Guía para elegir la traducción del 'Ulises'
La protagonista de la novela del escritor irlandés, publicada hace un siglo, es la lengua inglesa. Las distintas versiones en español arrojan lecturas divergentes de la obra
5 febrero, 2022 00:10Ulises, de James Joyce, es una obra maestra de la literatura. No indiscutible, porque, a diferencia de otras, es discutible para muchos, lo cual la hace aún más interesante si cabe. Medirla con el rasero de las narraciones al uso, desde la invención de la novela moderna con el Quijote hacia acá, no es hacerle justicia o engañarse uno mismo en el solitario de la lectura, porque su característica principal no es la trama, ni la perspicacia psicológica, tan honda. Tampoco la indagación en la historia, la sociedad, la mentalidad irlandesas de los albores del siglo XX. Teniendo todo esto, el libro se trata fundamentalmente de un festín lingüístico, un prodigio del estilo. Es, en prosa, lo que se predica de la poesía: un artefacto verbal en el que, como pedía para el verso Dámaso Alonso (traductor de El retrato del artista adolescente, otra novela joycena), la forma viene dictada, exigida por el fondo. Ambos van de la mano.
Joyce emplea en su obra ya centenaria una panoplia de recursos que abren, cada uno con su llave o su ganzúa, muchas puertas. Como orfebre de la palabra, como fabbro, hacedor o artífice modela lo metaliterario, es decir el metal literario, y con el resultado se convierte en cerrajero que saca de su cofre el idioma inglés hablado y escrito en Irlanda n 1904 y, como en las salas dedicadas al oro de los celtas del Museo Nacional, lo exhibe, aunque sea parodiando modos, imitando maneras, recreando usos.
James Joyce en Zúrich (1918)
Dejemos lo que diga la crítica varado en la playa como una sirena, una nao de la Armada en la costa de Donegal, y hagamos un somero examen de Ulises y de los procedimientos narrativos empleados. Enseguida nos daremos cuenta de que la similitud con la Odisea (modelo indiscutible que por otra parte no hay que exagerar) se desarrolla tanto en la afinidad entre episodios como en el concepto del viaje en sí: los pasos del protagonista homérico por diversas islas y ordalías se corresponden con los diferentes estilos y órdenes (mucho más que dórico, jónico y corintio) de la arquitectura literaria joyceana, que incluye todo tipo de materiales.
Porque si el motor de la Odisea es, en un mundo de velas, recorrer muchas aguas, atracar ante muchas tierras, sufrir o gozar de la bonanza de muchos vientos, por su parte la vela de Ulises, hecha de numerosos retales, es, en la época en la que despuntan los vehículos de motor, mudar los discursos, no dar tregua al sedentarismo y hacer nómada el verbo, que llega a tener más variantes que la actual pandemia, cuyos nombres también han sido tomados de los griegos.
Así, hallamos narración en tercera persona y en pretérito, con bastante diálogo, y más o menos convencional, en los capítulos 1 y 2 (aunque con copiosos retazos de canciones, citas y guiños). Además, hay tiradas de frases telegráficas que transcriben, llena de lagunas, sin conectores, la lectura en diagonal de una carta al director:“May I trespass on your valuable space. That doctrine of laissez faire which so often in our history. Our cattle trade. The way of all our old industries. Liverpool ring which jockeyed the Galway harbour scheme. European conflagration. Grain supplies through the narrow waters of the channel”.
En el 3 conviven imbricadas la narración en tercera persona con la voz en primera de Stephen Dedalus, el flujo de sus pensamientos. Aquí las rayas de diálogo están ausentes. El texto se va haciendo complejo. En el 4 hace acto de aparición Leopold Bloom, el principal protagonista, también presentado en tercera persona pero con el hilo de sus pensamientos en estilo directo, sin verbos del tipo “pensó”, “recordó”, etc. Vuelven las rayas de diálogo, y como en el capítulo siguiente emergen ejemplos de escritura epistolar. También la lectura de una revista por parte de Bloom se cuela en la narración y empapa el papel como un líquido que no se limita a las paredes de su frasco, derramándose.
