Alienum est, el cuerpo abortado
¿Cómo y por qué se aborta?, porque tras una decisión de aborto hay ambiciones, metas, sueños, proyectos, una persona que debería tener el derecho a realizarse
4 septiembre, 2023 19:00La decisión de abortar es inmediata. No hay dramas ni tragedias ante la noticia de un embarazo no deseado por una simple y llana razón: no hay dilema. Las dudas suelen surgir a raíz de los intentos de manipulación de quienes, independientemente de sus sexos, temen con fervor existencial cuestionar la estructura que los aglutina en unidad administrativa, y en ocasiones, hasta afectiva. A veces, la decoran para actualizarla ante las nuevas moralidades pero el miedo persiste. El sistema patriarcal dispone por ley ancestral sus roles en la sociedad y cuando se levanta el telón, el personaje principal se enfrenta a la desesperación de no saber a dónde o a quién acudir para que tal decisión, decisiva como pocas, se respete.
El único dilema parece ser uno eternamente pendiente de resolución: qué es exactamente una persona. Algo que no siempre ha ido vinculado, contra lo que pueda parecer, al ser humano. En la antigüedad y acabado de retocar por el cristianismo, se formuló que una persona era la individuación del ser humano con capacidad de razonar a la que, con los siglos, se le añadirían notas éticas. El ser humano, un concepto más antiguo según parece, venía a ser, en muy resumidas cuentas, lo que todavía hoy, cuando hay pocas ganas de pensar, conceptualizamos como hombre y que tradicionalmente ha venido asociándose a la masculinidad.
Una imago, pues, impresa en el subconsciente. Una interpretación de la imagen devuelta por el espejo de la sociedad en que buscamos identificarnos (hay quienes la llaman género). Indagamos en una sociedad definida, estructurada y codificada en leyes escritas por los que a lo largo de los siglos se han venido observando a sí mismos como hombres (seres humanos). Algo que, por lo demás, ha garantizado que el sujeto observado al otro lado del espejo, el de los predicados de las leyes, quedase circunscrito a la masculinidad.
El tal espejo habría sido, sin embargo, convenientemente recortado en aras de la moralidad a la altura de la cintura, por lo que solo refleja cabeza, torso y brazos. El problema era que el ser humano debía tener por fuerza cuerpo entero. Así que mientras todo lo de cintura para arriba, lo visible, refleja la llamada masculinidad con la cabeza (el pensamiento), el torso (la valentía, el coraje) y los brazos (la fuerza, el trabajo), la de abajo fue ocupada por la parte inferior correspondiente de un desnudo femenino mediante la sugestiva magia del fuera de campo. Ahí tenemos a la persona, el ser humano o incluso lo que durante siglos se dio en llamar el Hombre (con mayúscula). En esas jerarquías se sustentaron multiplicidad de ideas mixtificadoras de supuestas igualdades, desde los griegos hasta los cristianos, en que la parte superior del cuerpo dictaba sus propias características como ser humano en su conjunto, lo que incluía sus partes inferiores, a las que llamó la mujer.
A aquel Hombre, lo que más le interesaba era prolongar su especie. Semilla, principio creador de una vida que tomaba forma concreta en la matriz-vasija que por ley de humanidad le pertenecía, traída al mundo por las partes inferiores de su ser. Lo que necesitaba era que su descendencia se correspondiera con la identidad integrada en su imagen social de cabeza de familia, como patriarca. Solo que, de vuelta los ojos a este lado del espejo, su cuerpo le revelaba un terror inconfesable: el fantasma de la paternidad.
La proyección social, la familia, estructuraba los mecanismos de sujeción que garantizaban que la descendencia parida por su mujer fuera efectivamente suya. Aunque, contra lo que se pueda pensar, los hombres no estaban dispuestos a meter mano en asuntos considerados inferiores a su inteligencia. Así que si su esposa quedaba embarazada de otro, ella sabía que su deber era abortar y era asunto suyo cómo lo hiciera. Incluso si había quedado embarazada de su propio marido y por razones X no quería parir. Entonces se callaba y hacía lo oportuno.
