El escritor chileno Pablo Neruda

El escritor chileno Pablo Neruda Wikipedia

Letras

¡Al infierno con Neruda! (2)

¿Tiene Neruda a ser incluido en esta lista oprobiosa que bajo el título de 'Al infierno de la literatura' cada domingo analiza las miserias de un gran escritor (¡no de cualquier 'juntaletras'!)? Es decir: ¿Fue Neruda un gran escritor? ¿Nos convendría releerlo?

25 agosto, 2024 00:00

A diferencia de lo que sucede con la mayoría de poemarios Veinte poemas de amor y una canción desesperada no se hunde, no ha pasado ni pasa por un purgatorio de olvido, seduce, incesante, a generación tras generación de lectores románticos… Aquel cantor de lo visceral, de lo atávico, de la materia, panteísta, bolchevique y bon vivant, era poeta de hallazgos continuos, de deliciosas y certeras imágenes en alejandrinos o hexasílabos que saltan de la página inesperadamente a la conciencia del lector: 

“En las casas vacías entré con linterna a robar tu retrato”.

“Ya me veo olvidado como estas viejas anclas.”

Escribió Gumucio: 

“Neruda, en contra de la figura creada por él, no es un poeta instintivo, sino un poeta de los instintos. Consciente hasta el tuétano del sentido de su obra, hace en cada poema una recapitulación, un manifiesto artístico que con cinismo y elegancia se rebela contra los manifiestos. Una y otra vez a lo largo de su poesía se define a sí mismo: el hombre que camina de noche entre las cisternas y los sindicatos y que de pronto, Orfeo materialista, entra en la carne, en la piedra, en el sudor de los siglos, en la corteza de los árboles y en el temblor de los aplausos no para comprender sino para ser, para fundir su intimidad con la de todos. Neruda es el poeta complejo de las cosas simples. Es el poeta que se declara a sí mismo directo y diáfano, pero que lo es tantas veces y tan complicadamente que resulta barroco.”

No se le puede negar que era un gran poeta natural, a menudo inspirado. Pero cómo pueden irritarme sus atavismos de venas de la tierra por las que circulan ríos de cobre, minerales, la sangre de la patria y demás, y cómo no sentirse mal leyendo cosas como: “Mujer, yo hubiera sido tu hijo, por beberte/ la leche de los senos como de un manantial,/ por mirarte y sentirte a mi lado y tenerte/ en la risa de oro y la voz de cristal./ Por sentirte en mis venas como Dios en los ríos/ y adorarte en los tristes huesos de polvo y cal,/ porque tu ser pasara sin pena al lado mío/y saliera en la estrofa --limpio de todo mal--./Cómo sabría amarte, mujer, cómo sabría/ amarte, amarte como nadie supo jamás!/ Morir y todavía amarte más./ Y todavía amarte más y más.”

Lamento decir que todo el poema, empezando por los dos primeros versos, “mujer, yo hubiera sido tu hijo por beberte la leche de los senos…” es de un mal gusto y una ordinariez colosal; y a partir de “la risa de oro” y “la voz de cristal”, mera tontería. Navegamos entre la extravagancia y el tópico, sin salirnos de un poema.

Yo sospecho que la facilidad de Neruda, la evidencia de que llevaba la música del idioma en la masa de la sangre, de manera que le brotaban los versos con pasmosa naturalidad, y la convicción de su superioridad sobre sus contemporáneos --una vez hubo destruido o ninguneado a los que pudieran hacerle competencia--, le hacía ser descuidado con el sentido de las palabras, atento sólo a lo melodioso del runrún de los versos. En este sentido, era un perezoso, un gandul, aunque ciertamente productivo y fértil.

Esa pereza se manifiesta, abriéndose como una gran flor carnívora, por ejemplo en su patriótica-gastronómica-sentimental y celebrada Oda al caldillo de congrio, que figura en las Odas Elementales de 1954. Efectivamente, es una oda elemental, demasiado elemental.

¿Es que Neruda no había leído los Callos a la manera de Oporto que Pessoa había escrito treinta años antes, en 1929, y que sí que parte de un modesto plato de cocina para dispararse hacia la estratosfera del amor y del sentido de la vida? “Yo pedí amor, pero me sirvieron un plato de callos a la manera de Oporto, fríos. Todo el mundo sabe que es un plato que se come caliente, pero me los sirvieron fríos…”

Sordo a la lección magistral del poeta portugués, va Neruda y escribe su Oda al caldillo de congrio. Juzgue el lector:

En el mar

tormentoso

de Chile

vive el rosado congrio,

gigante anguila

de nevada carne.

Y en las ollas

chilenas,

en la costa,

nació el caldillo

grávido y suculento,

provechoso.

Lleven a la cocina

el congrio desollado,

su piel manchada cede

como un guante

y al descubierto queda

entonces

el racimo del mar,

el congrio tierno

reluce

ya desnudo,

preparado

para nuestro apetito.

