el cineasta recibía en octubre el galardón en su estudio de Los Ángeles, donde grabó un vídeo de agradecimiento desenvolviendo el paquete y mostrando a cámara el galardón. 

El vídeo no pasaría de ser uno más de los clips de su canal de YouTube, que ha vuelto a activar a raíz del confinamiento por el Covid y donde ofrece su particular parte meteorológico cotidiano, si no fuera porque el director se permite la licencia de imitar un formato muy popular en las redes, conocido como unboxing, que consiste en que los usuarios de la plataforma se graban abriendo paquetes y mostrando el contenido. El unboxing de Lynch es enternecedor y a la vez desconcertante, como su cine y muchas de sus apariciones públicas.   

Cuando recogió el Oscar Honorífico por su trayectoria en 2019, Lynch también provocó una sensación de desconcierto al concluir su discurso de agradecimiento con esta frase:“Tienen unas caras muy interesantes, buenas noches”. Hay que retrotraerse a 2005 para recuperar otro de los hitos de las performances lynchianas: con idea de promocionar en 2006 la candidatura de Laura Dern para los Oscar como mejor actriz protagonista por Inland Empire, el cineasta no dudó en plantarse en mitad de Hollywood Boulevard, esquina con La Brea, con una vaca y un gran cartel de la intérprete en la película. 

“Hay un montón de miembros de la Academia y todo tipo de actividades en torno a los premios. La gente resuelve estas cuestiones pagando, pero yo no tengo dinero”, contaba a la revista Wired, aclarando así los motivos de su peculiar campaña promocional.  “Creo que los miembros de la Academia deben de estar hartos de ver anuncio tras anuncio tras anuncio que valen una fortuna sin que nadie realmente preste atención. Honestamente, yo voy con una vaca y conozco a personas increíbles. El otro día vino mi amigo Marek Zebrowski, director del Centro de Música Polaca de la School of Cinematic Arts (USC), a tocar el piano. Fue tan hermoso: un gran día con Georgia, la vaca, la hermosa música de piano y conociendo a gente maravillosa”.

Es probable que no haya nada tan lynchiano que el propio Lynch en acción, un ejemplo de libertad creativa, luminosa, inquietante y surrealista; pero mucho antes de que Lynch como personaje encarnara lo que entendemos por lynchiano, sus películas han logrado desencajar las mandíbulas y retorcer el rictus de no pocos espectadores de todo el mundo gracias a un universo artístico cuyos códigos continúan ampliando significados con cada nuevo visionado de su obra visual. Preguntarse a estas alturas de qué tratan sus películas es también un lugar común, además de un interrogante que sigue siendo imposible de responder. Es mucho más estimulante recorrer los tropos de sus películas para capturar gracias a ellos los perfiles de lo lynchiano, el tuétano de todo este asunto.

Lynchtown’ 

“Hay otros mundos, pero están en este”. El famoso verso de Paul Éluard se usa de manera recurrente para hablar de David Lynch, pero, ciertamente, cuesta encontrar una sentencia más bella y exacta para definir su cosmos, que sucede (casi) siempre en un mismo escenario. Fue el teórico Michel Chion quien en los años 90 acuñó el topónimo inventado de Lynchtown para nombrar el lugar imaginario donde suceden los melodramas siniestros de Terciopelo Azul o el serial Twin Peaks, la ficción escrita y dirigida junto a Mark Frost cuyas primeras dos temporadas se emitieron entre 1990 y 1991 en la cadena ABC. Para Chion, Lynchtown es “una coqueta y pequeña ciudad típicamente americana en medio de un océano de bosques, con toda su comodidad y su orden organizados en un entorno de un misterio ilimitado”.

Con sus casas suburbiales perfectas, su césped recién recortado y su enigmática comunidad, Lynchtown es un escenario arquetípico que recuerda a los lugares de Montana donde el director vivió durante su infancia y juventud. Esta topografía del imaginario lynchiano está suspendida en el tiempo, hasta el punto de que, en muchas ocasiones, deja de responder a las lógicas temporales normales para convertirse en un nodo en el que pasado, presente y futuro se cruzan creando nuevas dimensiones. 

