Letra Clásica
Cervantes y sus periferias
Francisco Rico, cervantista tardío e impertinente, proyecta su erudición irónica en un libro de artículos sobre “ese hijo seco, avellanado y antojadizo” que es el 'Quijote'
8 mayo, 2020 00:10Uno de los placeres de vivir en contra de la mayoría, además de escribir de noche y dormir de día, es leer libros a destiempo. Fuera de temporada. Al aire caprichoso del azar. En un mundo donde las falsas novedades gozan de un injustificado prestigio, parece casi una provocación echar el balón al suelo y buscar títulos recientes, pero no inmediatos. No nos referimos a los clásicos, que son esas obras que no envejecen porque contienen infinitas y permanentes lecturas, sino a libros que fueron novedad hace un par de años y que, debido a la dictadura de la sofocante producción editorial, están fuera de foco, que no es lo mismo que fuera de juego.
Hace tres años, la editorial Arpa reunió en un breve volumen una colección de las gavillas que Francisco Rico, ilustre hispanista y maestro de impertinencias inteligentes, a la sazón catedrático perpetuo, escribió en prensa con motivo del IV Centenario de la publicación de la Segunda Parte del Quijote que, como es sabido, fue una conmemoración anunciada pero no celebrada, más allá de algunos actos protocolarios y la publicación de ciertas monografías, en general más magras que las dadas a imprenta durante el centenario de la Primera Parte. Lo que sin duda fue un trampantojo institucional, cuya herencia es la falsa tumba de Cervantes en el Convento de Las Trinitarias Descalzas, con unos huesos que son mera suposición, tuvo sin embargo la virtud de higienizar el espinoso campo de los estudios cervantinos, esa cofradía reverenciada y entusiasta. Se publicaron menos libros y más sustanciosos.
Miguel de Cervantes retratado por Jáuregui
Uno de ellos fue el del profesor Rico, perpetrado como a vuelapluma, donde además de tribunas de periódico se mezclan notas de conferencias y catas de toda índole en la mayor de las obras cervantinas con el único objetivo común de servir de reunión de ingenios menores sobre las periferias del autor del Quijote. De Rico, que se ha convertido en referencia ineludible a pesar de ser un cervantista tardío –su labor investigadora ha estado, entre muchos otros asuntos de la literatura del Siglo de Oro, dedicada fundamentalmente a Petrarca– suele decirse, en tono jocoso, que pareciera haberse convertido (casi) en coautor del Quijote.
Algo de veracidad hay en tal insidia, aunque lo cierto y verdad –que no son conceptos idénticos– es que su apropiación de la historia del más famoso caballero andante que vieron los siglos pasados y verán los venideros, si dejamos a un lado el asunto de los derechos de autoría –el negotium–, es muy distinta a la que consumaron otros ilustres escritores, como Unamuno, Ortega y Gasset o Andrés Trapiello, que no sólo ha continuado el libro de Cervantes en una novela –Al morir don Quijote (Destino)– sino que tuvo el arrojo, ante el escándalo de los cervantistas, de adaptar al español actual la historia del hombre de la Mancha, quebrando un monopolio académico que nunca participó en el espíritu que alumbró este libro tan influyente en la historia como la Biblia y otras muchas teologías verbales.
Francisco Rico / LENA PRIETO
Seguramente a Rico, que suele responder a las invectivas que recibe con la ironía de quienes saben que el idealismo es un accidente, le divertirá esta caracterización que lo presenta cual vampiro de Cervantes, cuando gracias a su trabajo contamos con una edición extraordinaria, y puesta al día, del libro capital de la cultura hispánica. El académico catalán se mueve bien en este territorio del humor milagroso, que también es uno de los ecosistemas cervantinos por excelencia. Lo explican anécdotas –como el día en el que, en una conferencia en el teatro madrileño de Pavón, donde aguantó sin fumar, anunció que había estrenado una obra llamada El caballero de Olmedo “en colaboración con Lope de Vega”– y también el tono de estos Anales cervantinos, que nos presenta como un pamphlet o notas al margen, dispersas, sin sistema ni programa, sobre los motivos laterales del mejor de los escritores de las Españas.
Entrada de don Quijote en Barcelona, Luis Tasso (1894)
La ausencia de grandilocuencia, aplicada a un asunto como Cervantes y el Quijote, mueve a admiración más que a escándalo. Si Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho parece aspirar a corregir al mismísimo Cervantes, lo que Rico hace en este libro, y en otros –léase Tiempos del Quijote (Acantilado)–, es enmendar a sus intérpretes, tan devotos de su materia como incapaces de entender que, incluso en la obra de los genios, los hallazgos no son milagros, sino fortunas talentosas y, por tanto, también azarosas. Rico ha escrito su galería de cervanterías contra los tópicos del Quijote, pero sin fundamentalismos. Sus “migajas” sobre Cervantes huyen de la efigie de los monumentos y se insertan con naturalidad y desaliño en la humanidad cervantina, conectando la glosa del Quijote con el libro al que están dedicadas.