Primera edición en inglés de Ulysses (1922)
El capítulo 6 tiene un hábil juego de inclusión de palabras y frases procedentes de un cura que oficia un réquiem en latín. El oído de Joyce estaba muy afinado, y es capaz de reproducir al detalle el habla de los dublineses. Solo en la ciudad de estos y en el resto de la isla se escucha con naturalidad esa exclamación con la que se cierra el capítulo, How grand we are this morning!, donde el grand se erige en casi una partida de nacimiento, acreditación de ser de Irlanda. Ahí naufragan por igual todos los traductores, porque ese adverbio significa allí “bien” (“estar bien”), y no “magnánimos”, “grandes” o “extraordinarios”.
Un cambio de dirección se produce en el capítulo 7, mosaico de muchas teselas o microtextos, todos ellos con título de apariencia periodística, los cuales remiten a muy diferentes ámbitos. El 8 vuelve por donde solía, con la mixtura de tercera y primera personas. El 9 coquetea con el lenguaje teatral (hay mucho Shakespeare ahí) y el musical (se reproduce una notación como de himnario), además de frases en otros idiomas que salpican las páginas. El 10 vuelve al sistema de capitulillos (en este caso sin títulos y solo separados entre sí por asteriscos). El último de ellos se presenta en forma de mazacote sin puntos y aparte, adelanto de lo que será la conclusión del libro.
El 12 es narrado por alguien que no sabemos quién es, y en su final hay elementos muy heterogéneos: legales, mitológicos, la jerga de un combate de boxeo, un remedo del ascenso del profeta Elías en carro de fuego hacia los cielos. Todas estas incursiones de otros discursos (como los murmullos de Comala en Pedro Páramo) o las voces que oyen en su cabeza los esquizofrénicos no tienen lindes, no se separan de lo que realmente sucede, porque también sucede, aunque sea en otro plano de la realidad. Esta, como el texto, es un palimpsesto. Merced a los reactivos de un escritor que sabe lo que se hace, se consigue que afloren capas que estaban latentes, de un modo contrario a lo que sería la tinta simpática. Con la tinta llamémosle “antipática” de Joyce (que lo es, y mucho, para no pocos lectores), lo otro (las voces, los ecos, los correlatos) no se borra sino que se manifiesta.
La parodia de la literatura romántica y folletinesca abre el capítulo 13. El tramo final del 14 está plagado de coloquialismos y pronunciación de clase baja, pero antes se ve cómo el lenguaje evoluciona desde los orígenes del idioma inglés a la actualidad, pasando por diferentes estadios, todos muy bien marcados con rasgos distintivos en lo que podría constituir un curso intensivo de historia de la lengua inglesa. Se incluyen pasajes cuajados de aliteraciones, que reflejan las composiciones anglosajonas anteriores a la conquista normanda, en 1066, pero también al revival aliterativo de algunos siglos después que dio lugar a poemas como Sir Gawain y el Caballero Verde, que Tolkien, otro obseso de las lenguas hasta el punto de inventar algunas, disfrutó estudiando y traduciendo. Según el profesor García Tortosa, su técnica “probablemente sea la más intrincada y laberíntica” del libro todo.
Es un portento el diálogo que Joyce consigue aquí con sus modelos. Para buscarle un paralelismo, es como si en español empezara en las jarchas, pasara por el Poema de Mío Cid, transitara por Berceo, picoteara en La Celestina, bebiera en Bernal Díaz del Castillo, rapiñara en el duque de Rivas y falsificara a Rubén Darío para finalizar con la parla castiza de los gatos, un poco de La verbena de la Paloma con dicción de Chamberí o Cuatro caminos en vez de los barrios dublineses de Liberties o donde Joyce vivió un tiempo en North Great George’s Street.