En Espacio para soñar, Kristine McKenna también ahonda en las particularidades del espacio de las ficciones del artista. “En el reino de Lynch”, cuenta McKenna, “Estados Unidos es como un río que fluye siempre hacia adelante, acarreando probabilidades y extremos de una década a la siguiente, donde se entremezclan y difuminan las líneas divisorias que hemos inventado para marcar el tiempo. Terciopelo azul se desarrolla en un período indeterminado donde el tiempo se ha derrumbado sobre sí mismo”. 

Películas como Carretera perdida, Mulholland Drive o Inland Empire acontecen en Los Ángeles, pero ese locus que pertenece al terreno de lo real es asimismo un espejismo: cuando las tramas de estas ficciones se tuercen y se transforman aparecemos en escenarios que podrían pertenecer a la topografía angelina o ser abstracciones oscuras, laberínticas y casi cuánticas del Lynchtown primigenio. En realidad, tanto da porque para Lynch uno y otro son los paisajes donde se fragua la pesadilla

La luz y la oscuridad 

“La luz puede cambiarlo todo en una película, incluso un personaje”, dice David Lynch en Atrapa al pez dorado (Reservoir, 2006). “Adoro ver salir a gente de la oscuridad”. Los personajes del cine de Lynch se mueven entre la luz y la oscuridad, dos escenarios opuestos y complementarios que luchan entre sí, ignorando su interdependencia. Ese universo doble –en el cine de Lynch hay doppëlgangers [dobles fantasmagóricos] por todas partes–, está repleto de perforaciones; agujeros de entrada y de salida por los cuales se conectan lo oscuro y lo luminoso, lo bello y lo siniestro, la vida y la muerte.  A través de ellos la cámara entra y sale, conecta lo interior y lo exterior –haciendo visible lo invisible y viceversa– en un pliegue infinito que revela el negativo del mundo de las apariencias.

David Lynch

El director de cine David Lynch

Sobre estos escenarios duales y los correspondientes túneles que los unen, Roberto Amaba dice en Carretera perdida. Paseos con David Lynch (Shangrila, 2018) que “la cámara que pasea, sale y entra en espacios, superficies y anatomías, obliga al espectador a dejarse jirones de materia gris en cada umbral. Esta espeleología del trasmundo se inicia en el conducto industrial de Cabeza borradora, sigue por el ojo asimétrico de la máscara de John Merrick en El hombre elefante y por el conducto auditivo de la oreja de Jeffrey en Terciopelo azul, sale con ironía intermedial de la pantalla de televisión de Twin Peaks, y vuelve a hundirse en la caja azul y en la mortaja de Diane en Mulholland Drive para acabar la exploración del más allá de la ficción atravesando la quemadura de cigarrillo de Inland Empire”. 

Adentrarse en lo lynchiano es lo más parecido a penetrar una imagen y escarbar en ella para comprobar si, tras el velo de la belleza, habita el horror del abismo, como escribe el filósofo Eugenio Trías en Lo bello y lo siniestro (1982), su canónico estudio sobre Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock. Aunque no es una influencia reconocida por el director de Montana, cabe pocas dudas ya a estas alturas del influjo de su cine en los relatos femeninos perpetrados por David Lynch.

A woman in trouble

En algún momento de los años ochenta, después del éxito de Terciopelo azul, Warner Bros pensó que sería buena idea que Lynch dirigiera un biopic sobre Marilyn Monroe, Goddes, cuyo guión estaba trabajando Mark Frost. “No tenía muy claro si podía trabajar con Frost cuando nos conocimos, pero estaba decidido a probar. Él estaba atado al proyecto de Goddes y, como a otros diez millones de personas, a mí también me gusta Marilyn, así que empezamos a trabajar en ello”, explica Lynch en Espacio para soñar. “Es difícil decir exactamente qué tiene Monroe, pero diría que lo de mujer con problemas tiene algo que ver.  No es solo eso lo que te atrae de ella. Va más allá del hecho de que algunas mujeres son realmente misteriosas. […] Se podría decir que Laura Palmer es Marilyn Monroe y que Mulholland Drive también va de Marilyn Monroe. Todo se trata de Marilyn Monroe”.

