Montaje fotográfico del artista Jordi Benito

Montaje fotográfico del artista Jordi Benito

Artes

Sueños realizados: Jordi Benito

Si las obras plásticas, o las esculturas, pudieran ser explicadas racionalmente con palabras serían innecesarias, por redundantes. Hay un mundo más allá de las palabras

12 agosto, 2023 19:00

El pasado domingo te explicaba cómo entré por primera vez en una obra de arte, que fue en Madrid, en casa de Onetti. La segunda vez fue en Barcelona y concretamente en el Hotel Sants, en 1998, donde se celebró, por primera vez, una feria de arte llamada New Art, que creo que ya ha dejado de existir. la idea era original. Cada una de las galerías que participaban ocupaba una habitación del hotel, de la que se había retirado las camas y el mobiliario. Estaban francas todas las puertas y uno podía, por una vez, entrar y salir de todas las habitaciones a voluntad. El hotel estaba abierto de par en par. Las propuestas de cada galería se veían constreñidas por el reducido espacio, pero también realzadas por el encanto, la sugestión, de viaje y aventura que suele emanar de los hoteles. 

Recuerdo que en una de esas habitaciones donde me metí, que era una suite, se celebraba una performance participativa, y el artista que la pilotaba intentó que el público participase, que saliera al centro del espacio y desinhibiéndose de sus pudores, hiciese allí alguna cosa extravagante, quizá quedarse desnudo o gritar algo o algo así, algo liberador.  

Recordé cuando, siendo niño, un payaso Augusto del circo de los hermanos Tonelli, también con la excusa de la participación del público, me hizo salir a la arena y me hizo víctima de algunas bromas, tontorronas e inocentísimas, pero que me hicieron ruborizarme, y me dejaron abochornado durante algunas semanas, de igual forma que, años después, en el minúsculo cabaret de transexuales El Cangrejo en la calle Montserrat, al final de las Ramblas, fui arrastrado por una vedete al escenario y forzado a dar con ellas unos pasos de baile al son de My Heart belongs to Daddy, de Marilyn Monroe, entre los aplausos y vítores del respetable público de borrachos.

Con estos antecedentes tan traumáticos, me precipité fuera de la suite del happening y salí al pasillo, por donde iban y venían cruzándose los aficionados al arte, saliendo y entrando de las habitaciones. Busqué alguna en donde no hubiera nadie y entré en la de la galería Carles Taché, ocupada por una instalación de Jordi Benito (Granollers, 1951-Barcelona, 2008), de la que, por cierto, sólo queda el testimonio de una fotografía borrosa. 

De detrás de un diván asomaba una cabra disecada, con el lomo cubierto por una manta o un capote, que parecía observar, desde el más allá caprino, las fórmulas matemáticas escritas con tiza en la tapa abierta de un piano de media cola. Al fondo, desde más allá del vidrio de la ventana, las luces de neón del cine Sants arrojaban unos brillos de colores que aumentaban la rareza del lugar. Ante aquel espectáculo que me envolvía quedé deslumbrado por una sensación de reconocimiento.

Del conjunto incomprensible de cosas heterogéneas –las fórmulas de tiza blanca sobre la laca negra del piano, la mansa cabra abrigada, en fin, la sensación estabularia— emanaba una melancolía inefable que parecía dirigirse directamente a mí, y decirme: “¿Te acuerdas de las tardes en la escuela?” Tardes de frío en el corazón y en las manos. El capote echado sobre el lomo de la cabra parecía echar vapor, tenía resonancias militares. Por no sé qué choque de intimidades de alcoba (al fin y al cabo, estaba en un dormitorio) recordé la habitación de Onetti. Quizá porque la cabra disecada se parecía vagamente a él.    

¿A qué venía todo aquello, la imposible adición, en una habitación de hotel, del diván + el animal disecado + el piano + las fórmulas matemáticas, que luego supe que las había escrito en el tapa, a petición del artista, Jorge Wagensberg, un físico muy conocido sobre todo en Barcelona, autor de varios libros de paradojas científicas y profesor de Teoría de los Procesos Irreversibles? Tendría que responder a esto.  

Escribí una glosa entusiasta de esta instalación de Jordi Benito y la publiqué en un diario, no recuerdo ahora si en El País o en La Vanguardia. Sucedió que por aquellos días publiqué una novela, algunos periodistas me entrevistaban, uno de ellos, que había leído aquella glosa, me preguntó, con simpatía, aunque no sin retranca: “Pero vamos a ver… la cabra… ¿qué significa la cabra? Parece que a usted le gusta mucho, ¿por qué, por qué es importante la cabra?”

Esta pregunta ha vuelto desde entonces muchas veces a mi conciencia. ¿Por qué es importante la cabra de Jordi Benito? Tendido en la cama, en la oscuridad, pienso en esa pregunta y me digo “Oh, bueno, es como si me preguntasen por qué soy importante yo… Oh, bueno, la palabra adecuada probablemente no sea importante. Y si las obras plásticas, o las esculturas, pudieran ser explicadas cabal y racionalmente con palabras, entonces esas obras serían innecesarias, por redundantes. No sería preciso dibujar, ni pintar, ni crear espacios ni happenings, bastaría con hablar, escribir, describir. Si puedes describir y explicar la sonrisa de la Monalisa, sería tonto tomarse la molestia de pintarla. Pero resulta que también hay cosas, todo un mundo, más allá de las palabras. 

Cosas como las que hacía, en su práctica artística, Jordi Benito. Practicaba un arte de la acción masoquista y salvaje, que empezó arrojándose violentamente contra una pared –a veces dura, a veces blanda, para que su cuerpo dejase en ella alguna huella--, y, más adelante, clavándose con un martillo la mano izquierda contra la tapa de un piano, y, más adelante todavía, para espanto del público —entre el que yo figuraba, boquiabierto y electrizado—, al introducirse en el cadáver aún caliente de un buey recién ejecutado, cuya sangre aún corría humeando por el pavimento, no sé si el de la sala Metrònom de Barcelona o el pavimento de una pesadilla, abriéndose paso con codos y rodillas en las entrañas aún palpitantes y se quedaba allí dentro, encogido, fetal y supongo que horrorizado de asco y compasión, cuando no de terror, mientras los altavoces difundían por el recinto el tema de La cabalgata de las valkirias a toda estridencia, todo esto supongo que con el propósito de experimentar y hacernos contemplar, hacernos intuir, una vivencia telúrica, extrema y desesperada, próxima a la muerte y en las antípodas de la rutina, de los disgustos y placeres convencionales propios de nuestra vida plausible, de pasiones templadas y sensatas, que a espíritus como el suyo debía de parecerles un tibio aburrimiento.

Murió prematuramente en el año 2008, pero de vez en cuando, no con mucha frecuencia, veo alguna de sus obras calamitosas aquí y allá, pianos de cola en compañía de burros o toros o caballos disecados, abrigados con una manta militar, y le recuerdo con respeto porque si bien aquellos happenings eran desagradables, por lo menos Jordi era valiente y consecuente con su idea sacrificial, ritual y estentórea del arte.

Los descuartizamientos de animales y transformación de una kunsthalle en un matadero, y otras cosas extravagantes que hacía, eran manifestaciones tardías de un romanticismo torturado, y signos de la búsqueda de un lugar, entre efluvios de sangre derramada y crepúsculo de los dioses, de una posición inaccesible al kitsch.