Cervantes no parece aquí como prodigio de la inteligencia o disfrute de las Musas, como expresan las historiadas tipografías con las que todavía se imprimen las ediciones ilustradas de su gran obra, sino como un escritor en bastardilla, que entre la Primera Parte y la Segunda de su novela, hacia 1608, se ganaba el sustento haciendo de negro –escritor anónimo– para su editor, Francisco Robles, que, igual que vendía libros de toda laya y condición, organizaba timbas y administraba garitos clandestinos que daban cobijo a un Cervantes buscavidas, negociante de negociantes y, para asombro de los simples, profundamente piadoso.
Resulta curiosa la frecuencia con la que algunos resucitan, o inventan, supuestos episodios sobre la realidad en la que está inspirado el Quijote –véase el episodio Acuña, el Loco, un personaje del Toboso que en 1581 protagoniza un hipotético preludio de la fábula cervantina– y, sin embargo, no calibran que la fortaleza del libro deriva de la manera en la que Cervantes escribió sobre experiencias vulgares, como la ojeriza que sentía por su persona el apócrifo Avellaneda, cuya existencia ha dado lugar a más estudios sobre su identidad que a ediciones de su falso Quijote, sin el que la Segunda parte del verdadero nunca hubiera sido como es.
Rico trata en estos Anales todas las derivaciones de Cervantes, desde el episodio de su túmulo fingido –las dos misas que el autor del Persiles y Sigismunda encargó para la salvación de su alma fueron más humildes que la placa de mármol colocada en las Trinitarias– a la milagrosa relación, el perdurable vínculo íntimo, que el escritor logra establecer con su lectores a través del relato de sus personajes, cuya historia evoca, como intuyera Borges, que nosotros mismos también podemos ser personajes de una ficción mientras leemos nuestra propia historia.
Portada y una página del facsímil que el editor catalán López Fabra hizo del Quijote
De hecho, una de las grandes virtudes de la gran novela cervantina –Rico dedica un artículo a explicar las razones por las que se debe escribir el Quijote en lugar de El Quijote–, más allá de la colisión del idealismo contra el prosaísmo que predicó el Romanticismo alemán, o la interpretación burlesca de la tradición inglesa, es su capacidad para conectar con un asunto universal: la interpretación que, bajo el molde de una narración privada, hacemos de nuestra existencia. “Todos” –escribe Rico– “vivimos contándonos versiones ideales de nuestras acciones y de nosotros mismos, y la mayoría de las veces viéndolas luego, si no impedidas, cuanto menos mermadas por el choque con la realidad”.
El rosario de asuntos tratados en estos Anales es largo, a pesar de su brevedad, y alumbra inesperadas perspectivas que ayudan al lector a redescubrir el Quijote desde otras ópticas, como los juegos intertextuales que Cervantes inserta en su cuento, el valor de las nimiedades en las descripciones, la mala fortuna que siempre ha tenido su teatro –enmendada en parte por la edición dirigida para la RAE por Luis Gómez Canseco–, la tardía canonización del Quijote en España, la manipulación nacionalista de la figura del caballero andante mediante la insistencia de una falsaria comparación con el Tirant lo Blanc de Joan Martorell, o la condición coloquial de la prosa cervantina, cuyo rasgo esencial es su naturalidad.
Cubierta de los Anales cervantinos de Francisco Rico / EDUARDO ARROYO (ARPA)
También hay afirmaciones provocativas, como la desacralización de la mística quijotesca –cuya trascendencia tiene poco que ver con el idealismo y más con el sentido común, la procacidad y el espíritu caricaturesco–, la capacidad del novelista para presentarnos a sus personajes como individuos dignos tanto de crueldad como de compasión, convirtiéndolos así en amigos íntimos de sus lectores, o la comparación del escritor con “un voluntario de la División azul que ha aceptado la Transición y que, aunque recela de la especie, respeta al individuo”. Rico se apoya para su análisis en la teoría de Bajtín sobre la novela: un género esencialmente polifónico, capaz de condensar distintos niveles de lenguaje y “ensanchar con categorías nuevas el espacio de la ficción sin desechar ninguna de las viejas”, integrando la admiratio de la épica antigua, con la verosimilitud de la moderna.
Este proceso de asimilación entre las dos grandes formas de relato –“la antigua, inmemorial, centrada en sucesos y pasiones extraordinarias protagonizados por personajes que reúnen perfecciones de todo orden y se mueven en escenarios inaccesibles para el común de las gentes, con elementos fantásticos o sobrenaturales en un mundo de nítidas jerarquías y fronteras entre el bien y el mal; y otra que, desde el siglo XVI, representan las ficciones como un relato de hechos reales, cuya acción se desarrolla entre las cosas y las personas de la vida diaria, y que adoptan las formas corrientes de los escritos del mundo real”– no se consumará hasta los siglos XIX y XX. Salvo en el Quijote, que se anticipa a sus secuelas. Cervantes inventa así una novela que contiene la historia entera del género, desde la tradicional a la que aún no había acontecido y todavía tardaría muchos siglos en llegar. Una gesta imposible de emular.