Nueva censura
La vocación doctrinal de determinadas ideologías está destruyendo la capacidad de fascinación del arte y la libertad de criterio
3 marzo, 2020 00:10“Un caso obvio de abuso patriarcal y de violencia de género”. Así definían hace poco la película Vértigo de Hitchcock unos alumnos de primero en la universidad, según me contaba perplejo un amigo profesor. La reacción de estos jóvenes de entre dieciocho y diecinueve años invita a reflexionar acerca de qué está ocurriendo en nuestra sociedad cuando, en aras de la presunta demolición de un modelo hegemónico, se está reduciendo toda expresión artística compleja, que por definición es siempre problemática, a veces ambigua y con frecuencia irreductible, a una formulación superficial y esquemática, tan simple como la respuesta que se le pretende oponer. No hay duda de que cualquier obra, por consagrada que esté, puede y debe ser sometida a nuevas interpretaciones, tratando de desvelar sus motivaciones e incluso de denunciar sus propósitos –esa es por supuesto una de las responsabilidades de la crítica–, pero el veredicto categórico e inapelable de esos alumnos indica que su contundencia doctrinal ha destruido su capacidad de fascinación y su libertad de criterio, convirtiéndoles en potenciales censores.
En una época aparentemente revolucionaria, en la que se están cuestionando todas las identidades sexuales, familiares, sociales y estéticas, se fomenta al mismo tiempo una nueva forma de puritanismo sin raíces, disociado de la religión pero fuertemente adscrito a una nueva y disimulada moral que, como antes el catolicismo, ve al demonio asomando en todas partes. Este catecismo ya no pretende velar, como solía, por la conservación de una idea cristiana de las costumbres y las relaciones sino que dicta patrones de conducta ideológica frente a representaciones artísticas con el fin de convertirlas en vehículo de ideas que nunca aspiraron a albergar y que incluso, en ocasiones, se propusieron impugnar.
Hemos visto ya cómo se ha acusado a Lolita de Nabokov –por poner el ejemplo que siempre sale a relucir en estos debates– de fomentar la pederastia, cuando la novela, si se atiende a toda la complejidad que entraña, fía su densidad moral precisamente en la tragedia que supone la destrucción de la inocencia de una niña. Como en el caso de Vértigo, la condena llega antes de que se haya llevado a cabo cualquier ejercicio crítico, antes de que haya propiamente lectura, animado tan sólo el lector por las sospechas que levanta un determinado argumento, sobre todo si tiene que ver con una obsesión sexual, como ocurre tanto en el caso de Nabokov como en el de Hitchcock.
Otro amigo, bastante irritado, me pasaba hace unos días un artículo en el que un alevín de crítico denunciaba en la obra de Gil de Biedma un complaciente privilegio de clase y una falsa superioridad que habrían redundado en un ensimismamiento estético banal y estéril, producto de la depredación sexual que el poeta habría ejercido contra sus amantes negros, filipinos y gitanos. Aquí, de nuevo, la sospecha que sugiere la identidad prejuzgada de un poeta blanco, burgués, homosexual de casta y empleado de una compañía comercial y colonizadora, silencia la complejidad poliédrica de su obra para trocarla por una purga ideológica, obviando torticeramente todo lo que el propio Gil de Biedma indagó en sus diarios, en sus ensayos y en sus poemas precisamente sobre su condición sexual y social, sobre su experiencia colonial, sobre su emancipación ideológica e incluso sobre la propia construcción de su subjetividad literaria, asunto sobre el que el poeta, en el tránsito que va de Moralidades a Poemas póstumos, llegó más lejos que ninguno en su generación. Se trata de otro caso de extinción de la lectura en favor de la utilización oportunista de unos cuantos datos biográficos, todavía absurdamente escandalosos y aderezados con un empacho teórico y apenas disimulado de Judith Butler.
