Pablo Matilla y los barrancos existenciales
'Barrancos', la primera novela del escritor asturiano Pablo Matilla, es un tour de force literario donde todo se juega a la eficacia de la profundidad y el sentido.
13 agosto, 2023 19:00El lugar común, la sociología fácil de las columnas de opinión, los programas de TV pseudoliterarios y casi todos los bookstagramers insisten en dibujar a las nuevas generaciones literarias como un conjunto –siempre fotogénico– donde prima lo experiencial sobre lo literario.
El adanismo sobre el conocimiento de la tradición. La felicidad por publicar más que el empeño por escribir. Es decir, como un grupo homogéneo convencido de que, para medrar en el mundo editorial, es mejor invertir el tiempo en la creación de una identidad digital atractiva, que permita identificarse a una comunidad afín en redes sociales, que cavar en la mina de la introspección artística hasta encontrar la veta propia y valiosa.
Un conjunto, millenialmente envejecido, que prefiere la monserga íntima y victimista sobre la complejidad ética de la realidad cambiante. En definitiva, más duchos en la autopromoción, los contactos y las monsergas que en el viejo oficio de poner negro sobre blanco un voz propia y original que reformule el sistema literario o amplie el campo de batalla.
Como todo tópico, claro, tiene una pizca de certeza y un montón de zarandajas. Basta con atender a la obra de Pablo Matilla (Mieres, 1986) para contradecirlo. Lo conocimos en el ya lejano 2017 con La sabiduría de quebrar huesos una colección de relatos fabulosa, con aroma a clásico, que bebían de la tradición fuerte del género. A saber: Poe, Chejov, Felisberto Hernández. Hay pocos momentos más satisfactorios para cualquier lector curioso –es decir, para cualquier lector– que el descubrimiento de una nueva voz genuina. Háganos el favor de abrir el libro de relatos –parece un falso primer libro– de Matilla y comprobarlo.
Pese a la juventud, no hay allí dudas o titubeos en la voz narrativa, no hay esbozos o garabatos en personajes o situaciones. Incluye, además, por lo menos dos piezas antológicas, el hipnótico dedicado a la montadora soviética Esfir Shub y la malévola pieza perfecta Pequeña Hereje. La confirmación de las bondades de la obra llego con los reconocimientos y las lecturas entusiastas. Resultó finalista del Premio Tigre Juan y del Setenil de relatos. Pablo hacía poco que había cumplido los treinta años.
Seis años después retorna con Barrancos, establecido ya como profesor en l’Escola d’escriptura de l’Ateneu Barcelonés, una novela de carretera en la España vacía, un western-místico en clave norteña, la novela que aceptaría escribir Juan Rulfo si viviera en España en el siglo XXI. Un bildunsgroman en donde lo que hay que aprender es a trascender los traumas, las acusaciones y los recelos y decidirse por el perdón y la vida.
Una novela dueña de una suerte de realismo alterado –tal vez si miramos lo suficiente toda realidad lo acaba siendo– que gustaría de ser adaptada por David Lynch. La confirmación de una voz que suma a las bondades de su primer libro –la crueldad lírica, el hallazgo de la imagen perfecta– a la reflexión de una voz que madura en directo, que se preña de sentido y de hondura. En ocasiones Matilla parece un becario aventajado del mismo Dostoievski.
La trama, como en casi todas las novelas que merecen tal nombre, se explica rápido. Un nini con serios problemas de alcoholismo, cada vez más terrible y menos enfant, pobre diablo, se encuentra con el encargo post-mortem de su padre. Si quiere recibir el dinero de la herencia debe enterrar sus cenizas –polvo odiado– bajo un olivo en el pueblo de origen.
La novela es la narración de ese viaje, sobre todo interior, desde la intemperie del resentimiento del joven hacia las profundidades de la herida del posible adulto. La terapia para curar la culpa del nacimiento: la madre del joven Barrancos murió en el parto y el padre nunca se lo ha perdonado.
Por el camino encontramos de todo. Secundarios de antología: un camionero filósofo, una embarazada que huele a humo y un brujo con síndrome de Diógenes sentimental. Paisajes fantasmagóricos, carreteras perdidas, ruinas habitadas que podrían ser un hogar, coches que se desvanecen. Matilla maneja los recursos de la narración con desparpajo y eficiencia, siempre en aras de que el camino siga adelante.
Las descripciones parecen estar escritas en alta definición. Los diálogos mediante la ouija entre padre e hijo. Por el camino entendemos la añoranza de la madre que nunca fue, el fulgor de la violencia como seña de identidad en mitad de un paisaje que parece sacado de una de las novelas de las Brönte, aunque aparenta que Barrancos conduce por el norte de España en realidad está atravesando el país de los muertos. La carretera, la novela, nos lleva a Aljarán, un pueblo inventado del Norte, lleno de secretos y bosques oscuros, donde Barrancos deberá decidir si se atreve a conocer la historia de la familia, si decide hacerla suya y en ese reconocimiento entender y entenderse.
En fin, el libro lo apuesta todo a la gravedad. Desde la excelente y austera portada, obra del diseñador Dani Rubio, uno descubre que el libro no ha venido a hacer gracietas. Dos piedras enormes ocupan la parte superior e inferior de la portada y en medio, en unas mayúsculas de bar de carretera ochentero –tan importante para el protagonista– el título.
Esos Barrancos que son a la vez el apellido de los dos personajes principales y la enunciación de su caída. Dos piedras que son también padre e hijo, separados y duros para siempre. Pero si nos fijamos bien, la primera piedra puede tener algo de corazón. Si nos fijamos bien, la segunda nos puede parecer una lengua. Así pues, la palabra como llave hacia el perdón. Frente al infortunio, la elección de la vida a través de la palabra.
Nos sigue congratulando que un escritor –joven, viejo, lo que sea– elija apostarlo todo a la imaginación y al trabajo vocacional, al riesgo y la personalidad, para desarrollar su obra. Que pase de modas y cálculos y, además, que le salga bien. ¿Es la muerte una decisión? Se pregunta el autor en la primera frase de la novela. Lo que parece claro, en estos tiempos de extremo cálculo y ligereza, es que la apuesta por la literatura sí lo es.