Güell de Sentmenat, el último vizconde

Güell de Sentmenat, el último vizconde

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Güell de Sentmenat, el último vizconde

Heredero de una estirpe histórica cuya finca recorría Barcelona desde la alta Diagonal hasta el Raval, su mundo urbano no se medía en hectáreas, sino por el valor de la piedra labrada

27 abril, 2018 00:00

Su entorno olía a madreselva. Acariciaba un cortaplumas en un despacho elegantemente desconchado por el paso del tiempo en el Sant Gervasi añejo de Can Canals, su propiedad emblema. Su mesa de trabajo seguía estando  bajo el cuadro de su antepasado, Eusebio Güell Bacigalupi, el gran empresario del ochocientos, en cuya figura se concitaron la industria de los Güell y la fortuna de los Comillas. Aquel primer vizconde nombrado por Alfonso XIII fue un reflejo del cruce entre España y las Indias y también el origen de la decadencia colonial. Como en los mejores momentos de esplendor, Bacigalupi entendió que el regreso de los indianos estaba marcado a fuego por el grito salvador de los utilitaristas, lanzado por Jeremy Bentham: “¡Libraos de ultramar!”. 

Eusebio Güell de Sentmenat, bajo el peso simbólico de su bisabuelo, ha sido hasta su reciente desaparición (el pasado mes de enero) el vizconde de Güell y marqués de Gelida; o mejor dicho, el último vizconde, un gentilhombre acendrado en el trato que no tiene nada que ver con Medardo de Terralba, aquel demediado inventado por Italo Calvino que, en plena guerra contra el turco, fue separado de su tronco cabalgando en la llanura de Bohemia.

Fue consignatario y aduanero. Vivió enfundado en linos blancos sobre la cubierta de los vapores de la mítica compañía que alumbró las Atarazanas de Barcelona

Eusebio era real y supo mantenerse prosaico. Nació en Can Raspall en 1918, pasó su infancia en aquel palazzo gaudiniano enclavado en el corazón del Distrito V y vivió la última Restauración monárquica concluida con la huída de los Borbones al largo destierro de Estoril. Su primera juventud  atravesó la casa solariega de Puigcerdà,  la estancia entre Italia y la cornisa cantábrica de Mola (aquel comandante de Larache), hasta la vuelta a casa en el 39. Vivió el momento del retorno a la propiedad de las empresas colectivizadas por la CNT-FAI,  gracias a la Comisión de Fábricas, fundamentada en la figura de otro noble de designación real, el conde de Montseny, José María Milà, primer presidente de la Diputación de Barcelona, después de la contienda.

Eusebio no se demedió, como el italiano Terralba, pero sí zigzagueó para conocer el mundo. Llegó muy pronto al consejo de administración de la Transtlántica, presidida entonces por su tío, Juan Claudio Güell Churruca. Fue consignatario y aduanero. Vivió enfundado en linos blancos sobre la cubierta de los vapores de la mítica compañía que alumbró las Atarazanas de Barcelona desde Santo Domigo, Curaçau, La Guayra, Nueva York o La Habana. 

Güell de Sentmenat fue un filtro inexcusable para entender el cruce entre la Revolución Industrial y la vieja aristocracia

Recorrió el mundo en los barcos de Comillas cuando todavía no sospechaba que su asunción nobiliaria con un siglo de antigüedad  le daría derecho a un puesto en el Cuerpo Militar de la Nobleza Catalana, la alcurnia de la sangre,  los Albi, Cerdanya, Cervera, Armengol o Desvalls; títulos milenarios defensores de la vieja Corona de Aragón, portadores de la innovación de los Trastámara, rama dinástica en la que Jaume Vicens Vives dijo haber encontrado la raíz de la España, causante de tanta pólvora carlista y petardeo nacionalista.

La diplomacia Trastamara inventó España y anticipó la Europa unida en pleno Renacimiento. Lo que queda de aquella rama real está integrada por gentes que, cuando entran en harina, miran de perfil a los Grandes de España. A Eusebio no le interesó la nobleza, pero la respetó y fue un filtro inexcusable para entender el cruce entre la Revolución Industrial y la vieja aristocracia. Estuvo marcado por el sincretismo que levantó el Parque Güell, plagado de simbología masónica, y por el impulso pío de los Comillas, que anidaron en el Palau Moja al limosnero Jacinto Verdaguer, emblema de la Renaixença y autor de los poemas épicos Canigó y L’Atlantida, cima romántica de la cultura catalana. 

