El escritor y profesor Carlos Robles Lucena / LUIS MIGUEL AÑÓN

El escritor y profesor Carlos Robles Lucena / LUIS MIGUEL AÑÓN

Letras

Robles Lucena: “Los jóvenes leen, sobre todo, si pueden compartir la experiencia"

El escritor de Terrassa, que acaba de publicar ‘Cerbantes Park’, una fábula narrativa sobre la trivialización de la cultura, defiende la presencia 'actualizada' de los autores clásicos en la escuela

6 octubre, 2022 20:00

El Comisario vuelve al barrio de su infancia convertido en un empresario de éxito. Tras regresar, entre la culpa y el orgullo por el éxito conseguido, quiere recompensar al lugar donde vivió, hacia el cual muestra un orgullo algo impostado, gastando una parte de sus ganancias. Así idea un parque de atracciones dedicado exclusivamente a la literatura donde puedan trabajar refugiados. El proyecto reaviva la industria de la zona y dota al barrio de fama. Sin embargo, los sueños, incluso los que se cumplen, pueden tornarse pesadillas. El parque, aplaudido por esos académicos que no tardan mucho en entusiasmarse con las tendencias, banaliza la creación literaria y convierte la lectura en un mero espectáculo. Esta es la historia que narra Carlos Robles Lucena en su primera novela, Cerbantes Park, una historia que, tal y como confiesa, es más realista de lo que pudiera parecer. “¿Quién no nos dice que con la transformación de la cultura en un espectáculo no acabaremos convirtiendo la literatura en un material de feria?” Este interrogante el punto de partida del libro, en el que Robles Lucena, licenciado el Humanidades y profesor de Secundaria, autor de un libro de cuentos –No pregunten por Gagarin (Témenos)– reflexiona sobre la desmoralización del arte, la incesante búsqueda de experiencias o los simulacros como nuevas realidades.

–La novela gira en torno a un parque temático dedicado a la literatura. No sé si es algo fantástico o más bien una auténtica pesadilla.

–¡Ambas cosas! La idea de la novela surgió tras un viaje de fin de curso a Port Aventura. Me sorprendió ver cómo mis alumnos llegaban a hacer hasta dos horas de cola para subirse a una atracción que dura solamente poco más de un minuto. ¿De verdad no hay nada más deseable que tan interminable cola para un brevísimo subidón de adrenalina? ¿A qué se debe la fascinación social por los parques de atracciones? Estas preguntas me surgieron en aquel momento, en el que, además de dedicarme a la enseñanza, trabajaba como community manager para el sello Penguin Clásicos y tenía que hacer fotos cool sobre Shakespeare y Cervantes, entre otros autores. Un ejemplo de la trivialización de la cultura a la que estamos asistiendo. Al inicio, mi idea era hacer un relato, pero el proyecto creció cuando que me di cuenta de que lo interesante que sería crear personajes que se tomaban en serio esta idea de un parque temático literario.

Carlos Robles / LUIS MIGUEL AÑÓN (CG)

–Un parque temático en el que se vende la experiencia convertida en un plus.

–Sin duda, piensa en la literatura experiencial, que ahora está en todas partes. Quería jugar con esta idea de las experiencias, pero dándole una vuelta: en lugar de ofrecer vivencias breves, intensas, cuquis e inmediatas, en este parque de atracciones las distracciones que se ofrecen son largas e intensas, como las lecturas que se proponen a los visitantes. Era una forma de reírme de esa idea de que la lectura debe ser vivida y  convertirse en una experiencia real, física y compartible con los otros. Lo peor es que no estamos muy lejos de que se convierta en eso, si no lo es ya. Basta entrar en Instagram para darse cuenta de que la lectura en estas plataformas tiene un sentido diferente. Para los jóvenes la lectura, sobre todo, tiene sentido si crea comunidad. En caso contrario, la ven como una actividad caduca y solitaria. Yo nunca la he concebido así, pero para ellos, mis alumnos, es así: la lectura tiene que ser una experiencia compartida.

–¿Hacer atractiva la lectura para los jóvenes puede ser una forma de banalizarla?

–Es importante hacerla atractiva, sin duda, pero el riesgo de la banalización también está ahí. Como docente, no sé qué es mejor: si correr el riego de banalizarla para hacerla atractiva o, por el contrario, preservar el acto de leer y reivindicarlo por lo que es, sin espectacularización alguna. De lo que no tengo dudas es de la importancia de enseñar los clásicos a los jóvenes. Para hacerlo es necesario acompañarlos a través de la lectura. Esto es lo que he hecho en más de una ocasión cuando he leído El Quijote con mis alumnos. Se reían mucho, pero necesitaban una guía lectora, la que le ofrece el profesor. No hay que dejarles solos ante un texto que, a priori, les es ajeno. Hay que mostrarles los puentes que existen entre los clásicos y el presente. Por otro lado, también creo que hay que dejarles libres para que encuentren sus propias distracciones y sus formas de entretenimiento, sea o no la lectura.