Había hierbas de todo tipo, pócimas o infusiones, para solucionar el asunto. La escritora y estudiosa del aborto en la antigüedad, Arienne King, comenta cómo a día de hoy resuena en nuestras cabezas aquello de “en caso de embarazo, consulte con su farmacéutico”, o cuántas veces, en la consulta, antes de extenderte una receta, preguntan aquello de si estás embarazada. La razón es simple. Muchos de los principios activos de aquellas hierbas ancestrales se siguen usando en medicamentos y pueden, efectivamente, provocar malformaciones al feto o incluso inducir abortos. Claro que, a veces, las hierbas no funcionaban así que los médicos intervenían. Un trabajo que pasaría exclusivamente a las mujeres cuando los hombres desaparecieron de la escena del parto. En cualquier caso, el aborto no estaba prohibido en el mundo antiguo lo que incluye la tradición judaica. La Biblia no se pronuncia al respecto. Tampoco los primeros cristianos. Los Padres de la Iglesia no se oponían. Hubo algún que otro outsider que, en un momento dado, dio con la idea de que, desde el momento de la concepción, había alma y que, por tanto, abortar era un pecado. Ni caso. A santo de qué les saldría ese con cosas de mujeres. Ellos tenían asuntos serios de los que ocuparse, como el ser humano, por ejemplo.
Como envidiar a un preso
Sin embargo, antes de caer en la tentación de pensar que aquello fue una especie de edad dorada para el sexo, no olvidemos lo que significa la mujer. El aborto no era un problema, pero el adulterio era un delito y no precisamente menor. Si bien, es cierto que a menudo no eran denunciadas porque, al fin y al cabo, parafraseando al antropólogo Julian Pitt-Rivers, el marido engañado no quería confesar en público que su mujer iba por libre – por decirlo de alguna manera - porque eso le hubiera acarreado no solo la vergüenza (la figura clásicamente machista de el cornudo), sino el descrédito y hasta la consecuente ruina. Además, en general, el aborto estaba mal visto. Las mujeres que abortaban eran tachadas como mínimo de vanidosas, como máximo, que vuele la imaginación aunque no hace falta mucha. Las violaciones, causa segura de millones de abortos en la historia en el mejor de los casos. Abusos. Todo tipo de violencia física a cualquier edad, la psicológica era lo normal, todavía hoy más consentida de lo que se debiera. Tratos vejatorios, algunos mal vistos en la actualidad, otros aún vigentes. Seres humanos a medias. Personas según se doblegasen a su función en el patriarcado. Suspirar por la situación de aquellas mujeres vendría a ser como envidiar a un preso porque no tiene que pagar el alquiler.
En 1869 la Iglesia Católica condenó el aborto. El cigoto, o hasta una célula, ahora resultaba que sí, que tenían alma. La Iglesia se alineaba con una burguesía que luchaba por instalarse definitivamente en el poder en un tiempo en que, con la tan traída libertad y la implantación de los sistemas de derecho, salía por el horizonte el concepto de género. Ideas que, de un manotazo, cambiaron el ángulo de visión del espejo social. Complicado, enrevesado, dificil, insultante, indecoroso, demoníaco, aberrante y hasta irritante porque cuanto más asomaba el rostro de las mujeres, más ellos veían expuestas sus vergüenzas. Así que devolvieron el golpe y el aborto se convirtió en una cuestión legal, un delito. Querían verse reflejadas en el espejo social y la imagen les devolvió un sujeto de derecho como criminales, acorraladas en el callejón de la moral. Conjuraron el fantasma de la paternidad y si quedaban embarazadas fuera del matrimonio, la vergüenza caería sobre ellas con todo el peso de la ley.
Rebelión contra la renuncia
Una no puede sino respirar ante el reconfortante racionalismo del Retrato de una mujer en llamas de Céline Sciamma. La magnética Marianne, que viene de las aguas, sabe nadar; la romántica Héloise, que quiere huir a través de ellas, sabe flotar. El ángulo de la cámara nos las muestra de cuerpo entero y de los hombres, ni rastro. Entre un mar amniótico y los muros desnudos de un viejo castillo, tres mujeres se realizan en una encrucijada histórica entre el despotismo ilustrado y un incipiente romanticismo burgués. Pero es en esa escena en que Marianne reconoce a su amante en la imagen de una nueva Madonna donde se rubrica la razón. La artista que abortó y la madre de familia. Un secreto las enlaza. Dos mundos en solución de continuidad con el mar de la historia al fondo. El feminismo es la rebelión contra la renuncia.
Abortar es una decisión sin drama, ni tragedia y ni sombra de crimen. Ya no hay por qué esconder las vergüenzas de nadie, no lo respalda el miedo y nace de la voluntad serena y espontánea. Pero sí encuadra la desesperación de un ser humano que, de repente, ante la noticia de un embarazo no deseado, se contempla entero ante la inminente renuncia de lo que más ama. Tras una decisión de aborto hay ambiciones, metas, sueños, proyectos, una persona que debería tener el derecho a realizarse de manera diferente, un cuerpo propio. Pero en fin, todavía, alienum est.