Un mundo (in)feliz
Anagrama reúne en ‘La sociedad de la decepción’ una conversación entre Bertrand Richard y Gilles Lipovetsky sobre la entronización de la cultura de la insatisfacción y la filosofía del tedio
2 diciembre, 2022 23:40“Sucede que me canso de ser hombre / Sucede que entro en las sastrerías y en los cines / marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro / navegando en un agua de origen y ceniza. // Sucede que me canso de mis pies y mis uñas / y mi pelo y mi sombra”. Acaso no haya forma más exacta de definir nuestro tiempo, marcado por el incremento exponencial de la insatisfacción espiritual, ese antiguo privilegio de las clases medias y, mucho antes, de artistas colosales que, como Baudelaire, padecieron aquella patología elegante que se llamaba spleen, que estos versos de Pablo Neruda escritos en el poema ‘Walking Around’.
El poeta chileno, tras un consulado tormentoso en Rangún (Birmania), donde conoció –en toda la extensión de la palabra– a la maligna Josie Bliss, vertía en su poemario Residencia en la Tierra el desengaño telúrico de un hastío descubierto en el tránsito entre la postrera juventud y la primera madurez. Un canto de angustia hecho con la dicción del mundo moderno –el poema está escrito entre mediados de los años veinte y comienzos de los treinta– que, como sabemos, empezó a diluirse recién superado el ecuador del siglo XX, para dar paso a una posmodernidad extraña, atrio del vigente paradigma de la civilización digital.
El trasfondo de los versos es trágico y humano; su formulación, surrealista. El sentimiento que expresan, sin embargo, es un mal ancestral: el tedio acompaña a los hombres desde el principio mismo de la historia. No cabe, pues, hablar de novedad, sino de matices y articulaciones de la melodía (disonante) de la decepción. ¿Por qué no somos felices? La diferencia entre entonces y nuestros días, además del propio concepto de felicidad, es que la amargura ha dejado de ser una excepción –todos sufrimos, pero acaso lo hagan de una forma más intensa quienes mejor conocen la vida y saben que las grandes calamidades no tienen remedio– para transformarse en una convención social estable. En toda una institución.
Así lo cree Gilles Lipovetsky, uno de los más brillantes sociólogos europeos, autor de libros capitales para entender Occidente en las últimas décadas, como La felicidad paradójica o El imperio de lo efímero. Lipovetsky, que descree de los grandes sistemas filosóficos, y al que le gusta oír el ruido de la calle, ha diagnosticado las paradojas de este universo mental donde el consumo es la única deidad, el materialismo actúa como creencia ecuménica y la infelicidad se reproduce. Suicidios, grandes renuncias laborales, decepciones y sinsentidos acompañan a esta última fase de una posmodernidad que, a pesar de su nutrido ejército de charlatanes, ha logrado condicionar la experiencia material, igual que toda la ficción influye en la realidad.
Desde hace tiempo su particular marco mental, sea por oposición o por filiación, condiciona nuestra mirada, en general mediante el asombro, describiendo hábitos y situaciones que a priori pueden parecer insólitas. Anagrama, que posee los derechos de la mayoría de los títulos del sociólogo francés, publica ahora un interesante volumen que sirve de condensación de su pensamiento y, al mismo tiempo, funciona como introducción a su teoría de la era del vacío, caracterizada por la entronización del hiperconsumo y la omnipresencia del desencanto.
Lipovetsky, que comenzó a publicar en los años setenta, huyó desde el primer momento del discurso moralizante –habitual entre quienes se resisten a admitir el inevitable cambio de costumbres, refugiados en un esencialismo a ratos melancólico y en ocasiones apocalíptico– y cuestiona la conocida tesis del capitalismo de vigilancia y dominación de la generación de filósofos anteriores, como Foucault. La sociedad de la decepción resume sus ideas y reflexiones esenciales, adaptadas al momento actual aprovechando la ligereza del género de la entrevista, que en nuestros días ha pasado a reemplazar al diálogo clásico de ideas.
Bertrand Richard pregunta y Lipovetsky responde. Y lo hace con sencillez, argumentando a partir de hechos ciertos, sin caer en el nominalismo de su disciplina. Frente a un paradigma intelectual condicionado por la larga herencia del marxismo y la formulación del pensamiento comunitario, el pensador francés insiste en que nos encontramos en la segunda fase de un individualismo feroz que, paradójicamente, se nos muestra con la misma contradicción que encierra una moneda. En una cara, el progreso científico, tecnológico y material, la sana liberación de las costumbres y apetencias personales, la aspiración universal de querer vivir la vida a fondo. Una religión (sin Dios) que comparten todas las clases sociales.
El envés, en cambio, nos enseña la extensión, como nunca en la historia cultural, de un sentimiento de insatisfacción cósmica. ¿Cómo explicar tal paradoja? La cultura, que en la era moderna fue el sustituto de la religión, eje de las sociedades antiguas, se ha convertido en otro objeto más de consumo. Nadie espera que cambie nuestra vida. La tecnología es el nuevo evangelio. Las masas sobre las que en su día advirtiera Ortega y Gasset se han convertido en legiones de insatisfechos que persiguen un éxito –cada individuo únicamente el suyo– que es imposible de alcanzar, pero que se les garantiza sin cesar. No se trata –explica Lipovetsky– de que nos hayamos vuelto más metafísicos, sino que somos más materialistas.