Carlos Robles / LUIS MIGUEL AÑÓN (CG)

–A propósito de El Quijote, en su libro hay un personaje que dice que siempre lo hemos leído mal.

–Decía Philip Roth que a los personajes que peor te caen hay que darles los mejores argumentos. Esto es lo que hago: dar voz a un personaje que, a diferencia de la definición tradicional de don Quijote como héroe romántico, cree que el personaje de Cervantes es un precursor de los empresarios. De hecho, está convencido de que si a España le va mal es porque hemos leído mal El Quijote. Por esto no tenemos éxito y, en general, somos pesimistas.

–Quizás también sea porque, como le pasa al Comisario, el creador del parque de atracciones, los sueños, incluso aquellos que se cumplen, acaban por decepcionar.

–Los sueños cumplidos no siempre terminan bien. Muchas veces lo que soñamos se nos aparece como algo mucho menos fantástico de lo que habíamos imaginado. Entonces, ¿qué haces? ¿Sigues adelante con tu sueño o lo abandonas? Esta disyuntiva es a la que se enfrenta el protagonista y creador del parque de atracciones: seguir con su proyecto o dejarlo. Es un hombre contradictorio: forma parte de esa izquierda que quiere ser fiel a sus principios, pero a la vez le gusta el lujo y los excesos. Quiere ser el rey de los negocios y el representante de la izquierda en el barrio del que proviene.

–¿Hacer el parque de atracciones no es una forma de redimirse salvando al barrio periférico del que huyó?

–Nos habían explicado que para la primera generación de universitarios, como es mi caso, la cultura y el acceso a los estudios servían para una mayor y mejor integración. Pero no ha sido así. La cultura no nos ha servido para integrarnos mejor en nuestros barrios; lo que sucede es que hay mucho mito e idealización en torno a lo que significa vivir en un barrio y se nos olvida que, casi todos los que seguimos con los estudios. lo hicimos para salir de él, no para quedarnos. El Comisario es alguien que ha salido de su  barrio y vuelve convertido en un empresario para enaltecerlo, mejorarlo y, de esta manera, salvarse a sí mismo y disculparse por su éxito. Él quiere dotar a su barrio de una historia, aunque sea inventada, igual que la que tienen muchos lugares de Barcelona. Pienso en el Pont dels Canonges, que no tiene nada de medieval, por mucho que el relato oficial nos lo venda casi como una reliquia histórica. Él quiere convertir su barrio en esa riera seca, un lugar mítico. La literatura y su conversión en parque de atracciones son los elementos que utiliza para lograrlo.

Carlos Robles / LUIS MIGUEL AÑÓN (CG)

–El Comisario no solo no olvida su origen, sino que lo reivindica.

–Más que reivindicarlo, lo inventa, como si no tuviera un origen legítimo. En el fondo todos hacemos algo similar: nos creamos un origen olvidando que toda familia tiene una historia. Lo que sucede es que, como les digo a mis alumnos, nos han hecho creer que únicamente las familias con dinero tienen un linaje y un pasado digno de reivindicar. Dicho esto, lo que critico es el orgullo barrial que mitifica la cultura de barrio y dota de valor algo tan aleatorio como es el sitio donde has nacido. Vivir en un barrio periférico no es la panacea para alguien a quien le guste la cultura. Tener intereses culturales te aleja de tus compañeros de clase, te convierte en el raro y, en casos extremos, te separa de tu propia familia, que tampoco lo entiende.

–Y luego está Barcelona, esa ciudad a la que uno se acerca pero en la que se siente extranjero.