Ahora

recoges

ajos,

acaricia primero

ese marfil

precioso,

huele

su fragancia iracunda,

entonces

deja el ajo picado

caer con la cebolla

y el tomate

hasta que la cebolla

tenga color de oro.

Mientras tanto

se cuecen

con el vapor

los regios

camarones marinos

y cuando ya llegaron

a su punto,

cuando cuajó el sabor

en una salsa

formada por el jugo

del océano

y por el agua clara

que desprendió la luz de la cebolla,

entonces

que entre el congrio

y se sumerja en gloria,

que en la olla

se aceite,

se contraiga y se impregne.

Ya sólo es necesario

dejar en el manjar

caer la crema

como una rosa espesa,

y al fuego

lentamente

entregar el tesoro

hasta que en el caldillo

se calienten

las esencias de Chile,

y a la mesa

lleguen recién casados

los sabores

del mar y de la tierra

para que en ese plato

tú conozcas el cielo.

Vamos a ver… Si no había leído a Pessoa --posibilidad plausible--, ¿por qué no lo hizo, por qué no aprendió de él, disponiendo como disponía Neruda, en cuanto escritor protegido por los Gobiernos de su país y por la Komintern, de todo el tiempo del mundo para leer e informarse, y escribir, salvo los ratos que dedicaba a las intrigas y contubernios político-literarios, y a mirarse en espejo? El congrio costumbrista e indigesto de su poema no me lo como yo.

Hay que perdonarle sus reiteradas caídas en la banalidad, su lirismo a menudo de chichinabo, y lamentar la inexistencia de un antólogo que reduzca su copioso corpus a un solo volumen, ya que, como casi todos los poetas de las últimas décadas, incurrió en la sobreabundancia, empachante como el caldillo de pescado ese. En esa necesaria antología deberían figurar sus piezas más inspiradas, cosas como Tengo miedo: “La tarde es gris y la tristeza/ del cielo se abre como una boca de muerto./ Tiene mi corazón un llanto de princesa/ olvidada en el fondo de un palacio desierto.// Tengo miedo. Y me siento tan cansado y pequeño/ que reflejo la tarde sin meditar en ella./ (En mi cabeza enferma no ha de caber un sueño/ así como en el cielo no ha cabido una estrella)./ Sin embargo en mis ojos una pregunta existe/ y hay un grito en mi boca que mi boca no grita./¡No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste/ abandonada en medio de la tierra infinita!/ Se muere el universo, de una calma agonía/ sin la fiesta del sol o el crepúsculo verde./ Agoniza Saturno como una pena mía,/ la tierra es una fruta negra que el cielo muerde./ Y por la vastedad del vacío van ciegas/ las nubes de la tarde, como barcas perdidas/ que escondieran estrellas rotas en sus bodegas./ Y la muerte del mundo cae sobre mi vida.”

Se le suele reprochar a Neruda que a la muerte de Stalin le dedicase una Oda, pero no suele citarse, entre otros motivos porque es demasiado larga. La reproducimos aquí, como paradigma del talento y de las autoindulgencias catastróficas de Neruda, absteniéndonos de toda exégesis hasta la semana que viene, en que clavaremos el último clavo en su ataúd y lo mandaremos directamente al infierno de la literatura:

Camarada Stalin, yo estaba junto al mar en la Isla Negra,

descansando de luchas y de viajes,

cuando la noticia de tu muerte llegó como un golpe de océano.

Fue primero el silencio, el estupor de las cosas, y luego llegó del mar una

ola grande.

De algas, metales y hombres, piedras, espuma y lágrimas estaba hecha esta

ola.

De historia, espacio y tiempo recogió su materia

y se elevó llorando sobre el mundo

hasta que frente a mí vino a golpear la costa

y derribó a mis puertas su mensaje de luto

con un grito gigante

como si de repente se quebrara la tierra.

Era en 1914.

En las fábricas se acumulaban basuras y dolores.

Los ricos del nuevo siglo

se repartían a dentelladas el petróleo y las islas, el cobre y los canales.

Ni una sola bandera levantó sus colores

sin las salpicaduras de la sangre.

Desde Hong Kong a Chicago la policía

buscaba documentos y ensayaba

las ametralladoras en la carne del pueblo.

Las marchas militares desde el alba

mandaban soldaditos a morir.

Frenético era el baile de los gringos

en las boîtes de París llenas de humo.

Se desangraba el hombre.

Una lluvia de sangre

caía del planeta,

manchaba las estrellas.

La muerte estrenó entonces armaduras de acero.

El hambre

en los caminos de Europa

fue como un viento helado aventando hojas secas y quebrantando huesos.

El otoño soplaba los harapos.

La guerra había erizado los caminos.

Olor a invierno y sangre

emanaba de Europa

como de un matadero abandonado.