El grueso de la filmografía de David Lynch son historias de mujeres que se meten en líos o complican la existencia al protagonista masculino. Reformulaciones, en todo caso, de los relatos de cine noir de la posguerra, amplificados por conductas misteriosas, sucesos paranormales y tramas que llevan a callejones sin salida. Al final de estos cul-de-sac siempre aparece a perturbadora presencia de una mujer, da igual que sea rubia – como Sheryl Lee en Twin Peaks, Patricia Arquette en Carretera perdida, Naomi Watts en Mulholland Drive o Laura Dern en Corazón salvaje e Inland Empire– o morena –como Isabella Rossellini en Terciopelo azul, Patricia Arquette en Carretera perdida o Laura Harring en Mulholland Drive–, porque todas aparecen como avatares de la tragedia de Marilyn Monroe, el bello cadáver consecuencia de la crueldad de la industria de Hollywood y sus ramificaciones en el poder.

En Inland Empire, su último largometraje, Lynch abordó de manera directa la figura de la mujer con problemas, al borde del deseo desbordado, la esquizofrenia y la muerte. De hecho, el tagline de la película rezaba: A woman in trouble, erigiendo a Nikki Grace (Laura Dern) como la máxima heroína de todas las mujeres ficcionales de Lynch que han sufrido la cruel violencia del deseo desenfrenado.

Lo siniestro 

“Frank Booth, para mí, es un tipo que los estadounidenses conocemos bien”, dice Lynch en las páginas de su autobiografía al hilo del perturbador secundario de Terciopelo azul, interpretado de manera avasalladora por Dennis Hopper. “Estoy convencido de que casi todo el mundo ha conocido a alguien como Frank. Quizá no se han saludado o se hayan ido a tomar algo, pero un cruce de miradas es suficiente para saber que lo has conocido”.  Como sucede con las heroínas de sus películas, el villano en la cosmogonía lynchiana también posee diferentes rostros. Frank Booth es uno; el sádico Fred Madison (Bill Pulman) de Carretera perdida, otro, además de la dupla Leland Palmer/ Bob (Ray Wise/ Frank Silva) en Twin Peaks o el doble siniestro del agente Dale Cooper (Kyle MacLachlan) en la tercera temporada del serial. 

A pesar de presentar unas sucesivas encarnaciones del mal en una serie de asesinos y malvados antológicos –cuyas acciones remiten a las imágenes eróticas enajenadas del Marqués de Sade, del artista anatómico Clemente Susini, o los surrealistas Hans Bellmer y Marcel Duchamp–; en las ficciones de Lynch el horror más absoluto se localiza en lo cotidiano: en los pasillos del instituto, en el iluminado salón de casa o en el gesto extraviado de una mujer de mediana edad, con el rostro pintado de rojo aullando a su hija desde el otro lado del teléfono, como la poderosa imagen de Diane Ladd en Corazón salvaje. La plástica del mal en Lynch responde a la pregunta sobre lo siniestro que hace más de un siglo formuló Freud en su seminal Das Unheimliche.  ¿Qué hubiera nacido de un hipotético encuentro entre el analista austríaco y el artista de Montana? Probablemente, algo parecido a Twin Peaks: The Return

Nos vemos en 25 años

El viaje que iba a llevar de vuelta a Lynch a Twin Peaks comenzó en 2011, cuando Lynch y Frost volvieron a verse en un almuerzo informal en el mítico Musso & Frank, uno de los restaurantes con más solera de Hollywood. A principios de 2014, la pareja se presentó en las oficinas de Showtime, subsidiaria por cable de la CBS, para negociar un proyecto que obtuvo luz verde en octubre de ese año, retitulado como Twin Peaks: The Return. A partir de ahí, como ya sucediera tres décadas antes con la primera temporada del serial, todo lo que iba a suceder terminaría haciendo historia. 