–Ahora quizás es diferente, pero para mi generación Barcelona era un símbolo. Para ver una película en versión original teníamos que venir aquí, porque donde residíamos no había cines que proyectaran películas sin doblar o, incluso, cines que proyectaran las películas que nos interesaban. Barcelona estaba geográficamente cerca, pero a la vez quedaba muy lejos de nuestra realidad. Sentíamos fascinación por ella y, a la vez, nos sentíamos ajenos. Teníamos esa sensación de que no pertenecíamos a Barcelona. Esto nos pasaba a nosotros, pero también a muchos barceloneses que no vivían en el centro. Muchos amigos me  dicen que Barcelona es mucho más que la imagen que proyectan las cuatro familias privilegiadas que cortan el bacalao. Y tienen razón, aunque también tengo que decir que muchos de ellos se quejan de la gentrificación, y lo entiendo, pero después van a un bar para tomarse un café con leche de avena. En mi barrio ningún bar tiene leche de avena. ¿Podemos encontrar un punto medio entre no convertirnos en un parque temático como ya es Barcelona y no caer en la dejadez de algunos barrios periféricos?

–No hay nada más complicado que el punto medio. Esto usted lo sabe bien. En su novela se pregunta hasta qué punto Sant Jordi tiene sentido.

–Siempre he pensado que Sant Jordi tiene algo de broma. Mis padres tenían una librería-papelería en mi barrio y cada Sant Jordi íbamos al centro para vender libros en una paradita. Pero ¿a qué viene esa efervescencia por un objeto que no interesa para nada? ¿Qué sentido tiene que un objeto como el libro, que pasa desapercibido todo el año, se convierta en el protagonista un día en concreto? Lo más paradójico es que mientras ese día las rosas suben de precio por la demanda, los libros se venden con descuento. Hablando de Operación Triunfo, Sr. Chinarro decía que era un programa de música para gente a la que no le gusta la música. Lo mismo podemos decir de Sant Jordi: es el día que le gusta a la gente a la que no le gusta la literatura. Es un día raro, porque se mezcla todo: la fecha de fallecimiento de Cervantes y Shakespeare, el mito del dragón, el sentimiento patriótico, la celebración del amor…. Es un batiburrillo en el que la literatura queda en el último lugar. Es el día en el que los libreros hacen más caja, pero es poco celebratorio para la literatura. Los libros que se venden poco tienen de literarios.

Carlos Robles / LUIS MIGUEL AÑÓN (CG)

–Usted es profesor de adolescentes, ¿cómo debería enseñarse la literatura?

–Recuerdo escuchar a más de un escritor decir que la única manera que hay para que los jóvenes lean es prohibiendo la lectura. No tengo claro que esta sea la solución. Y, si bien convertir la lectura en un espectáculo de Instagram es banalizarla, ¿qué sucedería si ni siquiera ocurriera esto? Como dice el Comisario en mi novela: “Vale, no celebremos Sant Jordi, pero ¿entonces qué pasaría con los libros si no existe un día en el que, con todos sus defectos, son los protagonistas?”.

–¿Sería aún peor?

–O quizás no. No lo sé. No tengo la respuesta. Es evidente que no todas las portadas de libros que se postean en Instagram corresponden a obras leídas, como tampoco muchas otras cosas que se cuelgan en redes. No creo que una actitud purista sea la más adecuada. La gente del sector se queja de que hay demasiados escritores y muy pocos lectores. Quien se lamenta de esto normalmente es un autor que nunca cree que él forme parte de ese exceso. Lo mismo pasa con los que dicen que se publica demasiado: nunca piensan que su libro forma parte de ese demasiado o es prescindible. Lo que quiero decir es que quienes se quejan lo hacen siempre desde fuera, nunca se plantean que ellos también son parte del problema. En mi opinión, cuanta más gente escriba y se considere escritor significa que existe interés por la palabra escrita y por los libros.

Carlos Robles Lucena

–Por lo que veo, es usted muy poco apocalíptico.

–Sí, totalmente. Veo a algunos alumnos que traen sus libros, los leen y los comentan. Veo gente leyendo en el metro. No sé. Yo me aferro a esto. Creo que si caemos en lo apocalíptico ya no nos quedará nada, apaga y vámonos, ¿no? El discurso apocalíptico es el menos apto para revertir la situación. Lo que hay que hacer es ver la manera de cambiar la cosas.

–Quizás lo que le salva de caer en lo apocalíptico es la enseñanza. ¿No se puede ser profesor y a la vez ser apocalíptico?

–Sí, seguramente sea esto, que no se puede ser ambas cosas. Lo que puedo decirte con certeza es que no creo que deje la enseñanza. Ser profesor te quita los laureles y te conecta con un lenguaje vivo que cambia constantemente. Un lenguaje que, si te encierras en determinadas burbujas, ignoras, como ignoras también la realidad que este lenguaje proyecta. Decía Ricardo Piglia que la enseñanza era un trabajo creativo  porque construyes un discurso en cada clase, un relato según sea tu manera de convertirte en profesor e interactuar con los estudiantes. Tenía razón. Es así.