Deseo y frustración caminan juntos. Son hermanos siameses. El hastío posmoderno, no obstante, no se circunscribe a lo material: el acceso al consumo ha hecho que todos los sectores sociales disfruten del efecto novedad que fabrica el capitalismo de las pantallas. Existe un malestar anímico, vital, pero procede del ejercicio autista de la libertad. Vivimos en una sociedad menos controlada que nunca –a pesar de que la tecnología haya empezado a mostrar su potencialidad como herramienta de control–, donde nada es sagrado y la ideología se entiende como una rémora. No hemos alcanzado la satisfacción, sino el hedonismo.
El zeitgeist de nuestro presente es la decepción constante. Extendida en el ámbito público y en el refugio privado. La muerte del determinismo social ha dejado a la sociedad sin límites. Todo es deseable, aunque no todo es posible. Y de este contraste, apuntado por Tocqueville y Durkheim, surge la idea de que la idea de progreso es una falacia. El futuro no tiene que ser necesariamente mejor. Exactamente así lo viven las generaciones más jóvenes, instaladas en una permanente precariedad, y aquellas que han rebasado el medio siglo, tras ser amortizadas como fuerza laboral. El efecto es una clase media desclasada, una economía cada vez más segregada entre dos abismos –ricos y pobres– y una certeza agria: The Winner Takes It All.
El fenómeno –reflexionan Richard y Lipovetsky– es especialmente intenso en la escuela, en la universidad o en el campo de las representaciones identitarias. Y tiene una traducción política estable que se tiende a ignorar: la consolidación de las bolsas de abstención electoral. ¿Cuál es el combustible de tanto desencanto? Para Lipovetsky cabe citar cuatro factores. En primer lugar, el deceso de la creencia utópica. La sociedad digital no es enteramente nihilista, pero sí parece enfermizamente escéptica. Nadie cree (demasiado) en nada. Existe una desconfianza hostil ante instituciones como la prensa, el ejército o los políticos. La crítica contra el sistema, sin ser necesariamente sólida, es ya una tendencia social dominante.
Un segundo factor son los anhelos yertos más allá del estricto papel de la política. El excesivo optimismo crónico. La ceguera obstinada ante las evidencias. La sociedad contemporánea ha creído que muchas causas sociales, loables y dignas, pueden ser exigibles a la realidad. Y el mundo le responde con un categórico mentís. “¿Cómo podría lo real estar a la altura de ideales tan elevados como la libertad, la igualdad y la felicidad de todos”, se pregunta Lipovetsky. Soñar quimeras conduce a la melancolía (en el mejor de los casos) o a la frustración. El tercer elemento es ambiental: la globalización y conversión de la economía en un inmenso mercado financiero, donde el dinero no representa cosas ciertas, sino expectativas virtuales.
El último elemento consiste en “la desaparición de las ideologías demiúrgicas”. La idea de que los poderes terrenales pueden hacer todo. Que no hay límite. La renuncia al realismo y a la complejidad, el último rasgo que define a la realidad. La huida del prosaísmo. El discurso político se ha simplificado, el debate público adopta la forma del espectáculo. El fondo y los conceptos han desaparecido de la dialéctica democrática en favor de las hueras pulsiones sentimentales. En este contexto, la irrupción de los populismos –con toda su capacidad contaminante– dista de ser una anomalía para tornarse en natural. Hasta el punto de que la uniformidad política hace que únicamente destaquen los radicalismos interesados.
Da la impresión, al leer el discurso de Lipovetsky, de que lo único que parece dotar de apariencia de normalidad al mundo contemporáneo es la inmensa rueda del consumo, motor del hiperindividualismo. Ante semejante panorama, cabe preguntarse si la democracia no es otro bien de consumo más. El pensador francés no lo descarta, pero, si lo fuera, se trataría de un producto que compra absolutamente todo el mundo. “En el presente, no es un bien canjeable como los demás: se impone como valor absoluto”. Aunque –y aquí reside otra de las paradojas de nuestro tiempo– probablemente nadie daría su vida por defenderla.
En esta posmodernidad no es concebible un tiempo de revoluciones porque todas pretenden ser un relato de sentido (alternativo al vigente), que es justamente lo que se ha desmoronado. Los movimientos sociales que insisten en su voluntad de cambiar el mundo –al menos para determinadas minorías– fortalecen el descreimiento global al limitarse a lo epidérmico. La gente busca con pasión su plenitud personal. La realidad, en cambio, la aleja de forma mecánica: incremento de la pobreza, el desempleo de las sociedades occidentales, la crisis alimentaria, un ejército de workings poors. Todo en paralelo a un desarrollo desenfrenado e imperativo que no se guía por ningún principio, salvo la competencia (feroz), el darwinismo económico y la supervivencia. “La sociedad del goce ha creado una angustia insuperable”.
El diagnóstico del pensador francés, no obstante, es optimista: las culturas sociales, igual que las personas, nacen, crecen y mueren. “Llegará un día en el que la cultura consumista no tendrá el mismo impacto ni la misma importancia en la vida de las personas”, explica Lipovetsky. “A fin de cuentas, esta cultura es una invención reciente en la historia: comienza a finales del siglo XIX y adquiere una fuerza considerable a partir de 1950. ¿Cómo imaginar que una cultura sea eterna?”. Ninguna, en efecto, lo ha sido, aunque sus legados permanezcan tras su extinción. La incógnita es si a la posmodernidad consumista, amplificada gracias a la digitalización y a las redes sociales, seguirá una democracia poshumanista o acaso le sucederá una inmensa constelación de sectas redentoristas. Evitarlo requiere regresar a los clásicos y aprender a volver a lidiar con ese viejo amigo: el desencanto.