Arcadio Espada, contra el libre albedrío
El periodista Arcadi escribe sobre el joven profesional que fue en 'Vida de Arcadio' y concluye que "la libertad es incompatible con las leyes de la naturaleza”
4 noviembre, 2023 19:40“Junto a la existencia de un Creador, la responsabilidad individual es el mayor mito de la sociedad religiosa y el que conserva casi intacta su influencia. Las gentes han dejado de creer en dios, pero no en sí mismos”. Este es uno de los ejes de Vida de Arcadio, obra de la que es autor Arcadi Espada. La responsabilidad es “un mito hijo de la ignorancia” y es que “aunque uno esté convencido de que el libre albedrío no existe, observa los hechos y sus propias decisiones como si existiera”. Algo sin sentido en un mundo que se mueve con arreglo a leyes mecánicas, por causa-efecto, que excluyen la teleología, es decir, la intencionalidad. Las interpretaciones que atribuyen a los comportamientos briznas de libertad y, por ello, responsabilidad sobre las propias acciones son fruto de los clérigos; las inventaron “para exculpar a dios de sus atrocidades”, sostiene.
Toda narración, explica, se nutre del mito del ser responsable: “Desde Homero, todas las tramas del mundo -y da lo mismo que sean ficcionales o veraces- están tejidas con la responsabilidad. El thriller de la vida está en la capacidad de elección: ser un héroe o un cobarde”. Se trata aquí de contar los hechos ya que “toda autobiografía o toda novela -todo relato- son datos fácticos que incorporan la teoría de la decisión (...) sin decisiones no hay épica”. Cuando se cuenta algo, se asume como punto de partida una voluntad (libre): “sin la voluntad se diluye la responsabilidad y, por lo tanto, la moral y la justicia”. También lo hace el periodismo: “no hay periodismo sin libertad, es decir, sin culpables”. Pero no puede haber culpabilidad si nadie es responsable de sus actos. Arcadi cita al biólogo Jerry Coyne: “Somos marionetas que representan guiones escritos por las leyes de la física”.
En suma: “El sueño más desgarrado de la especie es el de creer que alguien podía tomar una decisión distinta a la que tomó”, cuando “la libertad es incompatible con las leyes de la naturaleza”.
Arcadi es (¿fue?) Arcadio Espada. Encarga al narrador que se ciña a la verdad, sorteando los meandros de la memoria, tan llenos de remolinos. Para no errar, para dar cuenta de los hechos y no de las interpretaciones que el recuerdo reconstruye, necesita proceder “periodísticamente”, contrastar, acudir a las fuentes: los testigos y los documentos que han vencido al tiempo. “Algunos recuerdos ofrecen una imagen corrompida de lo que pasó. Basta confrontarlos con el recuerdo de otra persona que estuviera allí y del mismo modo. O con las pruebas documentales”. El texto de Arcadi sobre Arcadio es un intento de “dar fe del tiempo de una vida no sólo con el propósito más noble y específico de la literatura, sino también una forma de preservación” para impedir a la muerte “cumplir con su cometido”. Como Canetti: “¿A dónde volará mi verdad cuando yazca rígido? Su destino es el que me preocupa, no el del alma”. Desde siempre. Por eso “grababas todas tus entrevistas pensando en mí”, dice el biógrafo al biografiado.
Arcadi reconstruye la biografía, la verdad, de Arcadio a partir de un encuentro veraniego en Italia, de algunos de los personajes que participaron en él y de otros con los que compartió un tramo de tiempo vital en esos mismos años, más los apuntes y cartas de entonces.
Los papeles hablan y también callan. Algunos hechos no quedaron registrados: no hubo escritura o se perdieron las notas. Lo mismo ocurre con los testigos, todos con nombre de pila, pero despojados, como el propio Arcadio, de apellido. Unos (Ramón, Antonio) no pueden hablar. La muerte llegó antes que el biógrafo. Otros (Daniela, Inge) no quieren: prefieren olvidar aquellos días o carecen de interés en el asunto y ¡ay! en el sujeto-objeto de la narración. No todos dan la espalda al pasado; algunos se avienen a recordar pese a que el recuerdo, confiesa uno de esos personajes de ayer, “supone trabajo, gasto de energía”. Y equívocos. Como sostiene Maite, con la que hubo una “primera vez” que Arcadi había rememorado para un artículo. Ocurrió, creía él, en Cambrils. Pues no: “No hubo nada de especial en aquel viaje. El recuerdo al que creo que quieres referirte es anterior y tiene otro escenario”.
Sin más explicaciones
Dice el narrador que no le interesan “las derivaciones filosóficas” del determinismo, sino “las puramente narrativas”. Toda narración es un encuadre. Quien cuenta selecciona la escena relevante para la historia. Trocea y pega los fragmentos. Pero la primera decisión, capacidad que Espada niega, la toma el narrador al elegir lo que puede o no saber el futuro lector. Lo que dota de sentido al sinsentido de la vida mecanicista. Decide que un encuentro de jóvenes progresistas en Italia es importante pero no el paso por las aulas de la universidad. Que vale la pena detenerse en la voluntad transformadora del mundo del joven Arcadio, hasta su ruptura con el PSUC, pero no en sus amistades políticas posteriores. Decide el mismo narrador que cuestiona la posibilidad de decidir.
