Máquinas, lectores y escritores eléctricos
La Inteligencia Artificial puede automatizar la escritura plana. Los modelos de GPT son capaces de redactar de manera ultracorrecta textos de diferente género y condición, como publicidad, chatarra para la web o literatura comercial de ínfima sofisticación
15 agosto, 2024 18:38Algunas de las mejores ficciones de la historia de la literatura parecen poseer una misteriosa cualidad oracular. Tienen la capacidad de ponernos sobre aviso de ciertas cuestiones éticas o sociales que otros medios –en principio más atados a la realidad fenomenológica o más preocupados por el vaticinio– infravaloran o soslayan. Son textos que suman a sus bondades estéticas, emocionales y filosóficas la enunciación del porvenir de una manera más profunda que los augurios de cualquier estudio sociológico, estadística, prospectiva o tirada de las cartas del tarot. Funcionan como brújulas o palos de zahorí que señalan los pozos de las inquietudes subterráneas sobre lo que vendrá.
Un simple y somero repaso de la historia reciente así lo demuestra: algunos clásicos del siglo XIX y XX se adelantaron –a modo de indirectos heraldos– a cuestiones que han resultado fundamentales para la humanidad contemporánea. No nos referimos solo a la panoplia de artilugios futuros que tuvo a bien adelantarnos Jules Verne –que hubiese sido un excelente cazador de patentes– ni a los dilemas éticos de la robótica que apareces enunciados en la obra de Isaac Asimov. No hay más que ver las temporadas de la serie Black Mirror para constatar que la ficción distópica siempre nos habla más del pasado o del presente que de un futuro que siempre se nos escapa.
Nos referimos más bien a las fábulas siniestramente cómicas con las que Franz Kafka parece anunciar el sinsentido de los regímenes dictatoriales que asolarían el siglo XX. A la capacidad profética que poseen las minúsculas parábolas bibliotecarias de Jorge Luis Borges para prefigurar los abismos y los paraísos de Internet de una manera tan extraña como clarividente. O a la manera en que Farenheith 451 de Ray Bradbury se nos ha convertido en una suerte de serie documental, en un informe semanal de la situación de la recepción de la literatura –no tanto de la escritura– de las últimas décadas.
No es que esos autores se propusieran propiamente hablarnos del futuro –algunos se dan cuenta de lo que han hecho a posteriori– pero consiguen que sus antenas perceptivas capten las vibraciones de lo que vendrá, ponen la oreja sioux de la creación en el raíl del futuro a su pesar, de manera inintencionada. Primero va la ficción, después la realidad. En ocasiones pareciera que la literatura convoca el suceso. Ricardo Piglia comenta: “Como decía Ernst Bloch: ‘El carácter de la literatura es tratar lo todavía no manifestado como existente’. Hay siempre un fundamento utópico en la literatura. En última instancia la literatura es una forma privada de la utopía”. En tiempos más recientes, nos hemos visto sorprendidos por la capacidad de las primeras novelas de Ursula K. Leguin para cuestionar los cimientos de la sociedad monolítica y heteronormativa desde el corazón mismo de la ficción o releído las novelas de Philip K. Dick y J. G Ballard como el nuevo paradigma de la literatura costumbrista.
Si aceptamos que una de las funciones de la literatura es hacer real lo posible, conseguir ampliar el mundo de lo que sucede, ¿qué nuevas obras del pasado –perdonen el tropo–nos estarán hablando del presente? Si estamos de acuerdo en que la popularización de la Inteligencia Artificial –a falta de un nombre que defina mejor el proceso de que tiene que ver con capacidad de los algoritmos para realizar funciones hasta ahora restringidas a los humanos– tiene la capacidad de redefinir nuestra manera de habitar el mundo y de relacionarnos con la escritura y la literatura –el campo de gravitación de nuestros anhelos y reflexiones–, consideramos que La ciudad ausente, novela no demasiado conocida del argentino Ricardo Piglia, publicada en 1992, ilustra buena parte de los dilemas y retos a los que nos enfrentamos al respecto.
La trama se desarrolla en un Buenos Aires futurista y dictatorial donde Junior, un periodista que trabaja para el diario El Mundo, se dedica a investigar el misterioso caso de una máquina que es capaz de romper el discurso oficial a base de la invención eterna de nuevas historias. La máquina, explica Piglia, fue ideada por el escritor Macedonio Fernández con la voluntad de mantener viva la voz de su difunta esposa Elena. La estructura del libro –deudora tanto del Ulises como del Finnegan’s Wake de James Joyce– se construye sobre esos esos relatos eclécticos que la máquina va legando a la humanidad y que parecen tener la capacidad de subvertir el monólogo del discurso institucional del tirano.
