Proust en sus cartas
Acantilado edita en español una antología de la correspondencia del novelista francés que funciona como un caleidoscopio paralelo a la escritura de 'En busca del tiempo perdido'
2 enero, 2023 19:55“Hace mucho tiempo que la vida no me ofrece más que acontecimientos que ya he descrito”, admite Proust en una carta de 1914 al músico Reynaldo Hahn, su amigo y amante. Para entonces, el escritor ya hacía años que se había retirado del mundo y se había encerrado en su habitación forrada de corcho, dedicado a terminar su monumental novela, una obra de apariencia clásica en la que sin embargo revolucionó la forma de abordar la experiencia, inventando un estilo que funciona como un ojo insomne capaz de registrar todos los grados de la vida en marcha, desde el recuerdo hasta el ansia del presente, la tiranía de la historia, la convulsión de la cultura, los infinitos meandros de las pasiones y los celos o los embates de la enfermedad y la muerte.
Gracias a la antología de su correspondencia que acaba de publicarse, Cartas escogidas (1888-1922) (Acantilado), la primera que se hace en español, editada por Estela Ocampo y traducida por José Ramón Monreal, podemos hacernos una idea más detallada de la personalidad y el universo privado del escritor. Dividida, con muy buen criterio, en diversos apartados temáticos –su mundo sentimental, la historia y la sociología, la literatura, el arte, la música, su propia obra–, la antología sirve como caleidoscopio paralelo a En busca del tiempo perdido, una novela en la que el autor invirtió y metaforizó todo lo que había vivido. Nunca antes la literatura había demostrado tanto poder de absorción, desmontando la noción de espacio y de tiempo, desafiando la concepción del deseo sexual, de los géneros y las identidades convencionales, mostrando con toda crudeza la sociedad decadente creada tras la Revolución Francesa y las miserias de su esfera pública.
La mayoría de las cartas recogidas en el volumen muestran a un escritor postrado por la enfermedad, desbordado por su propia imaginación y cuya única vinculación con el exterior es ya la escritura, tanto el magma aún en ebullición de su obra sin fin como la red epistolar que teje a su alrededor con amigos, amantes, parientes, médicos y colegas que a su vez son a menudo modelo para sus personajes. Proust se muestra casi siempre como una persona amable, muy atenta y generosa, con frecuencia abatido por el dolor y los ahogos económicos, con una aguda conciencia espectral, como si fuera consciente de que ya había cruzado el umbral de su vida y se preparara para la posteridad.
Todo lo que le ocurre, efectivamente, ya lo ha descrito en su novela. No hay nada que pueda sorprenderle. Su mundo ha desaparecido con la muerte de sus padres y de muchos otros. La primera guerra mundial certifica el hundimiento de un orden del que él es uno de los últimos testigos agónicos. Mientras caen las bombas en París, Proust se niega a bajar al sótano con su criada Céleste Albaret pero no duda en incorporar el imaginario bélico a las páginas de El tiempo recobrado, que de pronto se tiñen de una inesperada estética futurista. La literatura es ya para él la única forma de existencia posible. Su estilo hipotáctico, tentacular, cuya onda de aliento dieciochesco descompone la realidad en múltiples planos simultáneos –de una manera, como observó Jacques Rivière, muy cercana al cubismo– se convierte en su única forma de respiración, en un combate contra su asma.
Impresiona recordar que hace ahora cien años, más o menos entre 1922 y 1926, escritores como Proust, Kafka o Rilke, mientras Europa se destruía y ellos mismos sufrían patologías graves, opusieron toda la intensidad de su imaginación a esa nueva forma de aniquilación total –una nueva forma de muerte– que empezaba a ensayarse en las trincheras. Nosotros aún vivimos de esa fuerza que nos legaron, de esa afirmación a pesar de todo triunfante que sigue constituyendo uno de los grandes misterios de nuestra condición. Hay una salvación que solo es posible en el pensamiento. Y esa es la gran tarea de la literatura, rebelarse contra la indiferencia que permite y perpetúa la destrucción, recordando que la conciencia humana, como dijo Horkheimer, es el único lugar donde la injusticia puede ser superada. Según Hannah Arendt, los campos de concentración son también el resultado de un eclipse imaginativo.