El Arcadi que escribe investiga lo que ocurrió, porque tenía que ocurrir. Tenía que ser así. No caben más explicaciones. Salvo el azar.
El papel de la libertad en un universo determinista ha sido problema filosófico y moral desde que Leucipo y Demócrito formularon la teoría atomista. Epicuro buscó una salida a la aporía. Aceptó que el mundo era materia, átomos moviéndose mecánicamente y moviendo, a su vez, a otros átomos. Pero sugirió que, de vez en cuando, azarosamente, uno de esos átomos efectuaba un movimiento desviado. Inclinado, para emplear el término que mejor traduce el griego parénklisis, vertido al latín en clinamen por Lucrecio. El azar como factor que quiebra el determinismo y abre el mundo a la libertad ha tenido ilustres admiradores, incluso antes de que Ludwig Boltzmann demostrara el atomismo. Filósofos (Simone de Beauvoir, Gilles Deleuze) y científicos (Werner Heisenberg o Ilya Prigogine). Antes, Karl Marx, cuya tesis doctoral se titula Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro. Pretendía posibilitar la convivencia del materialismo y de un comportamiento humano libre.
Tal vez sólo el azar o movimientos mecánicos, cuya combinación completa escapa a la comprensión humana, expliquen que Espada (tanto Arcadi como Arcadio) rechace a la vez el libre albedrío y el marxismo. Tesis que, según este libro, debió de abrazar en algún momento. Probablemente en ese instante en el que se pasa de la juventud a la edad adulta; cuando se consolidan las estructuras cerebrales y las ideas sobre el bien y el mal.
Para Arcadio, un momento traumático. Por eso induce al narrador a recorrer los caminos de la decepción y revisar a quienes creyó sus maestros y que, al fin, le defraudaron. Con alguna incursión a la propia arrogancia juvenil que le impidió aprender de gentes de las que hubiera podido hacerlo. ¿Aprender? ¿Tener noticia de un mundo exterior al sujeto, es decir, objetivo? Así es. Ni Arcadi ni Arcadio son relativistas. Su concepción del periodismo se lo impide. Una actividad que se parece, quizás en demasía, a la ciencia y al arte. El descubrimiento se sigue de la investigación: “La adicción al descubrimiento tiene un fundamento comprensible: descubrir es la actividad radical del hombre y la acción de donde parten obras, incluso inesperadas y claudicantes. La ficción una de ellas”. Y sigue con una idea de Rodin: “La tarea del artista es que emerja la figura mientras aparta el sobrante de la piedra (...) Como el científico encuentra las leyes de la naturaleza, el artista encuentra la verdad de su tiempo”.
¿Y el periodismo? El narrador se desahoga: “El periodismo es un coche escoba al que se suben todo tipo de fracasados en lo que realmente habrían querido ser: políticos, deportistas, novelistas y así por cada sección del periódico”. Arcadio no. Lo escribe Arcadi: “No fue tu caso. Lo que te interesaba era el periodismo”, las actividades de los hombres en la medida “en que podían ser investigadas y descritas”. Desde la objetividad, aunque “los periodistas saben que en toda noticia sobre cualquier ‘él’ viaja el yo de polizón”. Ya al empezar se presentaba: “Soy periodista”. Y creía que “el periodismo podía cambiar el mundo”. No debe reprochársele: el determinismo lo hace, como a los jueces, irresponsable. Pero él sí se lo reprocha; lo detecta su biógrafo, y por eso carga las tintas contra quienes lo decepcionaron y acabaron revelándose como impostores: Manuel Váquez Montalbán y Javier Pradera, los que más.
Un tiempo que fue peor
Del primero, “pionero en España de la escritura pop”, escribe: “Le tuviste afecto y respeto y aprendiste de él. Marxismo, apenas: no era su fuerte. Pero sí a preparar una escritura periodística como si fuera una ensalada”. Pradera fue su “editorialista preferido” y también “un conspirador permanente”. Fracasado, resume. No consiguió lo que pretendía: llevar la democracia a España. Eso fue obra de un conspirador de éxito, Torcuato Fernández Miranda. Porque la democracia española no fue conquistada sino otorgada, lo que explica que España carezca de una fecha que exalte la victoria de la convivencia, como los franceses tienen el 14 de julio.
Con todo, el narrador no siempre se pliega a las seducciones del biografiado. Éste habita en el pasado, un “país extranjero”. Un país donde vivieron los antepasados que “lo hicieron todo peor que nosotros lo estamos haciendo y peor que los que vendrán”. Aunque, si bien se mira, “las visiones fantasmales sobre el pasado son una mentira dulce. Mientras fue presente, las gentes del pasado nunca pudieron verlo y disfrutarlo como lo hacemos nosotros”. Y, por si no había quedado claro, Arcadi le espeta a Arcadio: “Tu tiempo fue peor que éste en el que escribo, como sucede desde los primeros tiempos con el ayer y el hoy”.
Quizás fueron peores porque sus habitantes se creyeron y se proyectaron libres. A ellos, como a Arcadio, les ocurrió lo que cantaba Mary Hopkin: “Tuvieron fe y deseos de vencer”.