El poeta Ernesto Cardenal en sus últimos años / RTVE

El poeta Ernesto Cardenal en sus últimos años / RTVE

Poesía

Ernesto Cardenal, prosaísmo y cenizas

El escritor nicaragüense, desengañado sandinista, escribió desde una esquina alejada del mundo su propia verdad. No todos los poetas de su tiempo pueden decir lo mismo

5 marzo, 2020 00:10

A Ernesto Cardenal (Granada,1925 - Managua,2020) se le recuerda sobre todo por una imagen que dio la vuelta al mundo: arrodillado ante Juan Pablo II, que le apuntaba con el dedo de su mano derecha, igual que un Pantocrátor en pie, recibía en la pista de un aeropuerto centroamericano barrida por los vientos del trópico, esos aires abrasantes de tierra caliente, la reprimenda de un Papa –al que Ratzinger convirtió después en santo exprés– por haberse sumado, como ministro de Cultura, al gobierno sandinista formado tras una revolución que, como en Cuba, derivaría en una dictadura absolutista que ahora tiene la forma de un predio matrimonial. Reina uno, pero mandan dos. 

No es extraño pues que su sepelio, celebrado esta semana en la fantasmal catedral de Managua, que se alza solitaria sobre las céntricas ruinas de una ciudad descoyuntada obstinadamente por los recurrentes temblores de tierra que provocan los volcanes, se convirtiera en una disputa (bajo suelo sagrado) entre los sicarios del régimen de Daniel Ortega y sus deudos, que veían profanado con gritos e insultos el adiós en honor del último sacerdote revolucionario. Cardenal construyó, diríamos que con ahínco, esta imagen pública de santo terrestre con camisola blanca, barba canosa y boina a lo Guevara que hace mucho tiempo pasó a la historia, aunque su persona no se despidiera de este mundo hasta hace unos días. 

Su retrato público evoca la nostalgia y las cenizas del pasado siglo XX en Latinoamérica, marcado por supuestas guerras de liberación que, una tras otra, terminaron sometiendo a sus hijos, héroes incluidos. Fue también su caso. A sus 95 años, el poeta vivía como un eremita dedicado a cantar la grandiosidad del universo –eso es básicamente su Canto Cósmico, donde Dios adopta los múltiples nombres de la ciencia– mientras enfrentaba la venganza de sus antiguos compañeros de filas, que controlan la república de los lagos desde 2007, tras regresar al poder gracias a un populismo que quizás avalen las urnas pero que no respeta uno de los principios de la democracia: el respeto a las inmensas minorías disidentes. 

Perfil del poeta Ernesto Cardenal junto a los colores de la bandera sandinista

Ernesto Cardenal, de perfil, junto a la bandera sandinista.

En esta ocasión el poeta nicaragüense no se arrodilló ante sus iguales. Hasta su ultimo aliento, en el hospital donde el corazón dijo de una vez basta, se opuso a la perversión caricaturesca de su utopía, hermosa y violentamente ingenua. El sandinismo llegó al poder en Nicaragua a finales de los setenta gracias a las armas, poniendo término al somocismo. Después devolvió ejemplarmente el Gobierno a los nicaragüenses en los años noventa, cuando las urnas mostraron que la suya había dejado de ser una revolución popular. A mediados de la década pasada el comandante Ortega retornó a la cancillería con la lección aprendida: si había que elegir ente respetar la libertad o someter a los otros, los antiguos libertadores se tornaban sin problemas en liberticidas. Así es la realpolitik

Que precio a pagar durante este tránsito sea el desengaño importa poco. Nada en Nicaragua se parece al mito político de los lejanos setenta: los campesinos siguen pasando el mismo hambre en Matagalpa por los ridículos precios del café mientras las banderas sandinista –rojas y negras, como las anarquistas– ondean en las alcaldías del desamparo. La sangre derramada en los campos de verde intenso, en la cuenca del río San Juan, custodio de un castillo abierto a un curso de agua negra, o en las orillas de sus lagos, que son como mares, no ha servido para nada: sigue habiendo un solo señor y una multitud de siervos. 

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Bajo su imagen de religioso montaraz, poco dado a los matices en su lucha por los pobres, en la figura de Cardenal palpitaba un poeta vocacional y laureado –recibió los premios Reina Sofia y Pablo Neruda– que, dentro del contexto Hispanoamericano, hizo escuela. A su manera, por supuesto. Su obra, que muchos consideran inseparable de la odisea vital y espiritual del hombre de carne y hueso –para mayor detalle pueden leerse sus memorias, ordenadas en cuatro tomos–, es una proyección sentimental del poeta. Una suma de distintas voces: desde la amorosa a la mística, pasando por la política y la que nace del lamento de ver caer los castillos de arena. Todas unidas con un hilo común: el prosaísmo, esa retórica que no parece ser tal; el discurso abierto a un lenguaje comprensible por todos, desde el príncipe al campesino. 

