Harold Bloom, el último romántico
La complejidad y la concepción agonística de la literatura, bases del magisterio del gran crítico norteamericano, son un antídoto contra los adoctrinamientos ideológicos
22 octubre, 2019 00:00“Paul Valéry dijo que un poema nunca se acaba sino que se abandona. No hay ninguna salida al laberinto de la influencia literaria una vez que se alcanza ese punto donde uno empieza a ser leído con una intensidad mayor de la que le permite abarcar otras imaginaciones. Ese laberinto es la vida misma. No puedo dar por terminado este libro porque espero seguir leyendo y buscando la bendición de más vida”. Con estas frases, en las que aún resuena el grito de Falstaff (“give me life!”), terminaba Harold Bloom The Anatomy of Influence (2011), el libro que puede considerarse su testamento. El título era un envío a The Anxiety of Influence (1973), el ensayo con el que de alguna manera inició su cruzada literaria y en el que empezó a delimitar el espacio de su imaginación crítica. Ese énfasis en la influencia como suprema categoría estética, medular en toda su obra, denuncia su idiosincrasia y nos ayuda a despejar algunos de los malentendidos que siempre le acompañaron.
Para muchos, Bloom fue tan sólo el polémico autor de El canon occidental (1994), un libro que a menudo se ha leído superficialmente, atendiendo tan sólo, con una ingenuidad enternecedora, a la lista arbitraria y banal de literaturas nacionales que cerraba el volumen e ignorando la poderosa meditación con la que Bloom iluminaba el canon y que constituía una síntesis de su trabajo y de su credo. Harold Bloom fue el último de los románticos americanos. A lo largo del siglo XIX y principios del XX, la literatura europea conoció en Estados Unidos una mutación de los presupuestos estéticos fundamentales del romanticismo que terminó por constituirse en el germen de su propia tradición. Detrás de la obra de Emerson, Walt Whitman o Herman Melville se oyen los ecos de Milton, de Wordsworth y Coleridge, de Shelley y Keats, pero transformados gracias a la impresión auroral de una naturaleza sin ruinas y animados por las ideas de una revolución política que en muchos aspectos supuso el reverso de la Revolución Francesa que determinó en Europa el ingreso en la modernidad.
Bloom se educó en la universidad de Cornell, donde fue alumno de M. H. Abrams, autor de The Mirror and the Lamp (1953), un libro esencial en los estudios románticos y en el que puede rastrearse la agonía de la influencia del propio Bloom. Ese interés seminal por el romanticismo explica al mismo tiempo su virulenta reacción contra el New Criticism imperante en su juventud y, en general, contra el ideario crítico de T. S. Eliot, el dictador que había impuesto su propio mapa de las influencias en las primeras décadas del siglo y cuyos postulados habían sido aceptados como dogmas de fe. Eliot, por intereses como siempre espurios en un poeta, se había empeñado en desacreditar al romanticismo, desplazando a Shakespeare del centro del canon y situando en su lugar a Dante, una decisión tanto estética como ideológica que nunca dejó de enfurecer a Bloom, devoto de poetas como Milton, Wordsworth, Blake o Shelley, los mismos a los que Eliot había discriminado en favor de John Donne o George Herbert, los metafísicos de la generación anterior.
Alejado tanto de maestros como Northrop Frye o de colegas como Paul de Man y distanciado del deconstructivismo –y en realidad de cualquier escuela–, Bloom terminó por erigirse en el último defensor apasionado de la teoría romántica de la imaginación, aquella que había convertido a Shakespeare en un precursor de los lakistas y a toda la literatura occidental en un gran combate del espíritu. En su canonización de Shakespeare o de Cervantes, Bloom seguía siendo hijo de los hermanos Schlegel y del absoluto literario, pero con esa dimensión americana que le diferencia aún, por ejemplo, de George Steiner, cuyo temperamento crítico ha estado siempre fundamentado en la conciencia trágica europea, de la que incluso lingüísticamente nunca ha querido moverse. Bloom, en cambio, es deudor, aun en su judaísmo y en su audaz interpretación de los textos bíblicos, del transcendentalismo que nutre la literatura norteamericana, desde Emerson hasta Emily Dickinson o Wallace Stevens.