En sus cartas, Proust demuestra un hondo conocimiento de la problemática humana en todas sus dimensiones. En 1918, por ejemplo, le escribe a Lionel Hauser esta elocuente reflexión sobre el amor, síntesis de todo lo que dramatiza en su novela:
“Pero no hay nada más alejado del ‘corazón’ que ese sentimiento egoísta, llamado amor, que en las tragedias de Racine incluso lleva al asesinato o al suicidio por poco que el ser elegido no parezca profesar el mismo sentimiento. Lo cual no significa en absoluto que este amor me parezca desprovisto de interés. Es un tema importante para la filosofía, lleno de enseñanzas para quien lo analiza, pero atroz, algo sé de ello, para quien lo experimenta. Sin embargo, jamás he pretendido asimilarlo al buen corazón”.
Se trata este de un asunto complejo sobre el que la antóloga, Estela Ocampo, profesora de arte en la Universidad Pompeu Fabra, ya discurrió con lucidez y persuasión en su ensayo Cinco lecciones de amor proustiano (Siruela), un estudio sobre la fenomenología del amor en la Recherche. Probablemente no haya habido ningún otro autor moderno que haya sido capaz de dramatizar todas las virtualidades del corazón humano con tanto detalle, desde el sentimiento más ciego y egoísta hasta el raro desapego angélico, adelantándose en muchos aspectos a su época, por ejemplo en la exploración del deseo homosexual. Muchas cuestiones que hoy se nos presentan como transgresiones están ya representadas en Proust, a veces con una crudeza y un desacato inverosímiles.
Las cartas también nos sirven para entender mejor la peculiar genealogía en la que se insertó Proust como escritor. Si bien su obra es sin duda el resultado, la conclusión se podría decir incluso, de la mejor literatura francesa, tanto del memorialismo del XVIII como de la gran novela del XIX –Proust era capaz de imitar cualquier estilo, como demuestran sus pastiches–, en realidad su alma fue más afín al mundo anglosajón que al francés. Gracias a su madre y a Robert de Montesquiou, el joven Marcel descubrió a algunos escritores, como George Eliot y John Ruskin, que modificaron su sensibilidad.
En la literatura inglesa, Proust encontró una cultura de las emociones que no era tan rica ni tan matizada como la suya propia. Basta pensar en Henry James para comprobar hasta qué punto los dos novelistas comparten una misma capacidad para representar en cinco dimensiones la experiencia humana. Iris Murdoch, por ejemplo, discípula suya en el campo de la fenomenología del amor, consideraba a Proust un autor inglés que escribió en otra lengua. El propio escritor nos confirma esa filiación en una carta a Robert de Billy de marzo de 1910:
“Es curioso que, en los más distintos géneros, de George Eliot a Hardy, de Stevenson a Emerson, no hay literatura que tenga sobre mí un poder comparable a la literatura inglesa y norteamericana. Alemania, Italia y muy a menudo Francia me dejan indiferente. Pero dos páginas de 'El molino junto al Floss' me hacen llorar. Sé que Ruskin execraba esta novela, pero yo reconcilio a esos dioses en el Panteón de mi imaginación”.
Incluso desde el punto de vista de la lengua, Proust se salió de la preceptiva de su tradición, muy rígida en cuestiones estilísticas, acercándose también en ello a los ingleses. En una carta de 1908 a Madame Straus, dice por ejemplo:
“Los únicos defensores de la lengua francesa (como del ejército en los tiempos del caso Dreyfus) son los que la ‘atacan’. La idea que se tiene de que la lengua francesa existe independientemente de los escritores y hay que protegerla es increíble. Cada escritor debe crear su propia lengua, como cada violinista su propio 'sonido'. No quiero decir con ello que me gusten los escritores originales que escriben mal. Prefiero –tal vez sea una debilidad– a los que escriben bien. Pero éstos sólo comienzan a escribir bien a condición de ser originales, de crear su lengua. La corrección, la perfección del estilo existe, pero sólo más allá de la originalidad, tras haber pasado por los errores, no más acá. ¡Pues sí, señora Straus, la única manera de defender la lengua es atacarla!”.
Ahí esta ya incluso, in nuce, Céline. Y en realidad toda la literatura que ha venido después. Esta correspondencia confirma que Proust no sólo compendió, como dijo Jean-Yves Tadié, toda la literatura occidental sino que también prefiguró la complejidad futura, al menos para quienes se atrevan a heredarla.