Mientras tanto los dueños

del carbón,

del hierro,

del acero,

del humo,

de los bancos,

del gas,

del oro,

de la harina,

del salitre,

del diario El Mercurio,

los dueños de burdeles,

los senadores norteamericanos,

los filibusteros

cargados de oro y sangre

de todos los países,

eran también los dueños

de la Historia.

Allí estaban sentados

de frac, ocupadísimos

en dispensar condecoraciones,

en regalarse cheques a la entrada

y robárselos a la salida,

en regalarse acciones de la carnicería

y repartirse a dentelladas

trozos de pueblo y de geografía.

Entonces con modesto

vestido y gorra obrera,

entró el viento,

entró el viento del pueblo.

Era Lenin.

Cambió la tierra, el hombre, la vida.

El aire libre revolucionario

trastornó los papeles

manchados. Nació una patria

que no ha dejado de crecer.

Es grande como el mundo, pero cabe

hasta en el corazón del más

pequeño

trabajador de usina o de oficina,

de agricultura o barco.

Era la Unión Soviética.

Junto a Lenin

Stalin avanzaba

y así, con blusa blanca,

con gorra gris de obrero,

Stalin,

con su paso tranquilo,

entró en la Historia acompañado

de Lenin y del viento.

Stalin desde entonces

fue construyendo. Todo

hacía falta. Lenin recibió de los zares

telarañas y harapos.

Lenin dejó una herencia

de patria libre y ancha.

Stalin la pobló

con escuelas y harina,

imprentas y manzanas.

Stalin desde el Volga

hasta la nieve

del Norte inaccesible

puso su mano y en su mano un hombre

comenzó a construir.

Las ciudades nacieron.

Los desiertos cantaron

por primera vez con la voz del agua.

Los minerales

acudieron,

salieron

de sus sueños oscuros,

se levantaron,

se hicieron rieles, ruedas,

locomotoras, hilos

que llevaron las sílabas eléctricas

por toda la extensión y la distancia.

Stalin

construía.

Nacieron

de sus manos

cereales,

tractores,

enseñanzas,

caminos,

y él allí,

sencillo como tú y como yo,

si tú y yo consiguiéramos

ser sencillos como él.

Pero lo aprenderemos.

Su sencillez y su sabiduría,

su estructura

de bondadoso pan y de acero inflexible

nos ayuda a ser hombres cada día,

cada día nos ayuda a ser hombres.

¡Ser hombres! ¡Es ésta

la ley staliniana!

Ser comunista es difícil.

Hay que aprender a serlo.

Ser hombres comunistas

es aún más difícil,

y hay que aprender de Stalin

su intensidad serena,

su claridad concreta,

su desprecio

al oropel vacío,

a la hueca abstracción editorial.

Él fue directamente

desentrañando el nudo

y mostrando la recta

claridad de la línea,

entrando en los problemas

sin las frases que ocultan

el vacío,

derecho al centro débil

que en nuestra lucha rectificaremos

podando los follajes

y mostrando el designio de los frutos.

Stalin es el mediodía,

la madurez del hombre y de los pueblos.

En la guerra lo vieron

las ciudades quebradas

extraer del escombro

la esperanza,

refundirla de nuevo,

hacerla acero,

y atacar con sus rayos

destruyendo

la fortificación de las tinieblas.

Pero también ayudó a los manzanos

de Siberia

a dar sus frutas bajo la tormenta.

Enseñó a todos

a crecer, a crecer,

a plantas y metales,

a criaturas y ríos

les enseñó a crecer,

a dar frutos y fuego.

Les enseñó la Paz

y así detuvo

con su pecho extendido

los lobos de la guerra.

Frente al mar de la Isla Negra, en la mañana,

icé a media asta la bandera de Chile.

Estaba solitaria la costa y una niebla de plata

se mezclaba a la espuma solemne del océano.

A mitad de su mástil, en el campo de azul,

la estrella solitaria de mi patria

parecía una lágrima entre el cielo y la tierra.

Pasó un hombre del pueblo, saludó comprendiendo,

y se sacó el sombrero.

Vino un muchacho y me estrechó la mano.

Más tarde el pescador de erizos, el viejo buzo

y poeta,

Gonzalito, se acercó a acompañarme bajo la bandera.

«Era más sabio que todos los hombres juntos», me dijo

mirando el mar con sus viejos ojos, con los viejos

ojos del pueblo.

Y luego por largo rato no dijimos nada.

Una ola

estremeció las piedras de la orilla.

«Pero Malenkov ahora continuará su obra», prosiguió

levantándose el pobre pescador de chaqueta raída.

Yo lo miré sorprendido pensando: ¿Cómo, cómo lo sabe?

¿De dónde, en esta costa solitaria?

Y comprendí que el mar se lo había enseñado.

Y allí velamos juntos, un poeta,

un pescador y el mar

al Capitán lejano que al entrar en la muerte

dejó a todos los pueblos, como herencia, su vida.