En su artículo sobre los treinta años del capítulo piloto de Twin Peaks, el crítico Felipe Rodríguez Torres explica que hasta la llegada de esa serie, la televisión “vivía supeditada a unas limitaciones técnicas que conformaban sus decisiones formales y estilísticas:  el formato 4:3 de los televisores, su escasa resolución y el tamaño de dichas pantallas”. Las ficciones “tenían que amoldar su puesta en escena a la capacidad técnica de los receptores. En consecuencia, nada de planos generales, mucho plano medio, propensión por el primer plano y escasa profundidad de campo”. A todo esto había que sumarle la escasa audacia del medio, “encorsetado en un sinfín de géneros cerrados en sí mismos para que el espectador supiera perfectamente qué tipo de serial estaba viendo”. 

Por su hábil puesta en escena, el piloto de Twin Peaks revoluciona el paradigma catódico de la época, desde el arranque de los títulos de crédito hasta el poder iconográfico de las localizaciones de exterior, el uso de la profundidad de campo como recurso estilístico y narrativo o la subversión de los géneros televisivos estancos a partir de su mezcla. Tras los sinsabores de la segunda temporada de Twin Peaks (1991) y la poca aceptación incluso entre los fieles de Twin Peaks. Fuego camina conmigo (1992), precuela que narra la última semana de vida de Laura Palmer, era complicado imaginar no solo una continuación digna que explicara lo sucedido en ese pueblito de montaña 25 años después del trauma provocado por una muerte, sino una continuación revolucionaria, que volviera a trastocar los códigos del ahora prestigioso medio televisivo. Tres años después de su emisión, podemos decir que Lynch y Frost lo consiguieron. 

En Twin Peaks: The Return se conjuga lo lynchiano con las sinuosas melodías de Angelo Badalamenti, el rock & roll de los años cincuenta del admirado Roy Orbison y otros acólitos que tocan en el Roadhouse; los acertijos providenciales brotados de la boca de un personaje en el umbral de varios mundos; la célebre y eléctrica habitación roja, esta vez sin el actor Michael J. Anderson en el rol del hombre de otro sitio, metamorfoseado para la ocasión en un árbol con cerebro; Marlon Brando rejuvenecido en el cuerpo de Michael Cera, Harry Dean Staton, en su penúltimo papel, como el mejor vecino del mundo, el homenaje a David Bowie (Philipp Jeffries); la sempiterna influencia de El mago de Oz, el homenaje a la señora del leño; litros de café y tragaperras que escupen monedas como carcajadas…

The Elephant Man .@ StudioCanalFotograma de El hombre elefante

Fotograma de

La miríada desbordante de personajes, cameos y referencias que pululan por The Return reactivan la nostalgia de los seguidores, pero su función no solo alude a recordar con melancolía esos rostros e imágenes que se escurren con el tiempo, sino que todos y cada uno de ellos forman parte del relato cósmico más apabullante creado por Lynch. El celebrado capítulo 8 de The Return, donde se narra el nacimiento del mal y del bien tras una explosión atómica, nos remite, por su plástica, a la primera película de Lynch, Cabeza borradora, en la que un hombre estaba en conflicto con su rol de padre de un bebé monstruoso, pero también a la obra pictórica del cineasta, repleta de figuras sin rostro y espectros vaporosos e inquietantes. La importancia de ese capítulo en el corpus de Lynch es clave para la hermenéutica de lo lynchiano, al ofrecer pistas sobre la madeja simbólica con la que trenza los sueños que comparte con los espectadores. 

Mulholland Drive

Aún así, tampoco hay que obsesionarse con los significados de su mirada onírica. Como proponía Éluard, en el Twin Peaks de Lynch “hay otros mundos, pero están en este” y la llave maestra que nos permite abrazar lo lynchiano es la misma que nos invita a abandonar lo racional y dejar de especular sobre su obra. “Descifrar una película, hacer interpretaciones, divulgar la fuente de una idea, todo esto significa menos espacio y menos posibilidades de soñar”. Todos los mundos de Lynch anidan justamente ahí, en lo más profundo de una noche cerrada.

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