Señores de una Finca que recorrió Barcelona desde la alta Diagonal hasta el Raval, los Güell se expresan en un mundo urbano que no se mide por hectáreas sino por el valor de la piedra labrada. Han sintonizado con Dios y con el Diablo, con el poder y con sus opuestos. Así ha sido, desde la Revolución del Vapor hasta los Juegos Olímpicos del 92.

Coleccionista de bastones, combinaba sin mayores problemas el culto conservador con el abrazo progresista de la gauche caviar

A partir de su Colonia Textil junto al Llobregat, han contribuido a todo, incluida la Sagrada Familia, el templo expiatorio que no existiría si Antonio Gaudí no hubiese contado con los encargos de su mecenas, Güell Bacigalupi, el bisabuelo. Sus descendientes se han entendido con la Iglesia y con la secularización tumultuosa de un país sin mesura. Con la devoción episcopal y con la aventura anti-demoníaca de su abate, Verdaguer, el canónigo casi excomulgado por practicar exorcismos en la Barcelona del pan negro. 

Fueron el origen urbanístico del Eixample de Rius i Taulet, gracias a las grandes permutas de su inagotable propiedad. Obsequiaron al Borbón con el Palacio de Pedralbes e hicieron posible la gran arteria que emboca la puerta principal de la ciudad sobre el Circuito de Carreras automovilísticas de la Peña Rihn, aquel que un día fue “el circuito urbano más rápido del mundo”,  y que inmortalizó a Juan Manuel Fangio en la era del Masseratti.  

El último vizconde ha sido un coleccionista de bastones impregnado por la pasión monárquica de su madre y por su amistad trabada con la Infanta Cristina, marquesa de Marone, a base de veraneos en Comillas. Un noble que ha mezclado el culto conservador con el abrazo progresista de la gauche caviar, –la tribu urbana del arquitecto Óscar Tusquets y su ex esposa la editora Beatriz de Moura–, en un negocio de restauración compartido. Puede decirse que el ojo rapaz del arquitecto-esteta ha revivido, en los entornos verdes de sus amigos, los jardines privados de Rubió i Tudurí. 

El vizconde supo irse de los sitios antes de los cambios; no por temor, sino por estética

Can Canals, emblema del vizconde, una propiedad que perteneció a los Moragas, fue convertida en ejemplo del paisajismo del Forestier sobre un pasado medieval y el retoque art Decó, impregnado en alfeizares, dinteles, cornisas y zaguanes. La finca será conservada ahora por Eusebio Güell (hijo de Güell de Sentmenat), heredero del título nobiliario y enclave en la jefatura del gentilicio y del patronato que mantiene el espíritu fundacional de los Güell. El nuevo eslabón (los primos hermanos del tronco Sentmenat) se agrupa bajo las arcadas trepadas de buganvillas y plumbagos de la masía urbana, sobre el cottage británico de la Torre Castanyer o en las estancias frescas de Las Cavaducas de Comillas. Asimila con naturalidad su lugar en la cadena de entronques que sobrevuelan la saga.

Eusebio estuvo vinculado a la sociedad civil de la Barcelona que quiere seguir siendo un centro de modernidad antes de sucumbir a la tentación autodestructiva de la Rosa de Fuego. Presidió el Circulo del Liceo, pero abandonó en cargo en los segundos setentas, cuando la institución iniciaba un cambio de piel que dejaría al descubierto la misoginia de un pasado rancio. Estuvo vinculado al Círculo Ecuestre de la Casa Pérez Samanillo en la etapa del medio siglo, aquel mundo perdido que retrató Eduardo Mendoza, como un salón de juego con escalera de mármol, señoritas, cigarreras  y sillones desconchados. Pero fue su hermano, Carlos Güell de Sentmenat, el que protagonizó el cambio en el Ecuestre y su conversión en un club privado de estilo londinense que sabe ser ágora de debates en momentos de cambio. 

El vizconde supo irse de los sitios antes de los cambios; no por temor, sino por estética; por puro resistencialismo a un ideal decaído y por mantener la sinergia de un país vertebrado con el resto de España, antes de que los levantiscos interpongan fronteras imaginarias.