Portada de la revista 'The Face' de 1983

Portada de la revista 'The Face' de 1983

Letras

Cuando todos leíamos 'The face'

La época gloriosa de esta revista fue la década de los 80; su formato apostaba por lo visual y la música pop ocupaba el grueso de su contenido

4 noviembre, 2019 00:00

Hace un par de semanas, me compré en la FNAC, por una mezcla de curiosidad y nostalgia, el primer número de la nueva etapa de la revista británica The Face, que tanto me había alegrado la juventud. Ahora es trimestral, no mensual, y tiene muchas páginas, aunque la mitad son de publicidad de pijadas. Mandan las fotos y los textos están reducidos a la mínima expresión, no le vaya a reventar la cabeza a algún milenial.

No tiene ningún interés, dudo que dure mucho y, además, me la tomo como un insulto a lo que representó la original en sus tiempos (1980 – 2004). Vamos, que piqué con The Face como pico con los álbumes de Astérix y Blake & Mortimer tras los fallecimientos de René Goscinny y Edgar Pierre Jacobs. La nostalgia es un error, ya lo decía José Luís de Vilallonga, marqués de Castellvell y tío de mi amigo Alfonso, cantautor de fuste y actual barón de Maldá.

Yo diría que la época gloriosa de The Face fue la década de los 80, cuando todos en Barcelona la leíamos (cuando digo todos, me refiero a la gente con la que me trataba; o sea, cuatro matados con pretensiones cosmopolitas que accedíamos cada mes a las alegrías del Swinging London y nos sentíamos así parte de la modernidad: la juventud no es tan solipsista como la adolescencia, pero casi). La revista la fundó en 1980 Nick Logan, que venía de The New Musical Express, y la diseñó Neville Brody, un tipo muy brillante al que los grafistas barceloneses moderniquis admiraban y, a veces, hasta copiaban.

La parte visual era fundamental: por eso compraba The Face mucha gente que no sabía ni papa de inglés, pero que, con el rutilante diseño y con mirar los santos, ya se apañaban. Siempre tuvo un punto esnob, pero, ¿acaso no lo teníamos también los que la leíamos? El grueso del contenido era la música pop, pero quedaba espacio para la moda, el cine --vaya turra que nos dieron con la decepcionante Absolute beginners, de Julien Temple, un destrozo en toda regla de la estupenda novela de Colin McInnes-- y demás alegrías contemporáneas.

En aquella época, comprar prensa extranjera en Barcelona no era la caza del tesoro en que se ha convertido actualmente, cuando dependes de la FNAC y de algunos quioscos con un dueño emprendedor. Cualquiera podía hacerse con The Face y sus sucedáneos --el mejor de todos fue la revista Blitz, ya fallecida--, y si recibías visitas, no podía faltar en tu mesa de centro. Musicalmente, en los 80 hubo basurillas a granel --los New Romantics, Boy George o el inenarrable (y también difunto) Steve Strange--, y The Face las asumió y reivindicó todas con una alegría digna de mejor causa, pero no se le podía echar la culpa: su misión era mostrar el zeitgeist de la época, fuera el que fuese, y en eso nadie le pudo pasar la mano por la cara. Creo que dejé de comprarla a mediados de los 90, pero aún conservo ejemplares que me ayudan a recordar cómo era yo en los 80: un tipo que se creía más listo de lo que era, pero que trataba de formar parte de una escena cultural internacional, aunque fuese de manera vicaria y a través del papel impreso.

No fue una revista perfecta, pero sí un icono de una época concreta en una Barcelona concreta: la que venía del underground, se reía de Jordi Pujol y aún no sabía que iba a ser olímpica. Lo que ahora se puede encontrar en los quioscos es como el catálogo de Ikea, pero con pretensiones: no queda en la nueva The Face casi nada de la vieja. Solo el esnobismo. Corregido y aumentado. Como se dice vulgarmente, para este viaje no hacían falta alforjas.