Versión del Ulises de Valverde publicada por Lumen
El 15 se presenta como un acto (bien que muy extenso) de pieza teatral hasta con sus acotaciones, en la que emergen singulares estados de conciencia, alucinaciones y fantasías sexuales. El 16 se barroquiza, el lenguaje usa y abusa (deliberadamente) de frases tópicas, clichés. El 17 adquiere la forma de las preguntas de un catecismo con sus respuestas, aunque deriva en laconismo por parte de la interrogadora, Molly Bloom. El 18, finalmente, es el monólogo prácticamente sin interrupciones y carente de signos de puntuación (cuando se piensa, las palabras se encadenan libremente) de la misma Molly, revestido en su desembocadura por las frases pespunteadas por un yes cada vez más frecuente yes que connota un orgasmo yes.
Se produce por otra parte un progreso que va de lo juvenil a lo senil. Esta estructura dinámica ya la había puesto en funcionamiento Joyce en el más accesible de sus libros, Dublineses, cuyos protagonistas avanzan en edad desde la infancia (qué maravilla el mundo visto por la niña de “Arabia”) hasta llegar a la vejez y, más allá de esta, al fantasma (pero de un joven) Michael Furey en “Los muertos”. Hay muchas piezas que tienen funciones muy definidas en el engranaje del libro, obra de relojería menos irlandesa que suiza (Joyce vivió en Zúrich y allí está enterrado).
La edición de la novela en Galaxia Gutenberg recupera la traslación al español del argentino José Salas Subirat
Traducir atinadamente todo lo anterior no es fácil. Hay que ser un Ovidio para reflejar tantas metamorfosis. En muchos casos hay que adaptar. Y ninguna solución está exenta de riesgo. José Salas Subirat, agente de seguros argentino sin formación académica pero con un tesón a prueba de balas, publicó la primera en 1945 y la revisó en 1952. Es la que ahora, ilustrada por Eduardo Arroyo, ha visto lujosamente la luz en Galaxia Gutenberg, pero también reencarnó, bastante modificada, en una versión que Eduardo Chamorro pasó por el cedazo del español peninsular. Esa intromisión en la labor ajena puede que haya hecho más legible el resultado para un lector español, pero le ha restado carácter.
¿Que el español porteño es periférico? Sí, de la metrópoli, pero hace más de doscientos que aquellas naciones, de tan fervorosa literatura, son independientes. ¿No es periférico el inglés de Dublín que irradia Ulises? Todavía, que sepamos, no ha sido adaptado al inglés “de la Reina” o a la “pronunciación recibida” de la BBC, aunque no está lejano el día en el que los brotes de antisemitismo que afloran en un capítulo por parte de un botarate (retratado como tal por Joyce) vengan acompañados de una nota que los “contextualice”.
Las estrategias de traducción de Salas Subirat quedan así expuestas: “Si ha sido preciso optar entre la fidelidad de palabras […] que entrañara traicionar la idea, y una fidelidad a la idea que exigiera emplear palabras no equivalentes, la decisión ha recaído sobre esto último”.El traductor del Ulises (Sudamericana) es un libro de Lucas Petersen disponible en España solo como ebook en el que se cuenta la particular epopeya de Salas Subirat. Este traductor pionero se adelantó a Borges y un equipo de traductores que ya estaba trabajando en su versión. No obstante, el autor de El Aleph llegó a publicar cómo había puesto él en nuestro idioma la última página de la novela.
El fruto de muchos desvelos por parte de José María Valverde fue ganador del Premio Nacional de Traducción de 1978. Esta versión, primera española, es de 1976 pero fue revisada en 1989 y 1994, y ahora ha vuelto a ser aseada por Andreu Jaume para la editorial de cuyas prensas salió por primera vez: Lumen. También está en Debolsillo, aunque la página web de la editorial (perteneciente al mismo grupo que Lumen) no tenga la delicadeza de indicar el nombre del traductor. Y estuvo en Bruguera y Tusquets. Ya señaló Juan José Saer que una característica constante del trabajo de Valverde parece haber sido tomar siempre un camino distinto al de Salas, para, prurito de contradicción, distinguirse de él y afianzar su propio terreno. De hecho, hay elecciones que solo se explican desde esa premisa.
