Juan Eduardo Zúñiga, un oculto de culto
El escritor madrileño, que hizo de la capital de España territorio y protagonista de su narrativa, practicó un realismo conspicuo que lo vincula con la mejor literatura rusa
4 marzo, 2020 00:10Almudena Grandes dice que en Zúñiga hay mucho Chéjov; y modestamente, creo haber encontrado una probable ligazón anímica entre ambos escritores. Se me ha ocurrido tratando de responder a esta pregunta: ¿Qué impulsó a Chéjov a emprender un viaje arriesgado a la isla de Sajalín para estudiar la vida de los que vivían allí, sentenciados a trabajos forzados? Un ansia de redención colectiva que el gran cuentista ruso compartió con Juan Eduardo Zúñiga, sin haberlo conocido (Chéjov murió en 1904 y Zúñiga nació en 1919). El escritor madrileño aprendió de Chéjov su habilidad para describir desde la ternura las escenas más cotidianas. Del autor de La gaviota –su primera puesta en escena fue un fracaso, antes de convertirse en el culmen del teatro ruso– Zúñiga persiguió su deseo de escapar para cumplir con el tributo de una soledad indispensable a la hora de proyectar una metáfora del mundo sin estridencias. Pensemos que Zúñiga, antítesis de las vanguardias, anclaba su fantasía sobre las redes narrativas del realismo más conspicuo.
Puestos en harina, lo que realmente los unió a ambos fue la magia: “¿Sabe cómo escribo yo mis cuentos?” le preguntó Chéjov a un interlocutor radical. Se fijó en una mesa en la que había un cenicero; lo levantó con su mano y dijo “si usted quiere un cuento mío, mañana lo tendrá. Su título será El cenicero”. Y en aquel preciso instante, al otro le invadió la sensación de que el cenicero se transformaba: “Ciertas sensaciones indefinidas; aventuras que aún no habían hallado una forma concreta, estaban empezando a cristalizar en torno al cenicero”, expone Vladimir Nabokov, a modo de ejemplo, en su célebre Curso de literatura rusa, fruto de las clases del Gran Maestro, dictadas en la Universidad de Cornell (EEUU).
La desazón que recorre la obra del escritor madrileño lo emparenta también con Turguénev y Pushkin, autores a los que Zúñiga dedicó traducciones y libros. De ellos filtró los recuerdos, que le inspiraron la figura de Cosme, protagonista de Inútiles totales, su ópera prima, autoeditada, en la que un adolescente contempla la devastación. El joven Cosme no es un aspirante a héroe, como Jean Sorel en El rojo y el negro, ni llega a ver el campo de Marte de Waterloo contemplado por el desertor Fabrizio en La Cartuja de Parma. Cosme es más estéril y también más auténtico; vive en la retaguardia humilde del frente del Jarama, es decir, en las calles tristes de un Madrid depauperado, cuando la capital era un catafalco bajo el fuego, con el fracaso de la esperanza grabado en sus plazas y aceras.
El Turguénev de Zúñiga es el de Memorias de un cazador, o de Rudin, libros adornados con “avenidas de tilos, dulcemente olorosas, con un atisbo de luz esmeralda al final”. Chéjov mostró la derrota íntima del idealismo en manos del remonte revolucionario del fin de siglo, que festoneó el desembarco del mejor nihilismo. Y Zúñiga se apuntó a este bombardeo, cambiando los jardines privados de San Petersburgo por el Madrid de Sabatini. Respondió a la exigencia poética de su prosa, en Rosa de Madrid con este fragmento inspirado en la gran nevada del año 1931: “El imaginado arrebol matutino, el aire puro y helado de la madrugada contribuyeron a una idealización de la naturaleza y debieron de predisponer mi ánimo para el asombro ante aquel jardín blanco”.
Zúñiga falleció este febrero; había cumplido 101 años y se despedía con una trilogía bajo el brazo que lo inmortaliza: Largo noviembre de Madrid, Capital de la gloria y La tierra será un paraíso; tres libros compuestos por 34 cuentos publicados en 1980, 1989 y 2004. La oralidad es la madre de la crónica en la que Zúñiga ha humanizado las consecuencias de la barbarie de la guerra, sin abandonar nunca el bando de los perdedores. Evocando su aportación, Luis Mateo Díez ha remarcado que el escritor madrileño fue atravesado por la narración rusa del XIX; aprendió a escuchar para entender el testimonio de los otros y captar los “repliegues de su corazón”.
En esto último compartió entorchados forzosamente con Rafael Cansinos Assens, el traductor mejor catalogado de Crimen y castigo, la novela de Dostoievski, cuyo castellano permite descubrir los abismos del alma rusa, sin necesidad de conocer el alfabeto cirílico. Y eso es mucho; Zúñiga, Cansinos y otros le han regalado a populoso mundo de habla hispana el secreto de los horizontes verdes, las estepas gélidas o de los puertos al abrigo en la dolida Crimea, en la costa septentrional del Mar Negro. De épica, Zúñiga iba servido. No olvidemos que Strogoff, aquel Correo del Zar de Julio Verne atravesó Siberia para acabar en Yalta, dulce ribera, refugio del último Chéjov.
La reconocida trilogía, agrupada bajo el título La trilogía de la Guerra Civil, convirtió a Zúñiga en un “autor de culto, irremediablemente oculto” (Mateo Díez) que, pese a su calidad, no ha llegado a recibir el Cervantes, aunque fue galardonado con el Nacional de las Letras Españolas, en 2016. Joan Tarrida fue su editor en Galaxia Gutenberg y lo recuerda como un autor “de exigencia extrema, que corregía y corregía hasta la extenuación”. El pasado año publicó sus memorias, Recuerdos de vida, en las que expresa dos axiomas conductores: “qué larga es la calle de la vida” y “qué secreta, la calle de los años”.
Con un protagonista, su Madrid natal y vital; una cartografía de la ciudad y, a la vez, una taxonomía de sus gentes que van más a menos en relación a la implicación moral del autor, uno de aquellos míticos resistencialistas éticamente enfrentados al Antiguo Régimen. Las memorias son un repaso contenido ya en una entrega anterior, Misterios de la noche y los días, con fragmentos en los que el escritor desvela su mala relación con los mandarines de su cuerda, –el Partido Comunista, del que acabó apartándose– siempre dispuestos a denunciar la fantasía del autor, como una desviación pequeño-burguesa.
“Lo olvidaremos todo”, está escrito en Largo noviembre. Esta es la razón por la que Zúñiga ofreció sus notas y relatos a la recuperación de la memoria, escogida como verdad objetiva, entre las verdades y mentiras de la narrativa. Durante la primavera del año pasado, a través de su esposa, la también escritora y editora Felicidad Orquín, Zúñiga confesó que en enero del 2019 había cumplido los 100 años. Orquín dijo entonces, en un acto celebrado en la Feria del Libro de Madrid, que Zúñiga era un escritor que perseguía fantasmas. Y sintiendo cercano el fin de su compañero, remató que “los fantasmas no tienen presente pero sí futuro”.