Este camino literario, una absoluta innovación en su momento, con el curso del tiempo ha demostrado ser perdurable: buena parte de la lírica escrita en el español de América desde entonces hasta casi hasta nuestros días discurre por este sendero donde Cardenal es uno más entre otros. En este sentido sus libros –desde el poemario que incluye su Oración por Marilyn Monroe hasta los Salmos, escritos durante su estancia en Estados Unidos como monje trapense– son hijos representativos de su época, herederos de una concepción de lo poético que se distancia de la tradición inaugurada por Rubén Darío

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El Modernismo, en realidad, llevaba en su interior su propio antídoto: un prosaísmo que terminó destruyendo desde dentro el escenario verbal de preciosismo y fantasía que caracteriza a este movimiento de principios del pasado siglo. Tras los nenúfares y el decadentismo, surge entonces la voz directa del poeta, inmerso en un mundo plenamente terrestre. Se oye en poemas como “Lo fatal” o la “Epístola a la señora de Leopoldo Lugones”, dos textos darinianos que en realidad son antidarinianos: “Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto”. 

La ruptura con la convención modernista no fue limpia, sino tormentosa. Y explosiva: terminaría provocando una lluvia de estrellas (retóricas) que, con distintos acentos, devolverían la poesía al territorio de lo tangible con un método muy rápido: pinchando el globo. De entre ellas, la estirpe a la que se acogió Cardenal fue la exteriorista, aunque muchos críticos lo emparentan también con la escuela sencillista inaugurada por Baldomero Fernández Moreno (Buenos Aires, 1886-1950), cuyo objetivo consistía en hacer poesía desde un registro coloquial, llano, donde los versos desaparecen en favor de la prosa y se narra la existencia humana, incluidas las fiebres políticas. En Las iniciales del misal, el primer poemario de Fernández Moreno, Borges explica el mérito de esta nueva forma de escribir que, en comparación con el paradigma modernista, resultaba insólita: “El poeta mira a su alrededor”. Nada más, nada menos.

Epigramas

Cardenal lo hizo a su manera: se situó a sí mismo en el centro de sus textos y eligió como asunto la vida vulgar, suciamente auténtica. Sus Epigramas, concebidos a la manera de Catulo o Marcial, quiebran de esta forma la expectativa clásica para establecer una sensibilidad diferente sobre temas como el cortejo amoroso: “Yo he repartido papeletas clandestinas,/gritando: ¡VIVA LA LIBERTAD! en plena calle/desafiando a los guardias armados./Yo participé en la rebelión de abril:/pero palidezco cuando paso por tu casa/y tu sola mirada me hace temblar”. 

El idealismo lírico se estrella aquí contra el suelo y muta en una suerte de impresionismo, o de expresionismo súbito, expresado con cierto desaliño verbal. El yo del poeta se despoja de su disfraz lírico. Es sacrificado en favor de la asociación directa entre la voz que construye del poema y el autor. Los textos se vuelven (tácticamente) autobiográficos, abrazan el versículo –a la manera de Walt Whitman– o se multiplican en vastos parlamentos, emulando la técnica del cut-up practicada por los escritores beats, como William Burroughs. De tal experimentación salen poemas pulidos como las piedras del fondo de un río. Con la apariencia que un relato o una novela. Objetivistas. En ellos se cuentan las vivencias de un nuevo poeta que renuncia a los atrios para declamar desde el suelo. 

La poesía de Cardenal, en su mayoría editada en España por Trotta, describe esta mística pasional, humana y tangible. A ratos, es furiosa. Véase, por ejemplo, “Hora cero”, un poema donde describe Managua, esa ciudad desamparada junto a un inmenso lago sucio, donde se bañan los niños-mendigos, en los tiempos negros de Somoza. El paisaje está habitado por fantasmas; y el aire, atrapado por la represión, el temblor de las pistolas, telegramas en inglés y ese miedo atávico que, igual que un alambre, se agarra a las aceras vacías: “Cuando anochece en Nicaragua la Casa Presidencial/se llena de sombras. Y aparecen caras./Caras en la oscuridad./Las caras ensangrentadas”. 

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Considerado por muchos un poeta ideológico, al menos en lo que a la poesía se refiere Cardenal no distinguía posiciones políticas. Él buscaba voces sinceras. Poesía franca. En su maduración fue muy importante el norteamericano Ezra Pound –notorio antisemita y colaborador de los nazis–, a quien tradujo al español y del que aprendió la técnica que, por acumulación, configura el aire invisible de sus poemas, hechos mediante el collage, la enumeración infinita, el maridaje de registros poéticos divergentes (dentro de los cuales lo sagrado convive con lo publicitario, y las estadísticas compiten con las imágenes celestes) para crear, gracias a la condensación de sentidos, un discurso cuya efectividad se basa en el contraste, la dislocación, la huida de cualquier tipo de solemnidad y la devoción por la cercanía del coloquialismo

Sus versos no parecen versos. Su poesía se disfraza de prosa. Su mirada se dirige hacia las cosas concretas. Cardenal tenía prohibido por el Vaticano cantar misa y predicar desde cualquier púlpito. Fue uno de los precios que pagó por no acogerse de buen grado a la ortodoxia religiosa o política. No ejercía de cura, pero sí creyó en el marxismo cristiano de la teología de la liberación. Se inventó su evangelio –el de Solentiname, la isla del lago Nicaragua donde asentó su particular comunidad mística– y escribió, desde esa esquina alejada del mundo, su propia verdad. No todos los poetas de su tiempo pueden decir lo mismo.