El 'oráculo Valverde'
La villa Tugendhat, de Mies van der Rohe, no soluciona el problema del Hombre, como pudo sugerir Valverde
6 febrero, 2022 00:00Cuando, como ayer, vienen amigos extranjeros a Barcelona, suelo llevarlos a visitar el pabellón de Mies van der Rohe en Montjuïch (o más bien su copia facsímil de 1984, pues el original fue demolido), que es un observatorio estupendo para explicar muchas cosas de la ciudad. En la otra punta de la explanada se alza el pabellón de Barcelona para la misma exposición universal de 1929, y esa vecindad entre los dos pabellones, el de Barcelona y el de Alemania, permite comparar, con clara plasticidad, lo que era una arquitectura honesta y correcta de principios del siglo XX con la arquitectura visionaria de la casa de cristal (en este caso, del pabellón protocolario), un manifiesto de la modernidad.
También da pie a otras comparaciones y observaciones menos agradables, menos amenas, de las que hago gracia al lector. El caso es que ayer, como siempre que voy al Pabellón, recordé una frase enigmática que pronunció en el aula, pero casi como si hablase consigo mismo, el profesor José María Valverde, que fue aquí tan querido, respetado y olvidado. No recuerdo de qué estaba hablando aquella mañana, qué idea le llevó a decir: "El hombre no tiene solución, porque se le ofreció una arquitectura a su medida y no la ha querido". Se quedó en banco un momento, con la mirada perdidiza, luego reanudó el discurso hablando sobre otras cosas y ya no volvió sobre el tema. Acabada la clase, fácilmente podía yo haberme acercado a preguntarle por el sentido de aquella frase, pero no lo hice. “Debería haberle preguntado…”, pensé, pero lo pensaba mientras bajaba ya la escalera, que es el momento, como todo el mundo sabe, en que se te ocurre la frase aguda o el acto preciso que ya es demasiado tarde para hacer o decir. L’esprit de l’escalier lo llaman.
Familias acaudaladas
Desde entonces periódicamente, sobre todo cuando me encuentro ante algún edificio arquitectónicamente singular, y por supuesto siempre que subo al pabellón Mies van der Rohe, recuerdo la frase oracular y enigmática y vuelvo a preguntarme qué querría decir el profesor Valverde, qué arquitectura era la que, a su juicio, podría haber resuelto el problema del hombre, que en efecto es muy grave y debería resolverse cuanto antes y antes de que sea demasiado tarde y no haya ya solución, pero el hombre no la quiso. ¿Se referiría al racionalismo, a la Bauhaus de Gropius, a las casas diáfanas de Mies? Mies fue el último director de la Bauhaus, y cuando los nazis cerraron la famosa escuela emigró a Estados Unidos. En Berlín aún pueden verse varias casas suyas.
Casi simultáneamente al pabellón de Barcelona construyó en 1929-1930 en Brno, capital de Moravia, la villa Tugenhadt, que visité hace veinte años, cuando acababan de restaurarla. Es una casa maravillosa, y, como el pabellón de Barcelona, tiene en medio de la sala, distribuyendo diferentes espacios, un imponente muro o cortina de ónice, de tres por seis metros, solo que no es verde como el de aquí sino rosado, de ónice rosa, mucho más bonito, sobre todo cuando le da el sol de la tarde y parece ponerse incandescente.
Por supuesto, dentro de la villa Tugenhadt me vino a la memoria la frase de Valverde, y volví a pensar si se refería a una arquitectura tan preciosa, a una casa tan elegante como aquella. Lo cierto es que esa arquitectura nunca se la ha propuesto a la humanidad, sino sólo a algunas familias muy acaudaladas, como eran los Tugendhat. La ciudad de Brno, antes Breslau, fue llamada "la Manchester centroeuropea", era la capital industrial del imperio Habsburgo y luego de la Primera República checoslovaca. En el periodo de entreguerras cuajó allí una potente burguesía industrial en la que figuraba el señor Tugenhadt, un fabricante con inquietudes artísticas e intelectuales, que encargó a Mies una vivienda sin parar mientes en la cuenta de gastos.
La tragedia de la separación
Mies hizo prodigios de armonía, de proporción, de inventiva como ingeniero y diseñador. La pared de cristal se hunde en el suelo a voluntad y entonces el salón se transforma en veranda sobre el jardín, en suave pendiente. Desde allí se ve el perfil de la ciudad, dominado por una colina sobre la que se alza el castillo de Špilberk, una fortaleza-prisión imponente, cuyas mazmorras y lóbregos corredores recorridos por un viento glacial yo había visitado aquella misma mañana, tras los pasos de una guía enana. Se diría que, frente a frente, la casa Tugendhat y la fortaleza Špilberk simbolizaban los dos polos de la experiencia humana. La mejor y la peor manera de vivir en este mundo.
En realidad la familia Tugenhadt, que era de raza judía, disfrutó de su villa sólo durante siete años y luego se vio forzada a huir del nazismo y se exilió en Argentina. Durante el periodo comunista su casa fue reciclada como residencia de ancianos y luego como manicomio, y luego albergó una institución para niños con minusvalías psíquicas, si no recuerdo mal. En esa casa, entonces muy deteriorada, al pie de la cortina de ónice rosa, Václav Klaus, primer ministro checo, y Vladimir Mečiar, su homólogo eslovaco, firmaron la escisión de Checoslovaquia en dos países independientes. De aquel momento bochornoso –pues nos avergüenzan o incomodan las mezquinas desavenencias de quienes son incapaces de convivir y sumar fuerzas— ya han pasado exactamente treinta años. Diez años después, en el 2002, la restauraron y cuando estaba flamante es cuando yo la visité, y allí volví a recordar la frase enigmática. Está claro que aunque sea una joya la villa Tugendhat no ha tenido una historia muy feliz, sino más bien lo contrario. El “oráculo de Valverde” sigue sin resolverse. ¿De qué arquitectura hablaba, en qué casa estaba pensando?