'Historia de las historias mínimas' / DANIEL ROSELL

'Historia de las historias mínimas' / DANIEL ROSELL

Ensayo

Historia de las historias mínimas

El auge de los estudios sobre la vida cotidiana proporciona una nueva perspectiva al relato histórico, haciendo de sismógrafo sobre los cambios en las sociedades

7 diciembre, 2019 00:00

Antes del reloj mecánico estaba el sol, que marcaba el tiempo de trabajo y de descanso. El frío y el calor, las lluvias y las cosechas hilaban el paso de las estaciones, donde las señales procedían del cielo. Luego, las campanas introdujeron el ritmo de las horas canónicas, fundiendo rezo y calendario. Sus tañidos formaron parte del paisaje sonoro cotidiano, tanto en los pueblos como en las ciudades. Sonaban los campanarios desde el toque de prima al alba y anunciaban también fuegos, guerras, tormentas y fiestas litúrgicas. Hubo que esperar, por lo general, hasta el siglo XV para la aparición del tiempo civil regido por los relojes públicos, instalados en lugares de gran visibilidad, emblemáticos, ligados al emergente poder del ciudadano. De forma sutil, la sociedad empezaba a girar.

El tiempo podría ser, por tanto, un sismógrafo para detectar los cambios históricos. Pero también la vida familiar, las formas de ocio, las prácticas religiosas y la alimentación, por citar algunos ejemplos. Porque si la vida cotidiana transcurre con apariencia de repetición e inmovilidad, las transformaciones se suceden allí de forma constante, las tensiones son una gimnasia habitual y las transgresiones son más frecuentes que excepcionales. Porque, al margen de los itinerarios forjados en las guerras, las conquistas, las intrigas y las voluntades de dominio y posesión, ¿por qué no podría ser la Historia un contenedor de todo lo que de invisible tiene lo que estamos viendo? Incluso, ¿qué lecturas surgirían en ella si atiende también al relato simbólico de esa realidad que está delante?  

Hacia esa dirección se encaminan los estudios sobre la Historia de la Vida Cotidiana (HVC), que vienen a fijar su atención en las intersecciones de la realidad, allí donde surgió un pálido rebaño de resistencias; también alguna mudanza que llega hasta nuestros días. Se trata de una aproximación a la investigación y la divulgación histórica desde abajo, teniendo en cuenta qué hubo de azar, de desorden y de intensidad en el discurrir habitual de nuestros antepasados, en el cotidiano y mayoritario ejercicio de supervivencia y de tenacidad a la sumisión. Su ejercicio atiende a las palabras de Agnes Heller cuando afirmó que “la vida cotidiana no está fuera de la historia, sino en el centro del acaecer histórico: es la verdadera esencia de la sustancia social”. 

Reloj en la sede de la Real Academia de las Ciencias y las Artes de Barcelona, con el rótulo “Hora oficial”. /M. R. FERRE

Reloj en la sede de la Academia de las Ciencias y las Artes de Barcelona, con el rótulo Hora oficial. /M. R. FERRE.

De ese modo, los estudios de la vida cotidiana aspiran a tomar distancia de esa visión generalizada de la Historia social y cultural donde aún prevalecen las estructuras por encima de las personas, la identidad de las naciones se antepone a las comunidades de individuos y los discursos y las ideas se sitúan por delante de las prácticas. Y más aún de esa otra que cree en la función preventiva o profética de la Historia: la que sostiene que conocer el pasado sirve para comprender el presente y fijar un futuro mejor, lema más propio de una competición deportiva que de un estudio riguroso y serio del pasado, pero que es útil para codificar los acontecimientos históricos, los cambios institucionales o los movimientos sociales siguiendo una lógica de todo punto inexistente.

A partir de aquí, “el reto de los investigadores de la Historia de la Vida Cotidiana reside en su capacidad o no para analizar microscópicamente un enorme y diverso material documental y percibir ese lento transcurrir donde la rutina y la monotonía engañan a los sentidos. Detrás, debajo y dentro de los contornos de lo cotidiano, de la tranquila rutina y de la repetición de formatos establecidos, se sucedieron formas de ruptura, consecuencia de insatisfacciones o conflictos, manifiestos o soterrados”, señala el historiador Manuel Peña Díaz, quien coordinó en 2012 el libro colectivo La vida cotidiana en el mundo hispánico (siglos XVI-XVIII), publicado por Abada Editores, y más recientemente, ha firmado el volumen Historias cotidianas. Resistencias y tolerancias en Andalucía (siglos XVI-XVIII), en el sello Comares.

Precisamente, en este último título –que condensa una de las líneas de trabajo del profesor Peña Díaz en los últimos tres lustros–, el relato histórico abandona el plano general y se sitúa a ras de suelo, dando a conocer una sugestiva visión del mundo en la Edad Moderna, tan poco predecible como transgresora. Así, del buceo intenso por los archivos, se descubre a libreros preparando con comisarios inquisitoriales las visitas a sus tiendas, cabildos catedralicios que regentaban mancebías, párrocos que reconocían a las autoridades estar amancebados pero pidiendo comprensión por ser con una mujer de baja condición, regentes de casas de juego que pagaban simbólicas propinas hasta la próxima visita del juez de turno y fiestas y romerías que suponían la inversión de los códigos sociales y, a menudo, consideradas peligrosas por la clase dominante. 