La obra de Bloom ha sido sobre todo un diálogo tenso y a veces muy severo con la literatura anglosajona. Fueron sonadas sus condenas a la deriva comercial de escritoras intocables como Toni Morrison o sus desprecios a la popularidad de una Maya Angelou, que le valieron la tacha de reaccionario con que sus enemigos solían disimular su pobreza argumentativa. Pero más allá de eso, Bloom fue sobre todo un gran crítico de poesía. “Cultivar la crítica con propiedad”, como dijo en The Anatomy of Influence, “consiste en pensar poéticamente sobre el pensamiento poético”. Como él mismo solía admitir, la parte a la vez más efímera y valiosa de su obra radicaba en el trabajo de vertebración que había llevado a cabo con los poetas estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX, los Hart Crane, John Ashbery, A. R. Ammons, James Merrill, Elizabeth Bishop, W. S. Merwin, Anne Carson o Henri Cole, a los que quiso incardinar en la escuela de Wallace Stevens, de quien también fue el intérprete más entregado y brillante. Stevens, a su vez, descendía para Bloom de Emerson y Walt Whitman, configurando así una línea en la que se celebraba lo que él llamó lo Sublime Americano, un fuego del que él mismo se proclamó custodio.
De acuerdo con su filiación romántica, la obra de Shakespeare fue para él la Biblia de la modernidad, la obra en la que el hombre occidental, a medias emancipado de la religión y ya con un pie en la revolución científica, había encontrado su forma de averiguación más amplia y honda, prefigurando casi todo lo que vino después. Más allá de las absurdas críticas de etnocentrismo, la verdad es que la lectura que Bloom hizo de Shakespeare a lo largo de su vida se cuenta entre las más vibrantes, espléndidas y contagiosas de nuestro tiempo, prolongación de la que en el siglo XVIII había iniciado el doctor Johnson, su antepasado favorito. Volver a sus comentarios de Hamlet, Lear o Cuento de invierno supone adentrarse en una atmósfera de conversación privilegiada, enormemente generosa y lúcida, salpicada de asociaciones inesperadas e inmejorables citas proporcionadas por su memoria preternatural, que muchas veces parece el único combustible de su meditación interminable. Ojalá en el ámbito hispánico alguien hubiera hecho lo mismo con Cervantes. No en vano Bloom fue un lector agradecido de Vida de Don Quijote y Sancho de Unamuno.
Harold Bloom se dio cuenta pronto de que su noción generativa de influencia –y de misreading– estaba siendo poco a poco sustituida por una ingenua expresión de la diferencia étnica, sexual o social. Desde su departamento de humanidades en Yale, del que era el único miembro, rodeado de unos pocos alumnos que le escucharon hasta pocos días antes de su muerte, Bloom veía cómo su idea de transmisión de la complejidad, en la que se basaba su ejercicio de la docencia, se transformaba en el simple adiestramiento técnico de las escuelas de escritura creativa, mientras su concepción agonística de la literatura –a la que por otra parte todo el mundo estaba invitado– quedaba al mismo tiempo desplazada por lo que a su juicio eran meros adoctrinamientos ideológicos. A ese respecto, El canon occidental fue ya un gesto desesperado por cartografiar un olvido que anunciaba una nueva era en la que la obra literaria ya no sería la constelación de voces heredadas, traducidas y fértilmente equivocadas que él había descrito sino un erial de expresiones candorosas y sin sentido del pasado.
De todos modos, a pesar de su gesto conclusivo y de su tono a veces complacientemente elegíaco, Harold Bloom ha sido un estímulo y un ejemplo para muchos de sus lectores que nos hemos dedicado al estudio de la literatura. Por una parte, su obra nos ha ayudado a superar el solipsismo que colapsó la crítica literaria después de la Segunda Guerra Mundial, restituyendo la confianza perdida en el texto y animándonos a leer a la gran tradición interpretativa que él puso por encima de las rencillas de la época y que iba de Longino –el primer teórico de lo sublime– hasta Dryden, Vico, el doctor Johnson, Hazlitt, Mathew Arnold y por supuesto a T. S. Eliot, con cuyo fantasma de alguna manera se reconcilió al final, como había hecho el propio Eliot con el espectro de W. B. Yeats –otro de los poetas favoritos de Bloom– en las calles muertas de la madrugada londinense de Little Gidding.
En ese poema, el último de los Cuatro cuartetos, Eliot, en la sección en la que imita la terza rima de Dante, despide al fantasma del innominado maestro que es a la vez “uno y tantos” con este verso: “y al son del cuerno se esfumó”, que no es sino una apropiación de las palabras con que Marcelo, en las primeras escenas de Hamlet, explica cómo el espectro del viejo rey “con el canto del gallo se ha esfumado”. No le pasó desapercibido a Bloom ese abrazo póstumo de Eliot con Yeats pero también con Shakespeare y con toda la tradición que él se había empeñado en desagraviar críticamente. La escena, en realidad, dramatizaba idealmente su propia angustia de las influencias. No se me ocurre mejor manera de despedirle.