Sorprende constatar hasta qué punto estamos ya en el mundo que examinaron escritores como J. M. Coetzee o Philip Roth en sus novelas escritas a finales del siglo pasado. En La mancha humana (2000), por ejemplo, Roth contaba la historia, entonces inverosímil para los europeos, de Coleman Silk, un helenista judío que a los setenta años ve cómo su vida entera se viene abajo por haber hablado ligeramente de dos alumnos que nunca acuden a clase refiriéndose a ellos con la siguiente frase: “Do they exist or are they spooks?”, con tan mala pata que los dos alumnos en cuestión resultan ser negros. La palabra spooks –habitual forma de describir despectivamente a los afroamericanos, aunque literalmente signifique fantasmas– se vuelve entonces en su contra, pues se toma como una prueba de racismo por su parte, hasta el punto de que el viejo profesor acaba siendo expulsado de su facultad. Exiliado de la vida convencional y decente, Coleman Silk emprende entonces una deriva delirante. Amargada por el disgusto, su mujer muere de un ataque y él acaba liándose con una chica de treinta y pocos años, miembro del personal de limpieza de la universidad, experimentando un tremendo y dionisíaco retour d’âge.
Como siempre, Roth pulveriza las expectativas y complica la historia hasta extremos casi insoportables. Mediada la novela, en un giro tan radical como bien orquestado, se nos informa de que Coleman Silk no es sólo judío sino también negro, aunque con una beneficiosa conjunción genética que le ha permitido ocultar sus orígenes, ya que tiene un color de piel muy suave y unos rasgos que fácilmente le camuflan bajo la identidad de judío blanco con que se ha desenvuelto en su vida profesional y familiar. Nos enteramos entonces de que siendo aún muy joven, Silk, para medrar socialmente, repudió a su familia, en concreto a su propia madre, en una escena reminiscente de la de Héctor despidiéndose de Hécuba en la Ilíada, cuya sombra se proyecta en toda la novela.
Para ahondar todavía más en la cuestión, Roth sitúa la trama en el verano de 1998, cuando estalló el escándalo Lewinsky que puso en jaque a la presidencia de Bill Clinton, de tal manera que las vicisitudes de Coleman Silk, narradas por Nathan Zuckermann, acaban siendo una radiografía moral de su país. Las mentiras con que Silk ha construido su biografía –ni su mujer ni su entorno más íntimo conocían sus orígenes– hacen que la inicial problemática política, ideológica y racial estalle hasta suspender cualquier seguridad, ya sea en el orden del sexo, la procedencia o la identidad.
El racismo del que Coleman Silk es acusado al principio injusta y grotescamente acaba revelando el profundo odio hacia sí mismo que ha definido su trayectoria y sobre el que ha edificado su carrera de prestigioso helenista. No hay manera, en La mancha humana, de tomar partido por nada. Huyendo de cualquier atisbo de solución, la literatura es aún para Philip Roth el ámbito de los problemas y los interrogantes. El retrato que queda de Coleman Silk ya no es el de un pobre profesor desterrado por un puritanismo idiota sino el de alguien mucho más complejo y contradictorio, ejemplo de aquello que Céline se propuso mostrar en toda su crudeza: nuestra podredumbre común de hombre.
Cabe preguntarse si la actual deriva reaccionaria, ese simplismo intransigente capaz de condenar sin miramientos a Hitchcok, Nabokov o Gil de Biedma, no es sino una forma de censura a la representación, a la manera en que Occidente ha venido poniendo en escena sus cuestiones políticas, espirituales o amorosas, más allá del discurso ideológico militante, con la libertad que sólo concede la imaginación y con la legitimidad que confiere una tradición literaria y artística en la que siempre se ha podido abarcar cualquier asunto, incluidos los límites y el alcance de la propia representación o la responsabilidad por parte de un autor acerca del uso que se haga de su obra. La censura, en todas las civilizaciones, está siempre relacionada con el control de lo sagrado y sus distintas formas de representación. Es evidente que nuestra cultura está viviendo desde hace mucho una transformación honda y severa hacia un nuevo orden aún de muy difícil definición pero donde ya se vislumbra algo que empieza a ser irrepresentable y abominable y que quizá no sea otra cosa que la propia condición humana.