Entre las aportaciones más sugerentes, el estudio propone una lectura de la sociedad de la Edad Moderna desde la embriaguez, asunto que entró en el debate de los moralistas a raíz del aumento del consumo de vino a partir del siglo XVI, cuando se produjo un altísimo incremento de las extensiones de tierra dedicadas al cultivo de la vid. “Como consecuencia de ello, el vino inundó bodegas, tabernas y cuerpos de toda España”, destaca Peña Díaz, quien explica también esta expansión por razones económicas (el consumo masivo proporcionaba importantes réditos a los hacendados y a la Corona) y de subsistencia, dado que se trataba de la base de la comida del pobre. “En la vida cotidiana el vino era un artículo de primera necesidad, pero además de ser un complemento calórico suplía con frecuencia al agua potable, bastante escasa”, señala.

‘El triunfo de Baco’ o ‘Los borrachos’, de Diego Velázquez, ejecutado hacia 1628-1629. MUSEO DEL PRADO

El triunfo de Baco o Los borrachos, de Diego Velázquez, ejecutado hacia 1628-1629 / MUSEO DEL PRADO.

En este sentido, la tolerancia con respecto a la transgresión que suponía la borrachera de muchos individuos, ocasional o diaria y en el centro o en los márgenes sociales, fue contemplada y aceptada por los moralistas o los confesores, especialmente entre las clases populares, si bien los ríos de vino podían acarrear peligros políticos –protestas y motines–, sociales –alborotos, peleas, juramentos…– y morales –blasfemia, lujuria y adulterio–. “El discurso tolerante de los casuistas apunta a la enorme dificultad para cambiar la costumbre, compatible con la práctica de muchos confesores que no querían cargar al pueblo con la culpa de los pecados cometidos bajo los efectos del alcohol cuando había claros eximentes o involuntariedad”, apunta el estudio Historias cotidianas. Resistencias y tolerancias en Andalucía (siglos XVI-XVIII). 

A partir de la información contenida en estudios históricos, documentos civiles y obras literarias, Peña Díaz da cuenta de la existencia –ya en el siglo XVI– de denominaciones de origen de blancos y de tintos (Yepes, Toro, Valdepeñas…) con cierta fama entre los consumidores. También analiza las condiciones de venta, cuya problemática no se encontraba, por lo general, en el exceso de consumo, sino en cómo y quiénes lo servían. Así, regulado el comercio por las ordenanzas municipales, era habitual que la máxima autoridad religiosa, los monasterios y los funcionarios locales burlasen restricciones tales como la procedencia. Por otro lado, las tabernas, las bodegas y las ventas eran lugares de encuentro donde se mezclaban, en ocasiones, el espacio público y el privado, dando forma a relaciones de carácter comunitario: vecinales, laborales e, incluso, delictivas.     

Con planteamientos de similar potencia, la Historia de la Vida Cotidiana (HVC) ha ampliado en las últimas décadas su foco de estudio a la interacción social (mundos corporativos y modelos de negociación y convivencia), las normas y las prácticas (fiestas, lecturas, sexualidad, enfermedades…), las representaciones (imágenes y visiones del mundo) y el relato de las emociones y los sentimientos. Esta rápida y fructífera evolución de la historiografía española se podría explicar, entre otras razones, por la confluencia con los métodos de la antropología y la sociología y por la enorme riqueza de fuentes disponibles entre los siglos XVI y XVIII: la documentación notarial, los expedientes eclesiásticos, las ordenanzas y reglas municipales y, sobre todo, los procesos inquisitoriales

‘Auto de fe con San Fernando’, fresco de Lucas Valdés que decora los muros de la parroquia de la Magdalena de Sevilla.

Auto de fe con San Fernando, fresco de Lucas Valdés que decora los muros de la parroquia de la Magdalena de Sevilla.

Y todo ese material se está trabajando desde una perspectiva distinta. Sirva como ejemplo que, por regla general, a los historiadores de la Inquisición les ha interesado el delito o el pecado desde la óptica de la sanción. Ha ocurrido así con la blasfemia, analizada habitualmente desde una exclusiva perspectiva jurídica sin atender a sus coordenadas cotidianas. Pero, ¿dónde, cuándo, por qué se blasfema? ¿Cuál es la frecuencia de la aceptación o de la transgresión? “No podemos separar la palabra del lugar, de los espacios de escenificación, de las casas de juego o de conversación, de los espacios familiares, sean en la calle o en la casa, donde se produce maltrato de género o de esclavitud, de espacios públicos donde el alcohol se consume”, argumenta el historiador Manuel Peña Díaz. 

Finalmente, la Historia de la Vida Cotidiana (HVC) se está construyendo no sólo con documentos oficiales, sino también con otros testimonios indirectos, entre los que destacan los textos literarios. En este sentido, el costumbrismo tiene una arraigada tradición en España en la que encajarían desde los arciprestes (de Hita y de Talavera) hasta la novela picaresca, el entremés y el costumbrismo moral de siglo XVII. De su rastro real dio cuenta Agustín González de Amezúa al hablar del Madrid del Siglo de Oro: “En nuestros escritores graves, moralistas los más e imbuidos de sentencioso senequismo, hay una extraña mezcla de aversión y curiosidad, juntamente, hacia aquel mundo disoluto y corrompido, donde la inocencia se marchita y la virtud naufraga; pero donde también los inquisidores de almas, ávidos de realismo y de verdad, mojarán sus plumas”.