Reyes de un instante
Como Virgil Suchy en la novela 'Tríptico de Praga' de Johanness Urzidil, Ashli Babbitt dio su vida por un instante de gloria, un romanticismo heroico condenado por la Historia
24 enero, 2021 00:00Qué poca compasión ha suscitado la muerte de Ashli Babbitt. Qué poco escándalo ha provocado. Un policía del Capitolio le pegó un tiro a bocajarro cuando al frente de una turba Ashli estaba encaramada a una puerta vidriada y trataba de abrirse paso al vestíbulo del presidente del Capitolio.
"¡Vamos, vamos!", gritaba. Logró asomar la cabeza a través del marco, alcanzó a ver la boca de la Glock y en ese mismo momento recibió el tiro mortal. ¡Pack! Ni siquiera muy ruidoso. Ella cayó para atrás como un saco de patatas sangrante.
Era una infeliz con pulsiones rebeldes y violentas que había servido la mitad de sus treinta y cinco años de edad en el Ejército, en Afganistán, Irak y Yemen. Creía en conspiraciones de folletín y obedeció al llamado de su presidente, Donald Trump, a su “¡Apretad, apretad, hacéis bien en apretar!” --como el de Torra, pero allá se manejan pistolas--.
El momento en que iba a alcanzar su objetivo, el momento del éxtasis --la conquista del Capitolio--, se fundió con el momento final. ¿A quién me recordaba esto? ¿A Garcilaso, derribado de su escalera en el momento de asaltar la fortaleza de Le Muy...?
No, más bien a Virgil Suchy. Era un oscuro funcionario de último nivel en el ayuntamiento de Praga antes de la primera guerra mundial, cuando la ciudad y Bohemia entera pertenecía al imperio austrohúngaro.
Con la excusa de la próxima visita de un miembro de la familia imperial que llegaría de Viena, Suchy se las ingenió para reunir las siete llaves de los siete cerrojos de la puerta de hierro que, en la catedral de San Vito, da acceso a la escalera de caracol que lleva a las dependencias donde se conservan el trono, la corona y demás joyas del tesoro de la antigua dinastía bohemia: siete llaves que para mayor seguridad estaban repartidas entre todas las instancias gubernamentales: una en la oficina del alcalde, otra, en la del arzobispo; otra, en el despacho del jefe de policía. Etcétera.
En vísperas de que llegase el pariente del emperador todos esos notables se dieron cuenta de que les faltaba su llave. Descubrieron que se las había llevado, con mil triquiñuelas, el insignificante Suchy. Y que éste había desaparecido con ellas.
Corren a la catedral temiendo lo peor, encuentran entornada la puerta que siempre debería estar cerrada, se precipitan escaleras arriba con el corazón en vilo, temiendo lo peor, temiendo no encontrar ya nada más que una sala desvalijada, y se encuentran...
...a Suchy, sentado en el trono real, envuelto en el viejo manto de armiño, con la corona torcida sobre su cabecita, lanzando destellos dorados. Al pie del trono yace el cetro, que se le cayó de la mano cuando le dio un ataque al corazón fulminante. El rostro desencajado por la mueca de "una risa inquietante".
Esto es sacrificar la vida por una causa. Causa equivocada, idiota, pero causa, y por tanto no desprovista de cierto romanticismo heroico...
El caso es que Suchy quiso ser rey de Bohemia, rey nuevo y secreto de una dinastía extinguida y con él resucitada, y lo consiguió por unos minutos. Y después de llegar a aquella apoteosis, ¿para qué seguir viviendo? ¿Para ir a la cárcel, o volver a alguna oficina siniestra?
Esta historia es la primera del delicioso Tríptico de Praga de Johanness Urzidil (1896-1970), amigo de Kafka y de Werfel, que siendo medio-judío tuvo que emigrar cuando los nazis se apoderaron de su país. Se fue a Inglaterra, luego a Estados Unidos y al final de instaló en Roma.
No es difícil imaginar a Virgil Suchy paseando con Ashli Babbitt por las praderas rosadas de un cielo de nubes. Aunque uno sea un personaje de ficción creado por Urzidil, y ella un ser humano de la vida real creado por Dios, al fin y al cabo también vivía en una ficción. Y quizá estos dos seres condenados por la Historia, que dieron su vida por un instante de gloria, de una grandeza que solo ellos dos veían donde el resto del mundo veía una astracanada, allá arriba se entenderán muy bien.