Por el momento, nuestras máquinas escritoras más que cuestionar el discurso establecido, parecen reforzarlo. El impacto más evidente de la influencia de la IA en estos momentos parecer ser la automatización de cierta escritura que podríamos llamar plana. Los algoritmos, en especial los modelos de lenguaje de los sucesivos GPT, son capaces de escribir de manera funcionarial y ultracorrecta textos de diferente género e intención. Publicidad, resúmenes, cartas comerciales, contenido chatarra para la web, literatura comercial de ínfima sofisticación. Saber cómo va a afectar esa realidad a la enseñanza de escritura tanto en la escuela como en los talleres de escritura creativa es un misterio de lo más de interesante. Responderlo resulta tan atractivo como suicida. Lo que sabemos de los vaticinios es que suelen fallar. Aún así, vamos a intentarlo.
En el ámbito de la educación primaria y secundaria la llegada de la IA se recibe con máximo recelo y como solución milagrosa. Los evangelistas tecnófilos defienden que la interacción con la herramienta permite aumentar el nivel de calidad de las clases debido a que va a realizar el trabajo sucio o burocrático al que se ven sometidos los profesores. A ese uso de gestor docente –calcular notas, porcentajes, establecer categorías—se le sumarían las bondades a la hora de realizar una programación individualizada para cada alumno, atendiendo a su manera de aprender. De este modo, los estudiantes podrán contar con recursos educativos que se adapten a la forma en la que asimilan la información, en vista de que se pueden ofrecer materiales audiovisuales que faciliten la interiorización del conocimiento, en función de los diferentes sistemas de representación (visual, kinestésico y auditivo).
Aunque ese sistema tampoco deja de tener sus problemas. Una escolarización excesivamente basada en las condiciones de llegada del alumno podría bloquear su llegada a ciertos niveles de conocimiento que considerarían inadecuados o inalcanzables. Para entendernos, de aplicarse tal plan individualizado no sé si nos hubieran enseñado a J.V Foix o Luis de Góngora a los estudiantes de nuestro colegio de un barrio obrero. La educación debe seguir empeñada en abrir la ventana de lo inesperado, de lo que no toca. Es precisamente esa no individualización lo que permite –o puede permitir– el desclasamiento, la igualdad de oportunidades.Otra de las ayudas que nos podría prestar la IA sería en la comunicación de la institución escolar con las familias. Redactado de cartas, avisos, informaciones.
A la hora de la verdad lo que de momento ha traído la irrupción de la IA a las aulas es más ruido, suspicacia y burocracia. Los cursos de formación quedan rápidamente caducos ante la carrera empresarial del algoritmo. En cuanto al trabajo del alumnado no se observan cambios demasiado revolucionarios. En los claustros se está más preocupado en poder detectar que textos presentados por los alumnos son escritos por mano humana y cuáles exclusivamente por la máquina. En algunas universidades de Estados Unidos han prohibido ese tipo de trabajos o piden hacerlos a mano, en un regreso a las raíces prodigiosamente extraño.
Es cierto que, en un mundo ideal, la coescritura entre el trabajo más serial de la máquina y el ingenio y dirección de los humanos –a modo de editores de su propio trabajo– podría llevarnos a lograr con trabajos más profundos y ricos. Pero de momento no es el caso. Por parte del alumnado –más allá de lo que pregonan sus profesores más optimistas– el GPT se percibe como un enorme rincón del vago del que casi resulta imposible comprobar la trampa.
En realidad, es facilísimo detectar los trabajos realizados con IA por los alumnos. Son demasiado correctos. No tienen inflexiones o irregularidades. Nada de visión personal o multiperspectiva. Tal vez esto pueda cambiar con la inclusión de estas herramientas dentro de los sistemas de escritura, como sucede con la revisión ortográfica o el diccionario. Aunque, si lo pensamos bien, la inclusión de esas herramientas de ayuda tampoco ha hecho que los alumnos entreguen sus textos con menos faltas de ortografía o mayor expresividad semántica. Entre los efectos positivos, podemos encontrar uno casi irónico. En algunos centros de referencia se está produciendo una vuelta a ciertas prácticas que habían caído en desuso, como la importancia de la oratoria y las consabidas exposiciones orales y la vuelta a la escritura manual.