La de María Luisa Venegas y Francisco García Tortosa (Cátedra, 1999 y revisada y corregida en 2004) es la de mayor número de páginas porque a la traducción antecede un amplio estudio de Tortosa, el mejor portal para entrar al edificio Ulises. Ha sido reimpresa estos días. En general es la más fiel desde un punto de vista filológico, pero hay soluciones que resultan chocantes, con piruetas que a menudo, aunque dupliquen lo acontecido en el original, parecen injustificadas a tenor del resultado artificioso. Como se afirma en la introducción: “Traducir Ulises representa una auténtica odisea”. En esa línea metafórica y como absolución de cualquier yerro se podría decir que, pese a las limitaciones, mejor ver la novela con un solo ojo, como el cíclope Polifemo, que no verla con ninguno.
El argentino Marcelo Zabaloy publicó la suya, con la colaboración de Edgardo Russo, en 2017 (El Cuenco de Plata). Va ya por la tercera edición, muy corregida. Suena algo rioplatense, y no se arredra ante lo más obsceno o escatológico. En sus manos, el habla popular de Dublín se acerca al lunfardo, y el entierro del pobre Paddy Dignam, por ejemplo, parece más tener lugar en los cementerios de Recoleta o La Chacarita, a la sombra de Gardel, que en Glasnevin bajo la de Parnell. Zabaloy confiesa no haber leído las traducciones anteriores al español, lo que le ha dado independencia, aunque sí, y esto es importante, la francesa de Valéry Larbaud (ayudado por Joyce, razón de peso). Este argentino de Bahía Blanca es autor de una versión de Finnegans Wake (la última novela de Joyce) el año anterior, algo que roza la temeridad y que es discutible muchas veces; más que prosa, proeza.
Todas las traducciones pecan de un vicio muy extendido: complicar lo sencillo y simplificar lo difícil. La suma de ambas cosas puede llegar a tergiversar el original. Compararlas requeriría tantas páginas como tienen sumadas todas ellas, porque no hay ninguna en la que no haya algo que decir ante un juego de palabras, un modismo, una alusión, la hibridación de voces que es marca de la casa en Joyce.
Aún hay una quinta, obra de Rolando Costa Picazo, publicada por Edhasa Argentina en 2018, que no ha circulado en España: un estuche de dos tomos muy anotados que suman 1.784 páginas. Quienes la han leído (uno solo ha manejado las otras cuatro) aseguran que está en un español neutro, “libre de españoladas” (dice con el chovinismo que allí nos achacan a nosotros un periodista argentino), y que es muy buena. Y una supuesta sexta que no merece comentario porque es un verdadero acto de piratería perpetrado por la editorial Verbum, que literalmente ha plagiado entera la traducción de Salas Subirat atribuyéndola a un tal Álvaro Gonzaga.
Aún hay una quinta, obra de
Recientemente se ha reeditado (Jekyll & Jill, 2021) Larva de Julián Ríos, la gran novela experimental española de los años ochenta y donde se ha conseguido (como en otros libros del autor) el mejor trasvase de cierto tipo de lenguaje de Joyce (de los muchos que usa). Si es apasionante ver cómo Ríos traduce el lenguaje de Joyce al español, no menos cautivador resulta estudiar cómo Larva fue traducida al inglés por Richard Allan Francis, Suzanne Jill Levine y él mismo (como hizo Joyce con Larbaud).
Joyce fue poeta, uno de esos poetas que se pasa a la prosa sin abandonar nunca la respiración, el ritmo de aquella. Ezra Pound habló de la “poesía al borde de la música”. El irlandés, tenor aficionado amén de siempre juguetón con el lenguaje que alguna vez se aventuró con el español, habría corregido la frase como Pound corrigió La tierra baldía: “poesía al bardo de la música”. Cada traductor interpreta la misma partitura pero la ejecuta de diverso modo y con diferentes logros. No hay equivalencias para Ulises: siempre habrá más equis que valencias, más incógnitas que significados.