Las máscaras de Miguel de Cervantes / DANIEL ROSELL

Las máscaras de Miguel de Cervantes / DANIEL ROSELL

Letras

Cervantes, rastros de humanidad

Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia de la Lengua, reúne en un compendio de más de un millar de páginas los rastros biográficos del autor del 'Quijote' y su contexto histórico

13 mayo, 2022 21:10

“No existe mayor desprecio que no hacer aprecio”. El sabio refrán castellano describe, con su condensación cruel, el grado máximo de frialdad y distancia mutua que puede existir entre dos personas. Lo que no explica es que, en vez de estar causada por un conocimiento de los defectos del semejante, la ignorancia consciente proyectada sobre el otro es el puente perfecto para la fabulación sobre su naturaleza. Se trata de un fenómeno corriente: muchos odios nacen del arquetipo, por lo general apresurado, que fabricamos ante quienes nos encontramos al paso. Para elucubrar sobre alguien basta y sobra con exagerar, desconocer el rumbo de su vida o quedarse con la máscara estrecha que oculta su carácter. El significado de este retrato, como los lectores de un libro, lo ponemos nosotros. Y lo hacemos encantados.

Sucede desde antiguo con Miguel de Cervantes. Apenas conocemos algunos datos contados de su vida cierta; en cambio, acumulamos miles de libros, estudios, tratados y biografías (algunas notablemente creativas) sobre sus supuestas hazañas sobre la faz de este mundo. De la primera cuestión tiene la culpa la escasa estima, consideración y fama que el autor del Quijote obtuvo en los círculos de influencia artística de la España de su tiempo, obsesionada con el dogma de la pureza de sangre. La segunda circunstancia se explica por el efecto de este vacío previo, que cada cierto tiempo –infinita, igual que la biblioteca imaginaria de Borges, es la bibliografía cervantina– intenta remediar algún ingenuo y censuran, con la ira propia de los devotos de una secta diabólica, los ilustres cervantistas.

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En últimos tiempos, sin ir demasiado lejos, el escritor de Alcalá de Henares, cuya filiación continúa en disputa tantos siglos después de su extinción, ha sido el asunto de una reciente novela histórica –Cerbantes (Suma de Letras)– donde Álvaro Espina fabula sobre sus hipotéticas peripecias por el Mediterráneo, entre los 21 y los 31 años, a partir de un falso manuscrito de autoría incierta, pero orientada hacia la vislumbre de una autobiografía diferida que, por supuesto, no existe. Espina perfila a un Cervantes cambista, que ejerce el espionaje en Italia –llevando una vida paralela, casi mimética, a la famosa leyenda del Quevedo que huye disfrazado de Venecia–, que destacó como el valerosísimo soldado del esquife en la batalla de Lepanto y fue víctima de cautiverio en Árgel. No se admiten escarnios: si el padre de La Galatea fue el primero que noveló en lengua española, quienes hacen esto mismo con la materia de su vida rinden con sus invenciones, por peregrinas que puedan parecer, un tributo a su recuerdo. Ya es más que la atención que le dedicaron sus propios contemporáneos.

El principal simulacro de la vida de Cervantes, obra de sus sucesivos biógrafos, todos posteriores a su hora vital, es la exaltación ad infinitum de su figura. Pareciera que sus proezas literarias no podían haber sido escritas por un individuo del común, so pena de considerar a a España como una nación ciega, sorda y lerda ante tan evidente brillantez literaria. Y, sin embargo, fue así: lo desconcertante de la obra cervantina –sucede también en el caso de muchas primeras figuras de nuestro Siglo de Oro– es que está hecha por un hombre de carne y hueso, mortal, sabio pero no erudito, aficionado a las letras pero no exactamente un docto profesional del arte de escribir. Toda su potencia reside en esta condición espontánea, natural, que la aleja de la academia y la precipita sobre la realidad. La suya y la nuestra.

Portadilla del monográfico de 'Letra Global' dedicado al Quijote, cervantes y sus periferias

Portadilla del monográfico de 'Letra Global' dedicado al Quijote, cervantes y sus periferias

El autor del Persiles se oculta detrás de sus personajes y, cuando se recrea en sí mismo, como sucede en los prólogos de sus novelas o en su Viaje del Parnaso, lo hace con una rara combinación de orgullo y modestia. Haciéndose valer –sin duda, porque lo necesitaba– pero sin incurrir nunca en el egocentrismo patológico. Atrapado en esa encrucijada que conocemos como frustración, cuando los demás nos niegan el valor personal que (todos) creemos tener, Cervantes proclama su derecho a lucir, siquiera en alguna ocasión, sus laureles literarios, al tiempo que admite que la poesía, el género más alto, no es un don que el cielo le concediera.

Esta obstinación por reivindicarse denota un desajuste personal. Una herida íntima. Sus iguales no le reconocieron de buen grado sus méritos. Del teatro, su pasión inicial, obtuvo escasas rentas y los aplausos justos. Se constata cuando cuenta como un triunfo que sus dramas y comedias no fueran despedidos por el respetable con el lanzamiento de verduras y hortalizas en los corrales de Madrid. El Quijote le permitió tener lectores, pero no el reconocimiento del Parnasillo, como demuestra la canallada del sosias de Avellaneda. No se fijaban en su talento para alabarlo o criticarlo de frente. Preferían denigrarlo y ridiculizarlo.