Eso, en cuanto a la enseñanza obligatoria, pero qué pasa con la enseñanza de la escritura creativa. ¿Puede ahí la IA establecer un punto y aparte en la calidad de lo que se enseña y escribe? ¿Puede ser utilizada para explorar nuevas formas de narrativa? ¿Qué significa la creatividad en un contexto donde las máquinas pueden generar texto de manera aparentemente creativa? ¿Cómo afectará esto a la autenticidad y la originalidad de la escritura literaria?
Los experimentos con generación de texto colaborativo entre humanos y máquinas, donde la IA completa o complementa las ideas de los escritores, podrían dar lugar a obras literarias únicas y vanguardistas que exploren la interacción entre lo humano y lo artificial. Pero de momento no los dan. Pese a los loables –u oportunistas– intentos de crear obras coescribiendo con la IA, aún estamos lejos de tener obras valiosas completas pero su influjo se cierne sobre la enseñanza de la escritura, es decir, de los futuros lectores y escritores. Destacamos en positivo el trabajo exploratorio de Jorge Carrión en Los campos electromagnéticos, escrito con la ayuda del colectivo Taller Estampa y las versiones 2 y 3 de Chat GPT, con un resultado interesante pero inferior a sus obras no cibernéticas. Carrión afirma que es necesario que escritores “de verdad” se adentren en esa selva si no queremos que lo hagan los youtubers, los pseudopoetas y los escribidores de tecla fácil. Creemos que tiene razón.
A la hora de abordar el trabajo creativo con la ayuda de la IA lo primero de lo que nos damos cuenta es de su prosa monolítica y estable. Tal vez esa condición sin fisuras sea su primera falla para el trabajo que se le encomienda. Ya decía Leonard Cohen: “Hay una grieta en todas las cosas, es por ahí por donde entra la luz”. Nuestros compañeros cibernéticos no dejan entrar nada que no esté previamente tasado, censurado o previamente imaginado por su equipo de programación. Resultan rapidísimos para la creación de contenido web, y cartas al consumidor. Literatura de consumo fácil. Pero nos preguntamos si eso no nos hará cambiar de gusto respecto a esos textos y busquemos el error, un sesgo humano y fraternal. Igual que los decoradores de interiores recubren alguna de sus piezas con un leve óxido para que ganen en presencia e historicidad.
Los textos creados con la ayuda de la IA, hasta el momento, adolecen de la pátina de lo vintage. No se desvían. No crean metáforas memorables. Y, para decir la verdad, de momento son incapaces de escribir un simple soneto, una página válida de literatura sofisticada, una revelación.Donde sí parecen tener algo que decir es a la hora de seleccionar bibliografía, abrir posibilidades aleatorias en una trama o resumir enormes papers en segundos. También algunos de los programas de la IA pueden ayudar a los estudiantes a generar ideas, pero por descarte, es decir, si esto es lo que opina la IA lo dejo de lado porque está ya muy trillado. Con GPT pasa lo mismo que con cualquier otra herramienta, los mejores creadores son capaces de utilizarlos mejor. O tal vez pueda pasar que coexistan dos vías de narración. Nos imaginamos una literatura que presuma de la inclusión de inteligencia artificial en sus contenidos, a modo del ciento por ciento orgánico, o el kilómetro cero. Veremos. De alguna manera esto ya pasa con la música, donde por una parte tenemos los éxitos analizados por sistemas digitales y pensados hasta el milímetro y luego los músicos que siguen por la vereda de la introspección, el trabajo y la inspiración.
Para acabar nos gustaría recordar un fragmento de la película Her de Spike Jonze. En ella una IA con la voz de Scarlett Johanson rompía su relación con su enamorado –un humano, demasiado humano, Joaquim Phoenix hipersensible– porque interactuar con solo una persona de carne y hueso –y con el espacio-tiempo lineal– le parecía aburrido y alienante para sus capacidades cerebrales y se dedicaba a realizar miles de clubes de lectura y escritura alternativos con otras IA. Nos gusta imaginar el tipo de literatura que pudiera salir de ahí fuera tan poderosa y liberadora como la máquina de Macedonio y Piglia. Esperamos que la IA, más allá de sus ayudas en cosas banales, nos pueda ayudar a imaginar un presente alternativo a los relatos únicos. Que nos acompañe con el hálito, la voz, la inspiración y eso que los griegos llamaban, el Espíritu.