Retrato de Miguel de Cervantes / JÁUREGUI

Retrato de Miguel de Cervantes / JÁUREGUI

En este gesto, tan humano, de reivindicarse sin caer en el narcisismo se evidencia que la diosa Fortuna, en contra de lo que creen los legos, pensando que la valoración contemporánea coincide con la antigua, no favoreció –salvo en una ocasión– al Cervantes histórico, héroe de una epopeya privada que el escritor creía real pero que todos los factores atmosféricos desmentían. Del desprecio, siglos después, se pasó al elogio, la exageración y la hagiografía. Lo cuenta bien Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia de la Lengua, en Cervantes (Crítica), un compendium de los metales cervantinos que, a lo largo de más de mil páginas, recorre los hechos documentados, las biografías, las teorías y las fábulas sobre el manco de Lepanto, al que todos creemos conocer pero no ha dejado desde el primer día de ser un misterio: un escritor genial encerrado en un esqueleto corriente.

El libro de Muñoz Machado, ajeno a la cerrada galaxia cervantina, hecho con la voluntad de la admiración, aborda una necesaria y ajustada labor de recopilación sobre los nudos de la cuestión Cervantes. El jurista los desarrolla, ilustra y plantea con la amenidad de un buen conferenciante, ordenando datos desconocidos para los que no son especialistas, sopesando la labor variable de sus biógrafos y contando el making off del mito cervantino inserto dentro del paradigma mental de su época. Dada su condición profesional, la principal aportación de su monografía –que reserva más de un centenar de páginas al aparato crítico y doscientas a una depurada bibliografía– es la interpretación del contexto ideológico, político y jurídico que cercó al escritor, un hombre sin suerte, situado entre el ocaso de los viejos valores de la Edad Media y la génesis del mundo moderno, contradictorio, prudente en extremo, que anhelaba integrarse en la España oficial –primero como soldado; más tarde como recaudador de suministros para la Corona– y que, estoico pero no antisistema, lidió con la hidropesía y negativas de toda índole y condición allí donde pisaba.

Ilustración de Gustave Doré para Don Quijote (1863)

Ilustración de Gustave Doré para Don Quijote (1863)

Fue un tipo curioso: se dejaba el alma –y perdió la mano– en cada lance que emprendió con escasísima recompensa, salvo el hecho de descubrir en carne propia que la rueda del mundo gira por encima de los sueños sin que le importe nuestros esfuerzos o méritos. Cabría decir, tras leer esta enciclopedia de Muñoz Machado, que ha tardado diez años en terminar su estudio, consultar fuentes, desbrozar enredos, fijar los hechos y documentar el pretérito, que es este perfume de desengaño el que hizo posible el distanciamiento sensible de Cervantes, la forja de su milagrosa ironía, la emocionante mirada compasiva sobre la humanidad.

Probablemente es la que hubiera querido para sí. Pero, a falta de alguien que lo hiciera con su persona, el autor del Quijote no dejó de contemplar de esta forma la trayectoria de los demás, ignorante de que siglos después, y siempre después de los ingleses, aquel escritor de un libro de risa, sin inspiración, según Lope de Vega, un chusquero de las letras que logró publicar un best-seller pero no supo labrarse el apoyo de sus mecenas, aquel cincuentón que toleraba el abarraganamiento de sus hijas en su casa mientras defendía el espíritu de Trento, sería convertido en una estatua, indiscutible padre de las letras castellanas y, por decirlo con sus palabras, señor del mejor español que vieron los siglos pasados y verán los venideros.

Cervantes

El director de la Real Academia ha hecho un elogiable trabajo: baja a Cervantes del pedestal del Parnaso sin derribarlo, al contrario de lo que persiguen los nuevos inquisidores de la cultura de la cancelación. Lo torna humano. Y, gracias al trabajo de muchos investigadores desconocidos para el gran público, a los que Muñoz Machado rinde un tributo más que merecido, delimita la pátina de la ficción (elogiosa) de una realidad (histórica, prosaica) que, en cierto modo, no se aleja en demasía de las invariantes de la sociedad española.

¿Qué convirtió en inmortal a Cervantes? Sin duda, su Quijote, un libro absolutamente milagroso. Pero también su fracaso personal, su amargura destilada. La mala suerte evitó que se convirtiera –en vida– en un personaje, dejando de ser una persona. El desencanto con su destino, tan fatigoso, impidió que su voz se tornase impostada, sus comedias quedasen encerradas en códigos cerrados y sus novelas se leyeran como preceptivas, en vez de como libros sobre la vida y los hombres. Cervantes tuvo que desengañarse del mundo para vencer al tiempo.

El jurista y académico Santiago Muñoz Machado / EE

El jurista y académico Santiago Muñoz Machado / EE

Muñoz Machado confiesa que su impulso para escribir este compendium fue cuando descubrió la falsedad de todos los retratos oficiales del escritor. Así nació un sanísimo escepticismo ante el Cervantes canónico. Cuestionar la estampa fue el primer paso para acercarse a la verdad. Lo demás –el viaje del director de la Academia en busca del verdadero rostro de un héroe secreto, mutilado, reo de cárcel, difunto con hábito franciscano, marido infiel y desecho de tienta, hasta el punto de que le negaran la incierta merced de marcharse a las Indias a buscarse la vida– llegó por sus propios pasos. Muñoz Machado ha dedicado una década –y cuatro años de escritura– a explicarnos que detrás de los mitos culturales siempre hay un hombre desdibujado. Nuestro más perfecto semejante.